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EL ORIGEN DE LA PALABRA «CONSTITUCIÓN»
ОглавлениеSiguiendo la lógica de la Lex de imperio vespasiani los emperadores hicieron inicialmente todo lo posible por guardar las apariencias a la hora de legislar. De ahí que, aunque no se cortasen un pelo a la hora de dictar leyes, recurrieran formalmente a la ficción de que estas normas imperiales promulgadas unilateralmente por el emperador habían sido consensuadas con el pueblo de Roma, aunque fuera a toro pasado. Y para ello nada como darles un nombre molón y solemne, como se merecía el pueblo Romano. De ahí que estas normas imperiales recibieran el nombre de «constitutiones». El término viene del verbo constituere, formado por el verbo «statuere» (disponer, establecer)52
acción ni juicio, ni ningún [magistrado] permita que se reclame en su jurisdicción, a causa de este asunto» Xavier D’ORS (2001), Antología de textos jurídicos de Roma Madrid: Akal clásica, p. 319. de ello, ni nada deba pagar por esta causa al pueblo romano, ni nadie tenga, por este asunto, precedido del prefijo «con», y que significa «disponer o establecer conjuntamente». Al adoptar esta terminología los emperadores dejaban claro que las leyes que promulgaban contaban «con el acuerdo del pueblo de Roma».
La palabra acabaría teniendo un gran éxito, y no solo en el Imperio romano, ya que en nuestros días la premisa jurídica básica de cualquier Estado democrático que se precie es tener una «constitución». Un término que en derecho contemporáneo tiene, claro está, un significado muy distinto del que tenía en Roma, pues hoy alude al acuerdo fundacional por el que los ciudadanos legitiman el poder del Estado.
Debéis tener en cuenta que los Estados modernos lidian con muchísima más gente que los emperadores romanos. Si el Imperio romano, en su época de máximo esplendor, extendía su dominio sobre una cifra de personas que oscilaba entre los 50 y los 60 millones de personas, hoy la Unión Europea, descontados tras el Brexit los 66 millones de británicos, rige los destinos de 450 millones de personas. Más que los 300 millones de norteamericanos, pero mucho menos que los 1300 millones de chinos, o los 1400 millones de indios. Con estas cifras comprenderéis que es imposible que todos los ciudadanos participen en el gobierno. Especialmente en la India, que es la democracia más grande del mundo demográficamente hablando. Por eso los europeos en su día inventamos la «democracia representativa», basada en el principio de que millones de ciudadanos eligen a un puñado de representantes que son los que gobiernan en su nombre. Solo en contadas ocasiones practicamos la «democracia directa» que, como recordaréis hemos mencionado al hablar de los «referéndums» en el episodio anterior.
El funcionamiento del Estado no queda sin embargo al albur de lo que decida el gobierno de turno, sino que está taxativamente recogido por escrito en la constitución. Un texto aprobado por todos siguiendo la lógica de la democracia representativa y directa. Así en un país democrático, los ciudadanos eligen previamente una Cámara de representantes llamada «constituyente» cuya misión esencial es redactar el «acuerdo» constitucional (democracia representativa), que luego debe ser aprobado por referéndum (democracia directa). Hecho lo cual, se disuelve el parlamento y se convocan nuevas elecciones para elegir una asamblea legislativa, ahora sí, «constituida» con arreglo a las reglas básicas del juego establecidas en la «constitución».
Estoy seguro de que todo esto os suena. Pero lo que sin duda no sabíais es que el término «constitución» era ya de uso corriente en la Roma imperial, aunque con un sentido distinto, ya que aludía no a la norma suprema acordada por todos sino a toda «ley» dictada por el poder político. Es a esta acepción a la que alude, a mediados del siglo II de la Era cristiana, Gayo en sus «Instituciones» cuando afirma que: «constitución del príncipe es lo que el emperador establece por decreto, edicto o epístola, y nunca se ha dudado que obtenga fuerza de ley, pues el mismo emperador recibe el Imperio por una ley», en clara referencia a la Lex imperio vespasiani ya mencionada.
Fue así como la legislación unilateral de los emperadores, gracias al paripé de Vespasiano, acabó convirtiéndose en la vía ordinaria de creación del «ius». Esta dinámica acabó degenerando con el tiempo, y ya en la etapa final del Imperio romano de Occidente, la del Dominado (siglos IV y V), la ley se había convertido en la única fuente de un derecho que a esas alturas había sido totalmente secuestrado por el poder.