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VI

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En la casa convertida en prisión adonde se condujo a Pedro, lo mismo el oficial que los soldados que le detuvieron adoptaban una actitud hostil y respetuosa al mismo tiempo cuando le dirigían la palabra. Por el modo que tenían de tratarle se veía que seguían sin descubrir su posición social (podía ser hombre rico e importante), y si le demostraban animosidad era por la lucha reciente, cuerpo a cuerpo, que acababan de sostener con él.

Mas cuando, a la mañana siguiente, fueron reemplazados por la nueva guardia, Pedro reparó en que ni el oficial nuevo ni los nuevos soldados le concedían la menor importancia. En aquel burgués de formas macizas, vestido con un caftán como un mujik, no veían al héroe que se batió la víspera con los merodeadores y que salvó a la niña, sino únicamente a un ruso más; el número diecisiete, de los detenidos por orden de la autoridad superior. Pedro se destacaba, no obstante, por su aire tranquilo y reconcentrado y por su francés, que hablaba correctamente. Aquel mismo día le unieron a los demás detenidos sospechosos, porque la habitación que ocupaba le hizo falta al oficial.

Todos sus compañeros eran hombres de condición inferior y se apartaban de él, sobre todo porque hablaba en francés. Pedro los oyó con tristeza burlarse de su persona.

Al día siguiente por la tarde supo que los detenidos (y probablemente él entre ellos) serían juzgados como incendiarios.

Al tercer día los condujeron a todos a una casa y los colocaron delante de un general francés de blanco bigote, de dos coroneles y de varios oficiales con los brazos en cabestrillo. Con esa precisión que caracteriza a interrogatorios de esta especie, se les dirigió por separado las preguntas siguientes: «¿Quién eres?», «¿Dónde estabas?», «¿Qué hacías allí?», etcétera.

A la pregunta «¿Qué hacías cuando te detuvieron?», Pedro repuso con cierto aire melodramático que iba a devolver a sus padres a una niña que acababa de salvar de las llamas.

- ¿Por qué te batiste con el merodeador?

-En defensa de una mujer. El deber de todo hombre honrado es…

Le interrumpieron para decirle que aquellas consideraciones no tenían nada que ver con su asunto.

- ¿Qué hacías en el patio de la casa incendiada donde te vieron varios testigos?

- Quería ver lo que pasaba en Moscú - respondió.

Entonces volvieron a interrumpirle.

A continuación se le preguntó adónde iba, por qué estaba cerca del incendio y quién era. De paso se le recordó que ya se había negado a dar su nombre.

Pedro dijo de nuevo que no podía responder a la pregunta.

- Eso no está bien - dijo severamente el general del blanco bigote y el rostro rubicundo.

Al cuarto día comenzó el incendio por las murallas Zubovski. Pedro y sus compañeros fueron trasladados a Krimski-Brod y encerrados en un almacén.

Al pasar por las calles, el prisionero se sintió asfixiado por el humo que llenaba la ciudad entera. En diversos puntos se veían incendios. Pedro, que no comprendía aún el significado de la destrucción de la ciudad, contempló con horror las llamas.

El 8 de septiembre se condujo a los prisioneros, por el campo Devitche, situado a la derecha del convento de monjas, a un punto en que se alzaba un poste. Detrás del poste había una fosa recién abierta y, cerca de ella, un gran gentío. Se componía éste de unos cuantos rusos y de gran número de soldados de Napoleón: alemanes, italianos y franceses, todos con traje militar. A derecha e izquierda del poste había una fila de tropas francesas vestidas con uniforme azul de charretera roja, cascos y morriones.

Una vez colocados los acusados por el orden que indicaba la lista (Pedro era el sexto) se les mandó que se acercaran al poste. De pronto, los tambores redoblaron a ambos lados del campo, y a su son creyó Pedro que se le desgarraba el alma. Perdió la capacidad de pensar; únicamente veía y oía. Su alma sentía un solo deseo: que acabase lo antes posible la terrible cosa que iba a ocurrir. Miró con atención a sus camaradas. Los dos del extremo habían sido rasurados en la prisión; uno era alto, delgado; el otro, moreno, velludo, musculoso, de nariz aplastada; el tercero era un criado de cuarenta y cinco años, de cabello gris, grueso y bien alimentado; el cuarto, un campesino muy guapo, de barba rubia y larga y ojos negros; el quinto, un obrero de fábrica, muchacho pobre y enclenque, de dieciocho años, vestido como un carpintero.

Pedro oyó que los franceses hablaban de si debía fusilarse a los prisioneros de uno a uno o de dos en dos.

- ¡De dos en dos! - decidió fríamente el oficial.

La fila de soldados cobró súbito movimiento. Todos se daban prisa, no como quien va a realizar un acto que todo el mundo comprende y aprueba, sino como quien desea acabar pronto una tarea desagradable, necesaria y poco comprensible.

Un funcionario francés que lucía una faja se acercó a la hilera de prisioneros y les leyó la sentencia en ruso y en francés. Luego, cuatro soldados franceses se acercaron a los presos y, por indicación del oficial, se llevaron a los dos del extremo. Los condenados avanzaron hasta llegar junto al poste; allí se detuvieron y, mientras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron a su alrededor, en silencio, como bestias salvajes a las que acosan los cazadores. Uno de ellos se persignaba sin cesar; el otro se rascaba la espalda y sus labios simulaban una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos con los sacos y los sujetaron al poste. Pedro les volvió la espalda para no ver lo que iba a suceder. De improviso sonó un chasquido, luego un ruido semejante al más horrísono de los truenos; así se lo pareció a Pedro, que se volvió de frente. Pálidos, con las manos trémulas, los franceses hacían algo junto a la fosa. Luego se llevaron a los dos presos siguientes. Éstos miraban a todos en silencio; sus ojos pedían auxilio en vano y no parecían comprender ni creer en lo que iba a ocurrir.

No podían creerlo porque sólo ellos sabían el significado de su propia vida. De aquí que no concibieran que se la pudiesen arrebatar.

Pedro, que no quería ver, se volvió de nuevo, pero una detonación espantosa le desgarró los tímpanos y, al propio tiempo, divisó el humo, la sangre, los rostros pálidos y espantados de los franceses, que volvían a maniobrar junto al poste y con manos temblorosas se empujaban unos a otros. Pedro suspiró con fuerza y echó una mirada a su alrededor, como si preguntara: «¿Qué significa esto?» La misma pregunta se leía en todas las miradas que se tropezaban con la suya.

En las caras de los rusos, en las de los soldados franceses, en las de los oficiales, en todos los rostros sin excepción, se leía el mismo horror, el mismo miedo, la misma lucha que se entablaba en su alma. «¿Para qué hacer esto?»

«Todos sufren como yo. ¿Quién habrá mandado esto, quién, quién habrá sido?», se decía Pedro.

- ¡Tiradores del ochenta y seis, adelante!-gritó una voz.

A continuación se llevaron solo al quinto prisionero, el que estaba al lado de Pedro.

Este se dio cuenta de que estaba salvado y de que le habían llevado allí sólo para que presenciara las ejecuciones. Era evidente que se habían enterado de que era un personaje, cuyo fusilamiento habría podido originar complicaciones.

Con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad, observaba lo que sucedía ante él. El quinto sentenciado era el obrero.

En cuanto le tocaron dio un salto y se asió a Pedro, que se estremeció y se desprendió de él.

El obrero no pudo andar solo. Tuvieron que cogerlo por debajo de los sobacos, y murmuró palabras ininteligibles. Al colocarle ante el poste calló de pronto. ¿Se daba cuenta de que clamaba en vano o creía imposible que fueran a matarle? Se quedó quieto junto al poste, esperando a que le vendaran los ojos, como a sus compañeros, mientras miraba a la multitud con ojos brillantes. Pedro no pudo volverse esta vez ni cerrar los ojos. Su curiosidad y su emoción llegaban al límite, como la de todos los presentes. El quinto preso estaba ya tan tranquilo, al parecer, como los anteriores. Se cruzó el abrigo y con uno de los pies descalzos se frotó el otro.

Cuando le vendaron los ojos se arrancó el trapo. El nudo le hacía daño. Al atarle al ensangrentado poste se inclinó, pero como se hallaba incómodo en aquella postura se enderezó y se apoyó en él con las piernas rígidas.

Pedro no le perdió de vista y observaba hasta sus menores movimientos. Es probable que los demás oyeran la voz de mando, así como el disparo de los ocho fusiles. Pedro no percibió nada, únicamente vio inmovilizarse al obrero, mientras dos manchas de sangre aparecían en dos puntos de su cuerpo. Vio también ponerse muy tirantes las cuerdas bajo el peso de su cuerpo y que él doblaba de manera anormal la cabeza y las piernas y, luego, que caía al suelo.

Nadie impidió que Pedro se acercara al poste. Unos hombres pálidos trabajaban a su alrededor. La mandíbula inferior de un viejo y bigotudo francés temblaba mientras deshacía los nudos de la cuerda. El cuerpo de la víctima se contraía. Los soldados le arrastraron con torpeza, apresuradamente, hasta el otro lado del poste y le echaron a la fosa.

Aquellos soldados sabían que eran unos criminales y se apresuraban a ocultar las huellas de sus crímenes.

Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo al obrero con las rodillas dobladas a la altura de la cabeza y un hombro más alto que otro. Este hombro se alzaba y bajaba nerviosamente.

Pero ya la tierra caía sobre los cuerpos. Un soldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no entendió lo que le ordenaban y siguió junto al poste, sin que nadie le echase de allí. Cuando la fosa quedó cubierta por completo, se oyó una orden. Se llevaron a Pedro a su sitio y las tropas francesas, que seguían inmóviles junto al poste, dieron media vuelta y desfilaron ante él. Veinticuatro tiradores con los fusiles descargados se acercaron allí mientras desfilaban las compañías ante ellos.

Pedro contempló con ojos apagados a los tiradores, que, de dos en dos, salían del circulo.

Todos menos uno se unieron a sus camaradas. Un soldado joven, pálido como un muerto, tocado con un casco y con el fusil en la mano, permanecía delante de la fosa, en el mismo sitio donde había disparado. Se tambaleaba como un borracho; sus piernas avanzaban y retrocedían para sostener su cuerpo vacilante. Un viejo soldado, un suboficial, salió de las filas, cogió al soldado por un hombro y lo hizo entrar en ellas. La multitud, compuesta de rusos y franceses, se dispersó. Todos marchaban en silencio, con la cabeza baja.

-Esto les enseñará a no ser incendiarios… - comentó un francés.

Pedro se volvió al que hablaba; observó que era un soldado que quería olvidar lo que acababa de hacer, sin conseguirlo. Hizo un ademán y se fue.

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