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Lo que permitió la cocción de los alimentos

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El interés de los humanos por la cocción era triple. Por un lado, la cocción de los alimentos –y en particular la de los vegetales– favorecía su asimilación y el organismo debía así dedicar menos energía a la digestión. Por otro lado, la cocción permitía igualmente volver los alimentos más tiernos y así necesitar menos masticación: se ve bien, cuando se compara la dentición del Homo sapiens con la de su antepasado Homo habilis, que los molares son más estrechos, y que la reducción del tamaño de los dientes tuvo como consecuencia una disminución del tamaño de la mandíbula, así como también de los músculos de la masticación. Finalmente, la cocción servía, asimismo, para destruir los organismos vivos (parásitos, bacterias, hongos…) que pudieran estar presentes en los alimentos, por lo que permitía nutrirse con menos riesgos de intoxicación.

La importancia de esta primera etapa de la cocina no debe ser subestimada, ya que por primera vez una especie animal comenzaba a proceder a una transformación de los alimentos en el exterior de su cuerpo, mientras que esta transformación se operaba antes solamente en el interior, al iniciarse con la masticación y continuar con la digestión.

La invención de la cocina –con la aparición de la cocción de los alimentos– fue el principal factor de redistribución de la carga energética del cuerpo, el menor esfuerzo necesario para la masticación y la digestión que permitió así una mayor disponibilidad de energía para el funcionamiento del cerebro.

El metabolismo humano necesita de energía para funcionar, y las diferentes funciones del cuerpo (respiración, movilidad, masticación, digestión, funciones cognitivas) demandan cada una cierta cantidad de energía para cumplir con su rol. Con la aparición de la cocina, el equilibrio metabólico del cuerpo se modificó profundamente: la cocción opera así, de cierta manera, como una primera digestión “fuera del cuerpo”, que permite que los alimentos se vuelvan asimilables con mayor facilidad antes incluso de ser ingeridos. En el momento en que el nuevo régimen alimenticio permitía alimentarnos de manera más eficaz, la energía se volvía disponible para asegurar el funcionamiento de un cerebro de mayor tamaño. Así, a lo largo de las generaciones, la selección natural permitió a los individuos con cerebro más grande sobrevivir, mientras que antes estaban condenados a comer más en un contexto en el que la alimentación cruda volvía más restrictivos los recursos nutritivos.

Los estudios científicos más recientes (Carmody et al., 2016) muestran que los aportes de la cocción de alimentos están lejos de ser anecdóticos; así, los autores estiman que es la cocción lo que nos hizo evolucionar progresivamente de forma diferenciada de las otras especies humanas desde hace 275.000 años.

De este modo, se puede considerar al Homo sapiens como el fruto de la evolución de una alimentación cruda hacia una alimentación cocida, y el aumento espectacular del tamaño de nuestro cerebro (alrededor de 1.300 cm3 para el Homo sapiens contra 600 cm3 para el Homo habilis) parece estar relacionado en forma directa con el cambio que hemos realizado al comenzar a transformar nuestros alimentos por fuera de nuestro cuerpo.

La invención de la cocina es entonces un elemento fundador para la especie humana, y el título de “simio cocinero” no está usurpado, ya que la cocina se corresponde fundamentalmente con lo que ha diferenciado nuestra estirpe entre todas las especies.

Por eso, algunos han podido afirmar que el hombre ya no era hoy un animal omnívoro sino más bien el único animal “cocinóvoro” (Furness & Bravo, 2015), es decir que saca lo esencial de sus recursos nutritivos de alimentos cocinados. Si en efecto nuestro régimen alimenticio particular vinculado a la transformación de los alimentos se ubica en el origen de la inteligencia humana, podríamos usar, asimismo, para designar nuestra especie en lugar de Homo sapiens (el “hombre sabio”), el término de Homo cucinaris (el “hombre cocinero”).

Esta tesis fue desarrollada en el libro del especialista en primates Richard Wrangham publicado en 2010 Catching Fire: How Cooking Made Us Human [“Cómo la cocina nos hizo humanos”], en el que el autor hace del dominio del fuego el elemento principal en la concatenación de los acontecimientos que nos permitió desarrollar nuestra inteligencia y nuestra sociabilidad. Para poner en evidencia la necesidad humana de nutrirse con ingredientes cocidos, Wrangham se basa en estudios anteriores que muestran que un régimen alimenticio no transformado tiene consecuencias importantes en la capacidad de reproducción de los humanos, ya que, al seguir un régimen totalmente crudo, el 50% de las mujeres padecen una ausencia de menstruaciones (Koebnick et al., 1999). Por lo tanto, el cuerpo humano se adaptó a un régimen que incorpora alimentos cocidos y no podría volver hoy al régimen crudo, que era la norma hace 500.000 años.

Si el hecho de comenzar a cocer nuestros alimentos tuvo, en efecto, un rol de primera importancia en nuestra evolución, eso se inscribe en realidad en una cadena de acontecimientos más amplia que se inició con la invención de las primeras herramientas y que continuó con la domesticación de las plantas y de los animales.

El simio cocinero

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