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CONOCER LAS ESPAÑAS
ОглавлениеEl trabajo en el taller llevó a Ernest, a partir de los diecisiete años, a hacer de viajante, a recorrer España como representante de comercio de ligas, tirantes de goma y cinta de persiana, cinturones, piezas de terciopelo, y muestrario de ante y de piel del negocio familiar. Posteriormente, estas estancias de semanas o meses se convirtieron, con el gracejo característico de Lluch, en el relato de su propio pasado en lo que, según explicaba, era la base de su conocimiento de España o de «las Españas».
Pero más que estos conocimientos, lo que le reportó el oficio de viajante fue el trato de primera mano con personas de condición y origen diverso, lo que sin duda fue una escuela formativa muy útil para cuando al cabo de unos años se dedicara a la política. La de comercial era, sobre todo, una labor de ganar voluntades y aprender a ponerse en la piel del interlocutor. Algo que también sabía bien, por ejemplo, Josep Tarradellas, que era viajante de comercio de profesión.[35]
Al mismo tiempo, y más importante aún, aquellas estancias fuera de casa sirvieron para que se diera cuenta de que su futuro no estaba en el trabajo de representante, ni tampoco en el taller del padre. Por ello, en cuanto tuvo oportunidad, en octubre de 1955, se matriculó en el curso de preuniversitario de letras, idioma francés, en el Instituto de Enseñanza Media Ausiàs March de Barcelona.
De nuevo, tuvo que hacer el curso medio a escondidas y preparándolo cuando el trabajo se lo permitía. En sus idas y venidas, además, no dejó de entrenarse y en 1956 incluso venció en el Campeonato de Cataluña Junior en los 10.000 metros de marcha atlética.
Cada tres o cuatro días, Ernest escribía a su padre para comunicarle los progresos hechos con las ventas y los contactos con los diferentes agentes comerciales que se encargaban de mover el género del negocio. Es difícil saber con qué profundidad conoció los lugares que visitó, pero la verdad es que el joven Lluch recorrió una buena parte de la geografía española y que se interesó —y mucho— por lo que vio.
El día de Reyes de 1956, por ejemplo, estaba en Burgos. Una semana después en Zaragoza. Tres días después en Madrid y a finales de mes en Villanueva de la Serena, en la provincia de Badajoz.[36] Lo que más le sorprendió en estos viajes fueron las atrasadas condiciones de vida en las que se vivía a seiscientos kilómetros de su casa, dentro del mismo país.
Villanueva, por ejemplo, era «un pueblo de dos mil habitantes sin agua corriente, pero muy limpio». En Extremadura visitó Mérida, Badajoz, Zafra, Plasencia y Cáceres. Estuvo por allí durante la primera quincena de febrero. Y aunque recibió las quejas de algún comerciante que no había recibido los pedidos solicitados, las ventas fueron mejor que en Madrid.
De vez en cuando, sin embargo, se sinceraba. «Estoy en Cáceres. Extremadura es peor de lo que os podéis imaginar. Las calles de los pueblos son los desagües de las casas (basura, orinales, agua sucia, etc.). Hay mucha gente que solo calzan alpargatas los domingos y van descalzos en medio de esa porquería. Aquí todo el mundo está delgado y las calles apestan. Badajoz es un pueblo indecente, lleno de gitanos y de gente que vive de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro».[37]
«Lo único bueno es el café porque es de Brasil, entra de contrabando —continuaba—. De Badajoz a la frontera hay seis horas. La provincia tiene una tierra muy fértil pero no está nada cultivada, hay un retraso de seiscientos o setecientos años [respecto a Barcelona]. Cáceres y su provincia es aún más pobre y más sucia. La ciudad es un pueblo, pero bastante bonito. En ningún hotel hay agua corriente, la comida es muy grasienta y picante, todo a base de chorizo extremeño».
Extremadura fue, sin duda, lo que más le cautivó de su periplo comercial. Muchos años después todavía recordaría que en uno de los viajes por aquellas tierras había ido en un vagón de tren donde había un banco dispuesto en vertical al sentido de la marcha, de cara a la ventana, para que los jornaleros pudieran dejar con más facilidad sus herramientas, las horcas y las azadas.[38] De su paso por la región le quedó el gusto, de por vida, por el gazpacho extremeño.
Después de pasar unos días en Madrid, a mediados de marzo fue a Pamplona y Vitoria, y luego a San Sebastián. Desde allí exploró las posibilidades que se abrían para el negocio en pueblos como Eibar y Elgoibar. También visitó Bilbao. Una vez vista Extremadura, lo que encontró en el norte le pareció otra cosa. Además de enviar de vez en cuando alguna carta al entrenador Ponsati, si podía iba a ver partidos de fútbol. Lluch se descubrió como un gran apasionado de este deporte y, sobre todo, del FC Barcelona.
«Aquí, en el norte, hay un ambiente favorable al Barça, la opinión general es que ganará la Liga. Dicen que el Bilbao está muy desinflado».[39] Se equivocó. Los leones se llevaron el título 1955-1956 en la última jornada, el 22 de abril, con un punto por encima de los culés. La competición terminó con Alfredo Di Stéfano como máximo goleador y Antoni Ramallets como portero menos goleado.
Cuando el trabajo se lo permitía, enviaba cartas a la familia por lo general con descripciones de su estancia. «Mi viaje sigue inmejorablemente, el tiempo es primaveral: de dieciséis a dieciocho grados. Los fríos han causado unos perjuicios enormes. Todos los pinos están quemados, aquí en el norte son una de las principales riquezas, hay miles de leñadores que viven de ellos. El mar Cantábrico está completamente calmado, parece un lago; el mes pasado destrozó varios paseos de San Sebastián y de Fuenterrabía. Estoy aprendiendo el vasco, es más difícil de lo que se pueden imaginar».
A finales de marzo, vía Logroño, fue de nuevo a Madrid. Desde allí, a mediados de abril, a Talavera de la Reina y a Salamanca, donde visitó a unos parientes. Encontró que esta última era «una población muy bonita y antigua, lástima que solo estuve dos días». También se hizo eco de un rumor que aquellos días circulaba con fuerza por la capital española a pesar de los intentos de la dictadura para tapar la cuestión.
El 29 de marzo, mientras el futuro rey Juan Carlos de dieciocho años por aquel entonces y su hermano Alfonso de quince jugaban en Estoril con una pistola, en apariencia descargada, esta se disparó. El pequeño murió en el acto de un disparo en la región frontal de la cabeza. Lluch no hacía más que repetir lo que oía. «Por aquí todo el mundo dice que el Príncipe fue el que mató a su hermano con la pistola».
Después de ir de nuevo a Extremadura, a mediados de mayo volvió a casa para pasar, a finales de mes, el examen de preuniversitario, el PREU, en el que obtuvo una calificación de apto con una lógica asistencia «dispersa» y una capacidad «regular».[40] A principios de julio volvía a estar en el País Vasco. Vitoria era «una pequeña capital deliciosa, sus calles son anchas y bien urbanizadas».
También fue a Bilbao, pero sería en San Sebastián donde se sentiría más como en casa y se prometió a sí mismo, en un pensamiento propio del adolescente que era entonces, que cuando fuera mayor se compraría un piso allí.[41] «Esta semana ha hecho un tiempo espléndido. Me he bañado cada día en la Concha. Es una playa de una arena tan fina que se pega al suelo. Cuando hay marea alta no se cabe y cuando está baja, apenas. Está más llena que la Barceloneta.»
Le maravilló el turismo de esta ciudad. «En San Sebastián hay un gentío de miedo, casi todos son madrileños». De hecho, Lluch fue a la capital guipuzcoana con cierta predisposición a que le gustara. Su madre le había dicho, aunque no había ido nunca, que era la ciudad más bonita de España.[42] Aparte de haberla visto en fotografías, bien podía ser que se lo hubiera comentado porque sabía que los reyes de España veraneaban allí.
Ernest, entonces ya un ávido lector, no perdió el tiempo durante los dos años largos que fue arriba y abajo recorriendo las Españas. En los trayectos en tren y en las horas muertas, además de una manifiesta voluntad para comprender el país como denotan sus notas, leyó muchos libros, entre ellos las obras del médico y pensador Gregorio Marañón o, incluso, el tratado La caracterología de la juventud de Fritz Künkel. A mediados de julio tuvo que ir a Castilla, a Palencia, donde coincidió con unos compañeros de atletismo, que participaban en unas pruebas clasificatorias. Después visitó Valladolid, «una ciudad de un urbanismo muy moderno».
En el ajetreo del trabajo se evidenciaron, una vez más, las diferencias de criterio con su padre. «Ahora tiene usted toda la razón, la relación enviada va mejor (de numeración de pedidos). De todos modos, puedo ver que no está contento con nada de lo que hago, lo que es francamente desmoralizador. Me he hartado de visitar clientes, he visitado en San Sebastián a varios confeccionistas, en Bilbao, en Vitoria...».
«Si he hecho algo mal —continuaba quejoso—, como con la numeración de pedidos, no ha sido por mala fe como usted deja traslucir o por presunción. Nunca encuentra bien nada de lo que hago, solo una vez me escribió: “Te felicito por el pedido”. Excepto esa vez, de la que me acuerdo muy bien, nada». La desavenencia presagiaba lo que sucedería poco después.