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2. De la planificación a la implementación

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La mejor de las iniciativas previstas y planificadas puede quedar sin efecto si no se implementa de forma eficaz. Desde la teoría de las organizaciones, la implementación es el conjunto de procesos destinados a poner en práctica una intervención dentro de una organización (Rabin et al., 2008); o el medio por el que una intervención se asimila en una organización. La implementación es lo que media entre la decisión de optar por una intervención y el uso rutinario de esa intervención; el período de transición durante el cual las partes interesadas se vuelven cada vez más hábiles, coherentes y comprometidas en el uso de dicha intervención (Klein y Sorra, 1996).

El proceso de implementación puede verse como una serie interrelacionada de subprocesos que no siempre ocurren de manera secuencial. A menudo hay procesos relacionados que progresan simultáneamente en múltiples niveles dentro de la organización (Pettigrew et al., 2001). Estos subprocesos pueden planificarse formalmente o ser espontáneos, consciente o subconscientemente, lineales o no lineales, pero idealmente todos apuntan en la misma dirección: la implementación efectiva (Damschroder et al., 2009).

Tres han sido los niveles en que se suelen agrupar los factores o condicionantes del proceso de implementación (Elmore, 1980): los factores de influencia o contextuales (sociales, económicos, políticos o culturales; el sistema de valores o las grandes narrativas imperantes); los organizacionales (sistema de planificación, instituciones y actores responsables); los componentes básicos de la implementación (capacitación, ‘expertise’, aprendizaje, evaluación e intercambio de experiencia). Mantener el acervo no es solo una cuestión de líderes sino de equipos: técnicos especialistas, de empleados públicos a medida y también de una sociedad civil empoderada. Así, pues, el capital humano se muestra como un factor clave para hacerlo posible. De ello dependen las capacidades técnicas, la capacidad de negociación y coordinación. Lo que nos lleva a la gobernanza, la deferencia y el estudio de las organizaciones (vid. Farinós et al., 2017), la cualificación y el compromiso del personal (parte de la inteligencia territorial), la socialización de lo público y su utilidad (cultura política y territorial). La implementación, por su propia naturaleza, es un proceso social que se entrelaza con el contexto (conjunto de circunstancias o factores únicos) en el que tiene lugar.

La implementación no puede tratarse de forma indiferenciada, sino que debe ser analizada para cada política y contexto, e incluso para cada estilo de planificación (Alterman, 1982: 237). La Ordenación del Territorio requiere de un enfoque particular, tal y como se aborda en el segundo capítulo del libro. En los estilos fuertemente regulativos, como en el caso español hasta la fecha, los procesos de implementación se contemplan como un simple cumplimento de la norma, mediante la imposición de una disciplina y de unos métodos de sanción. Sin embargo, la mayoría de los planes experimentan retrasos, mala coordinación interinstitucional, pérdida progresiva de compromiso político, resurgimiento de conflictos no resueltos, etc. (Alterman, 2017). Aun si se han podido llevar a la práctica, lo finalmente implementado (incluso aunque se trate de un Plan Director territorial o urbanístico) suele experimentar excepciones y variaciones (Mandelker, 1970). Normas y planes no se ejecutan a rajatabla sino que tiene cierto margen de ajuste y discrecionalidad según las circunstancias3.

Tradicionalmente, en la literatura sobre planificación, la ciencia política o el derecho se había asumido, de forma errónea como la realidad ha demostrado, que, si las decisiones se tomaban “correctamente”, la implementación, como proceso natural y consecutivo, seguiría de forma automática a la decisión de aprobar el plan. Si no, entonces el problema estaría en el proceso de implementación, que será visto como una verdadera caja negra de difícil seguimiento e interpretación. La solución pasaría por que los responsables de la decisión se muestren firmes y pongan todos los medios necesarios, promoviendo incluso los cambios en las estructuras administrativas y en las regulaciones que la implementación de las intervenciones (planes, programas, proyectos) necesite. Este punto de vista corresponde a un enfoque de racionalidad comprehensiva, en un sistema jerárquico de decisiones. Progresivamente, este enfoque causa-efecto, capaz de proveer pretendidas seguridades y certezas, daría paso a otro de causalidad aproximada (‘close-causation’) (Alterman, 1987).

Ya Pressman & Widavsky (1973) anunciaban la escasa probabilidad de que una norma, política o plan se implementara por completo tal y como habían sido diseñadas dado que a lo largo del proceso se producen muchos ‘clearance points’ (que podemos traducir como puntos de “aclarado”, de “despeje” o “de ruptura” en el proceso de decisión, si utilizamos el símil económico del concepto de punto de ruptura de carga); especialmente en problemas complejos o de tipo desestructurado (‘perversos’ los llaman Rittel & Webber, 1973) (Alterman, 2017). Procedimiento y organizaciones complejas, con sucesivos puntos de ruptura en la dinámica del proceso de implementación, son vistos como barreras para la aplicación de las políticas públicas; una cuestión sociocultural que afecta al entendimiento de la planificación y su utilidad. Por lo tanto, lo crucial en el estudio del proceso de implementación es identificar los medios más directos de llegar a estos puntos, concentrando los recursos en aquellas unidades organizativas y coaliciones que tienen la mayor probabilidad de afectar sus posibilidades de éxito.

¿Cuáles son estos puntos? En la experiencia española se pueden reconocer claramente algunos como: los informes sectoriales previos a la aprobación definitiva de los planes (vid. Farinós, Peiró y Antequera, 2020); las relaciones entre la OT, el urbanismo y el planeamiento derivado (vid. García Jiménez, 2015) y entre el plan y el proyecto (vid. Albrechts, 2009), aunque no solo, porque en ocasiones las relaciones entre instrumentos no siempre responden a un modelo jerárquico cerrado sino también abierto o incluso reticular (vid. Benabent, 2006); la capacidad de concretar la financiación de las inversiones necesarias para desarrollar los planes y sus programas; y la coordinación de la OT con las políticas sectoriales (vid. Peiró y Farinós, 2019). Desde el punto de vista prescriptivo, se ha tratado de dar respuestas a estas cuestiones; sin embargo, más atención debe prestarse a la dimensión más política de la implementación, a poder reconocer los procesos políticos y a cómo poder fomentar los compromisos.

El estudio de la implementación de políticas se desarrolló porque los objetivos perseguidos por los tomadores de decisiones no se traducían en resultados. Ello ha motivado a los académicos a tratar de identificar los posibles factores de éxito o de fracaso (Signé, 2017). ¿Por qué los sistemas de planificación y control de los usos del suelo tienen éxito o fracasan? Porque si fracasan, esto abre la posibilidad y apoya el cuestionamiento de la eficacia, y finalmente utilidad, de las políticas públicas y de la planificación, y en especial en materias tan relevantes para la calidad de vida, la sostenibilidad ambiental y económica, como son las políticas urbanas y de Ordenación del Territorio. Es lo que ha animado al pensamiento único, también en estos campos, con la idea de que cuanto menos Estado y planificación, mejor, y de que la velocidad y eficacia de la implementación pueden depender de saber exactamente lo que desean las partes interesadas y de no alterar el buen funcionamiento de las reglas del mercado.

Pero reducir el análisis de implementación a una simple elección entre mecanismos de mercado y no de mercado desvía la atención de lo importante: cómo utilizar la estructura y el proceso de las organizaciones para elaborar, especificar y definir políticas (Elmore, 1979). Además de que, como se suele decir, no se pueden resolver problemas complejos, o simplemente desestructurados (aquellos que no presentan una única solución válida, que puede además variar según contexto espacial y temporal), con enfoques simples, mucho menos si apriorísticos, reduccionistas o, simplemente, falaces.

Para poder abordar con éxito la elaboración de un plan de ordenación territorial, teniendo en cuenta las condiciones del marco y contexto en el que deberá implementarse, cabe responder a dos preguntas básicas: qué se está planificando y para quién (sobre todo esto segundo), y si se está primando el interés general o los de grupos específicos (más grandes y poderosos o más modestos y atomizados4). Según Stefanović et al. (2015), la definición de un modelo de implementación de planes territoriales debe partir de algunas posiciones básicas: que la implementación debe ser percibida como parte integral de un proceso de planificación continuo, que comienza con la preparación del plan y que incorpora elementos de “planificación” y “post-planificación”, así como aspectos de seguimiento, evaluación, institucionales y organizativos; y que es necesario definir y elaborar teóricamente el modelo de implementación de los planes territoriales en función de los tipos y métodos de planificación.

Evaluación de procesos: una mirada crítica y propositiva de la situación de la política e instrumentos de Ordenación del Territorio en España

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