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PRIMERA GEOGRAFÍA: BARCELONA (1937-1969)
ОглавлениеLluch estaba orgulloso de haber nacido en una familia de la menestralía barcelonesa en la que el trabajo lo era todo y fuera de él no había casi nada. El trabajo dignificaba al hombre, que se realizaba a través de él; definía la moral de cada uno, y si se era capaz o no de sacar adelante a la prole.[1] El trabajo no era una obligación, era un deber. En el universo del que procedía Ernest las personas no se clasificaban en inteligentes o ricas, sino en si eran trabajadoras o no.
La filosofía de este mundo, reducida y diáfana, lo acompañó toda la vida. Nunca supo descansar de su trabajo si no era trabajando en otra cosa. Hasta el punto de reconocer que con personas que consideraban el trabajo como valor fundamental, ético y moral, no había tenido discrepancias importantes.[2] No podía estar más en desacuerdo, pues, con Pavese. No, lavorare no stanca.[*]
Este celo por el trabajo hizo que, hasta cierto punto, Ernest tuviera una visión distorsionada de la realidad y se permitiera criticar a aquellos que tenían hobbies. «Si trabajo los fines de semana es porque disfruto». Para él, el trabajo era el hobby, en gran medida porque de adulto fue de los afortunados que pudieron compaginar profesión y pasión. «Transformar los hobbies y hacerlos rentables tiene que ser una de las claves de la felicidad», aseguraba, a pesar de ignorar, a conciencia, que eso no es lo más corriente.[3]
Y no porque uno no tenga interés, sino por la manifiesta falta de salidas laborales que se acomodan a las expectativas de las personas. Lluch podía llegar a ser muy tajante en este tema. «El hedonismo me da asco y la pereza me repugna», aseguraba. No soportaba no hacer nada, no entendía el ocio. «Hay gente que hace el vago y hay gente tan inmoral que tiene hobbies... Conozco a gente que tiene hobbies y no lo oculta. Si yo alguna vez tuviera un hobby acabaría haciéndome un profesional del hobby».[4]
Esta concepción de la vida lo llevaba, por ejemplo, a no saber hacer vacaciones y, en todo caso, a no saberlas disfrutar si no formaban parte de algún proyecto que llevara entre manos. Una versión contemporánea de su perfil diría que Lluch era un adicto al trabajo, un workaholic. Valoraba tanto el trabajo y sus frutos que cuando recibía un artículo publicado en una revista académica le daba un beso.[5] Y es que, aparte de unos días en Menorca durante los que se había aburrido, encontraba una soberana tontería que le propusieran, por ejemplo, ir al Valle de Arán de excursión.
En cambio, era capaz de obligar a su esposa, Dolors Bramon, a hacer la ruta de «El Sevillano» para situarse en primera persona en el trayecto del tren que en la década de los cincuenta y sesenta siguieron miles de inmigrantes andaluces para llegar a Cataluña en viajes de diecisiete horas. O bien dedicar unos días con sus hijas a atravesar los Monegros, de pueblo en pueblo.[6]
Si se desplazaba, Lluch solo lo hacía para ir a ver al Barça o para cazar alguna documentación en archivos y bibliotecas, como cuando fue a la población toscana de Pescia a buscar los trabajos del economista e historiador suizo de la primera mitad del siglo XIX Jean-Charles-Léonard Simonde de Sismondi.[7] También, claro está, para asistir a algún congreso. Entonces sí que la estancia se podía alargar algún día para «hacer turismo», pero siempre de carácter cultural. Esto podía llevarlo al extremo de vivir situaciones surrealistas.
Por ejemplo, en 1978, en una visita a Berlín con motivo de unas jornadas catalanas, fue con el resto de los ponentes a la parte oriental de la ciudad, donde se cargó de libros. Al volver a la zona occidental por el famoso Checkpoint Charlie —hoy convertido en museo—, todo el mundo pasó excepto él. «¿Y Ernest? ¿Dónde está Ernest?» Un rato después fue «liberado». La policía lo había retenido porque de ninguna manera había permitido que pasara un libro sobre fisiocracia. «¡Se lo han quedado!», no paraba de exclamar sumamente indignado.[8]