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XII

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Cuando, después de recorrer varias callejuelas, llegó con su carga junto al jardín de Gruzinski, en una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de momento el sitio de donde había partido en busca de la niña. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de las llamas. Además de las familias rusas que llegaban huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con uniformes distintos. Pedro no les prestó atención. Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la niña a su madre y seguir salvando vidas. Le parecía que tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lo más deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentía ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de animación, de resolución, que se habían despertado en él cuando salió en busca de la niña. Ésta, apaciguada, se asía con sus manitas al caftán de Pedro, que la tenía sentada en su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un animalejo salvaje.

Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreía. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeño y enfermizo una conmovedora expresión de inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rápidamente entre el gentío mirando los rostros que encontraba a su paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental, vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus finas cejas negras, su rostro alargado, de expresión muy dulce aunque algo fría.

Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje color lila claro, con el que se cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada sobre la nieve. Estaba sentada sobre los paquetes, detrás de la anciana, y sus grandes ojos negros, inmóviles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se advertía que tenía miedo porque sabía que era hermosa. Su rostro llamó la atención a Pedro y, no obstante la prisa con que pasó por donde ella se hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla. No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y mujeres, a quienes llamó la atención, le rodearon.

- ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es gentilhombre? ¿De quién es esa niña? - le preguntaron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su familia, y preguntó si alguien conocía su paradero.

- Habla de los Enferov, sin duda - dijo un viejo dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.

- No - repuso ella -. Los Enferov partieron muy de mañana. Debe de tratarse de los Ivanov o de María Nikolaievna.

-Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer: María Nikolaievna es una señora - objetó un lacayo.

- Quizá la conozca usted - explicó Pedro -. Es muy delgada y tiene los dientes largos.

- Sí, es María Nikolaievna. Salió del jardín a la llegada de esos lobos-dijo la mujer señalando a los soldados franceses.

- ¡Sálvanos, Señor! - murmuró el anciano.

- Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por ahí - manifestó la mujer.

Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre pequeño, de movimientos vivos, vestía un capote azul ceñido por una cuerda. Iba descalzo y se cubría la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que atrajo especialmente la atención de Pedro, era delgado, rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones azules y botas altas bastante viejas. El francés bajito del capote azul se acercó a los armenios, murmuró algo, asió las piernas del viejo y empezó a quitarle las botas. El otro se paró ante la bella armenia y la miró en silencio, inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos.

- Toma, toma a la niña - dijo Pedro a la mujer con acento imperioso entregándole la criatura -. Tú la devolverás. Tómala - exclamó inclinándose para dejarla sentada en el suelo. La niña lloraba. El miró al francés y a la familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francés bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.

Mas Pedro no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. Toda su atención se concentraba en el francés del capote de lana, que en aquel momento, contoneándose, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella armenia, que seguía inmóvil y en la misma postura, con los grandes ojos bajos, no parecía ver ni sentir lo que hacía el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le separaban del francés, el merodeador alto del capote arrancó el collar de la armenia, que lanzó un grito, llevándose una mano al cuello.

- ¡Suelta a esa mujer! - ordenó Pedro en un tono terrible asiendo por los hombros al soldado y empujándole. Este cayó y, levantándose, echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de sí las botas, tiró del sable y cargó furioso contra Pedro.

- ¡Nada de tonterías! - exclamó.

Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francés y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le derribó y comenzó a golpearle con los puños. La multitud que le rodeaba lanzó un grito de aprobación, pero en aquel preciso instante desembocó en el jardín un destacamento de ulanos franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a Pedro y al francés.

Pedro no sabía a ciencia cierta lo que sucedió después. Creía recordar que había pegado a alguien y que otros le habían pegado a él después de atarle las manos y mientras un nutrido grupo de soldados le rodeaba.

- Lleva un puñal, teniente - fueron las primeras palabras que comprendió.

- ¡Ah! Un arma - repuso el oficial, y, dirigiéndose al soldado que habían cogido a la vez que a Pedro, añadió-: Bueno. Ya explicaréis todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla usted francés? - preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y no contestó.

- Que venga el intérprete.

Un hombre vestido de paisano salió de las filas. Pedro reconoció por él, por el traje y por el acento, a un francés que trabajaba en un comercio de Moscú.

- No tiene el aire de un hombre del pueblo - observó mirando al detenido.

- Yo creo que tiene aspecto de incendiario - repuso el oficial -. Pregúntele quién es.

- ¿Quién eres? - interrogó el intérprete -. Responde a los superiores.

- Soy vuestro prisionero - repuso de pronto Pedro en francés -. Llevadme a donde os parezca.

La multitud se apiñaba alrededor de los ulanos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la niña en brazos. Cuando el destacamento se puso en marcha, ella avanzó también y preguntó al prisionero:

- ¿Adónde le llevan? ¿Y dónde dejaré a la niña si no encuentro a sus padres?

- ¿Qué quiere esa mujer? - inquirió el oficial.

Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se acentuó al ver a la niña que había salvado.

- ¿Que qué dice? - contestó -. Me trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas. ¡Adiós!

Y sin saber cómo se le había ocurrido decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y arrogante entre los franceses que lo conducían.

El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel recorrían las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, según la opinión que tenían los jefes franceses en aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad. El destacamento recorrió varias calles todavía y detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos seminaristas, un campesino, un criado y después a algunos merodeadores. Pero el más sospechoso era Pedro. Cuando llegaron a la prisión militar, instalada en un gran edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo una guardia muy severa.

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