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XX

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El regimiento del príncipe Andrés estaba en la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivo detrás del pueblo de Semeonovskoie, bajo el vivo fuego de la artillería. A las dos, el regimiento, que había perdido más de doscientos hombres, fue puesto en movimiento, avanzando por los campos de centeno pisoteados, en el espacio comprendido entre el pueblo y la batería de la colina, donde durante la mañana millares de hombres habían muerto y ahora se dirigía el fuego concentrado de algunos centenares de cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo cañonazo, el regimiento perdió un tercio de sus soldados. Delante, y particularmente a la derecha, donde la humareda no se disipaba, los cañones retumbaban y por encima de la extensión misteriosa que el humo cubría volaban las balas y las granadas sin descanso, con estridentes silbidos.

Por dos veces, y como para descansar, las balas y las granadas, durante un cuarto de hora, pasaron de largo. Por el contrario, otras veces los proyectiles ocasionaban muchas bajas en un solo minuto, y a cada instante debían retirar a los muertos y recoger a los heridos.

A cada nuevo tiro, los que todavía no habían muerto perdían las probabilidades de salir vivos. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones, a intervalos de trescientos pasos, pero a pesar de ello todos los hombres se hallaban bajo la misma impresión.

Todos permanecían igualmente silenciosos y herméticos. Casi no se oía ninguna conversación entre las filas y éstas deteníanse cada vez que estallaba un disparo y se oía el grito de: «¡Camilla!». La mayor parte del tiempo los soldados lo pasaban sentados en el suelo, según la orden. Uno, quitándose la gorra, la desplegaba con mucho cuidado y otra vez volvía a rehacer sus pliegues; otro, después de deshacer algunos terrones de tierra húmeda, frotaba con ella la bayoneta; un tercero se desceñía el cinto y arreglaba la hebilla; otro se arreglaba atentamente las polainas, calzándose de nuevo. Algunos construían casitas con tierra o barraquitas y pequeños pajares. Todos parecían absortos por sus ocupaciones. Cuando había muertos o heridos, cuando aparecían las camillas, cuando los rusos volvían, cuando a través del humo se veían grandes masas enemigas, nadie prestaba atención, pero cuando la caballería y la artillería pasaban delante, allá donde se advertían los movimientos de la infantería rusa, de todas partes se escuchaban reflexiones animosas. Pero lo que merecía la mayor atención eran los acontecimientos completamente extraños y sin ninguna relación con la batalla. El interés de aquella gente, moralmente dormida, parecía que se apoyara en las cosas ordinarias de la vida. La batería de artillería pasó delante del regimiento. Un caballo se enredó las bridas con las cajas. «¡Eh! Carretero, arréglalo. ¿No ves que va a caerse?», gritaban de todas las líneas del regimiento. Otra vez la atención general fue atraída por un perrito negro, de cola tiesa, venido de Dios sabe dónde, que corriendo, asustado, apareció delante de los soldados y que después, de pronto, espantado por una bala que cayó muy cerca de él, aulló y, con el rabo entre piernas, se dejó caer de lado. Pero estas distracciones duraban pocos minutos y los hombres ya hacía ocho horas que estaban allí sin comer, inactivos, bajo el horror incesante de la muerte, y sus caras amarillas y sombrías empalidecían y se oscurecían cada vez más.

El príncipe Andrés, como todos los hombres de su regimiento, estaba pálido y tenía las cejas fruncidas. Con las manos detrás de la espalda y la cabeza baja se paseaba de acá para allá por un campo de centeno. No tenía nada que hacer, ninguna orden que dar. Todo marchaba por sí solo. Los muertos eran conducidos detrás del frente, se retiraba a los heridos y las líneas se rehacían. Si los soldados se apartaban, volvían corriendo. El príncipe Andrés, convencido, de momento, de que su deber entonces era excitar el valor en sus soldados y darles ejemplo, no tardó en convencerse de que no debía enseñar nada a nadie. Todas las fuerzas de su alma, como las de sus soldados, se concentraban conscientemente en el esfuerzo continuo de no contemplar el horror de la situación. Marchaba por el campo arrastrando los pies, pisaba la hierba y miraba el polvo que le cubría las botas. A veces paseaba a grandes pasos, tratando de pisar sobre las huellas que habían dejado los segadores; otras veces contaba los pasos, calculaba cuántas veces habría de pasar de un surco a otro para andar una versta, o bien arrancaba una brizna de absenta que crecía en el margen de un surco, se frotaba con ella las manos y aspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo el cansancio del día anterior no quedaba nada. No pensaba, escuchaba los mismos sonidos con el oído cansado, distinguía el silbido del paso de los proyectiles y examinaba la cara de los soldados del primer batallón, que conocía muy bien, y esperaba. «He aquí otra…, ¡ésta es para nosotros!», pensó al oír el silbido de algo envuelto en humo que se acercaba. «Una, dos. ¡Ah! ¡Ya está!»; se detuvo, miró a las filas. «No. Ha pasado por encima. ¡Ésta sí que caerá!» Y volvió a andar dando largas zancadas para llegar al surco en dieciséis pasos. Un silbido…, una detonación. Cinco pasos más allá, la tierra había sido removida y la bala había desaparecido. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y volvióse para mirar a las filas. Debía de haber muchos muertos. Una gran muchedumbre se amontonaba alrededor del segundo batallón.

- ¡Señor ayudante de campo! - gritó -. ¡Dé orden de que no se amontonen! - El ayudante de campo ejecutó la orden y se acercó al príncipe Andrés. El comandante del batallón también se acercaba a caballo.

- ¡Tenga cuidado! - dijo un soldado con voz de espanto, y como un pájaro que silbando en un rápido vuelo se posa en el suelo, casi sin ruido, una granada cayó a los pies del príncipe Andrés, cerca del comandante del batallón. El caballo del primero, sin preguntar si estaba bien o no el demostrar miedo, relinchó, encabritóse, faltando poco para que tirara al jinete, y saltó a un lado. El miedo del caballo se contagió a los hombres.

- ¡Al suelo! - gritó la voz del ayudante de campo dejándose caer sobre la hierba. El príncipe Andrés permanecía de pie, indeciso. La granada, humeante, daba vueltas como un trompo entre él y el ayudante de campo, curvado cerca de una mata de absenta.

«Es la muerte - pensó el príncipe Andrés mirando con un ojo nuevo y envidioso la hierba, la absenta, el humo que se levantaba de la bola negra que había caído -. ¡No puedo, no quiero morir! Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire…», pensó esto, pero al mismo tiempo recordó que le miraban, y dijo al ayudante de campo:

- Es una vergüenza, señor oficial, que…

No terminó. En el mismo momento, un estallido, un silbido, un ruido como de cristales rotos, el olor sofocante de la pólvora, y el príncipe Andrés volvióse sobre sus talones, levantó los brazos y cayó de bruces al suelo.

Algunos oficiales corrieron; del lado derecho del abdomen brotaba la sangre y empapaba la hierba.

Los milicianos, provistos de una camilla, detuviéronse unos pasos más allá. El príncipe Andrés yacía de bruces sobre la hierba, respirando muy fatigosamente.

- ¿Por qué os detenéis? ¡Adelante!

Los campesinos se acercaron, le cogieron por debajo de los sobacos y por las piernas, pero al oírle gemir dolorosamente se miraron unos a otros y le dejaron.

- Cógele, ponlo aquí. ¡No importa! - dijo una voz.

Le recogieron de nuevo y le depositaron sobre la camilla- ¡Dios mío, Dios mío, en el vientre! ¡Ha concluido ¡Dios mío! - se oía entre los oficiales.

- ¡Me ha pasado rozando la cabeza! ¡Me he librado por un pelo! - decía el ayudante de campo.

Los campesinos, después de colocarse la camilla sobre los hombros, siguieron con paso vivo el camino hacia la ambulancia.

- ¡Eh, campesinos, al paso! - gritó el oficial cogiendo por un hombro a los que no andaban con regularidad y sacudían la camilla.

- ¡Cuida de ir al paso! - dijo el que iba delante.

- ¡Buena la hemos hecho! - dijo alegremente el que iba detrás, al tropezar.

- ¡Excelencia! ¡Príncipe! - gritaba Timokhin corriendo y mirando a la camilla.

El príncipe Andrés abrió los ojos. Miró fuera de la camilla, para ver quién le hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente y de nuevo cerró los ojos.

Los campesinos condujeron al príncipe Andrés cerca del bosque, donde se encontraban los carros y las ambulancias.

La ambulancia comprendía tres tiendas que se abrían sobre la hierba de un bosque de sauces. Los caballos y las carretas se encontraban en el bosque. Los caballos comían centeno en los morrales y los gorriones venían a picar los granos que caían; los cuervos, que olían la sangre, graznaban atrevidamente y volaban entre los árboles. En torno a las tiendas, en un espacio de más de dos deciatinas, se hallaban unos hombres manchados de sangre, vestidos de diversos modos, que permanecían tendidos, sentados o de pie. Cerca de los heridos se estacionaban los soldados que, conducían las camillas, a los cuales los oficiales daban en vano la orden de apartarse.

Sin obedecer a los oficiales, los soldados quedábanse apoyados en las camillas, y con la mirada fija, como si trataran de comprender la importancia del espectáculo, miraban lo que ocurría delante de ellos. De las tiendas salían a veces gemidos agudos e iracundos, pero otras veces eran plañideros. De vez en cuando, los enfermeros iban por agua e indicaban cuáles habían de ser trasladados. Los heridos que aguardaban turno, cerca de la tienda, gemían, lloraban, gritaban, pedían aguardiente, y algunos deliraban.

Pasando por encima de los heridos todavía no curados, condujeron al príncipe Andrés, jefe de regimiento, al lado de una de las tiendas, y los soldados quedáronse esperando órdenes. El príncipe Andrés abrió los ojos, pero durante mucho rato no pudo comprender qué ocurría a su alrededor: el campo, la absenta, la tierra, la bala negra dando vueltas y su anhelo apasionado por la vida volviéronle la memoria. A dos pasos de él, un suboficial alto y fuerte, de cabellos negros, con la cabeza vendada, que se apoyaba en un tronco, hablaba fuerte llamando la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y en la pierna. A su alrededor, una multitud de heridos y conductores de camillas escuchaban ávidamente sus palabras.

- ¡Cuando los hemos echado de allí, lo han abandonado todo, y hemos cogido prisionero al rey! - gritaba el soldado mirando a su alrededor con ojos brillantes -. Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, te aseguro que no queda ni rastro. Estoy convencido, yo te digo…

El príncipe Andrés, como todos los demás que escuchaban al narrador, mirábale con ojos brillantes y experimentaba un sentimiento consolador: «Pero ¿qué me importa? ¿Qué debe ocurrir allá abajo? ¿Por qué sentimos tanto el dejar esta vida…? ¿Existe en la vida algo que no comprendía y que todavía no comprendo?», pensaba.

Colección integral de León Tolstoi

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