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XXI

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Uno de los médicos, con el delantal y las manos llenos de sangre, salió de la tienda con un cigarro, cogido, para no mancharlo, entre el dedo pulgar y el auricular. Levantó la cabeza y miró por encima de los heridos. Evidentemente, salía a respirar un poco. Después de volver la vista a derecha y a izquierda, gimió y bajó la vista.

- ¡Vamos, enseguida! -respondió a las palabras del enfermero que le señalaba al príncipe Andrés, ordenando que le condujeran al interior de la tienda.

De entre la multitud de heridos que aguardaban se levantó un rumor.

- Por lo que se ve, hasta en el otro mundo los señores se dan mejor vida - dijo alguien.

El príncipe Andrés fue trasladado a la tienda y colocado sobre una mesa limpia, de la que el enfermero hacía escurrir algo. El príncipe Andrés no podía discernir todo lo que se hacía dentro de la tienda: los lastimeros gemidos que oía a su alrededor y los dolores intolerables de su espalda y de su abdomen le distraían. Todo lo que veía allí confundíase en una impresión general de cuerpos humanos desnudos, llenos de sangre, que cubrían el suelo de la tienda.

En la tienda había tres mesas: dos estaban ocupadas. Colocaron al príncipe Andrés sobre la tercera. Le dejaron un momento, y, sin proponérselo, vio lo que pasaba en las otras mesas. En la que estaba más cerca veíase extendido un tártaro, probablemente un cosaco, según se podía deducir por el uniforme que tenía cerca. Cuatro soldados le sujetaban. El médico, con lentes, hacía algo en su cuerpo moreno y musculoso.

- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! - gritaba el tártaro. Y de pronto, mostrando su cara musculosa, negra, de nariz breve y dientes blancos, empezó a debatirse, a agitarse, a lanzar gritos estridentes. Sobre la otra mesa, rodeado de muchas personas, con la cabeza echada hacia atrás - el color del cabello rizado y la forma de la cabeza le parecían extrañamente conocidos al príncipe Andrés -, estaba otro hombre. Algunos enfermeros le aguantaban, apoyándose sobre su pecho. Una de sus piernas, larga y blanca, se agitaba continuamente en un temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se cubría. Dos médicos silenciosos - el uno estaba pálido y temblaba - hacíanle algo en la otra pierna, de un color rojo subido.

Cuando hubieron acabado con el tártaro, sobre el que extendieron una manta, el doctor de los lentes se acercó al príncipe Andrés mientras se secaba las manos.

Al ver la cara del príncipe Andrés se volvió rápidamente.

- ¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí como unos pasmados? - gritó severamente a los enfermeros.

La imagen de, su primera infancia apareció en la memoria del príncipe Andrés cuando el enfermero, con mano inhábil y subidas las mangas, le desabrochó el uniforme y le quitó la ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la tocó, dio un profundo suspiro y enseguida llamó a alguien. El espantoso dolor en el abdomen había hecho perder el sentido al príncipe Andrés. Cuando volvió en sí ya tenía fuera los trozos rotos de fémur, un trozo de carne destrozada, y limpia la herida; le echaban agua sobre la cara. Así que abrió los ojos, el doctor se inclinó ante él, besándole, y se alejó rápidamente.

Después de tanto padecer, el príncipe Andrés experimentó un bienestar como no había experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, particularmente la infancia más lejana, cuando le desnudaban y le metían en la cama y la vieja criada le cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida entre almohadas, se sentía feliz con la sola conciencia de la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad presente.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza no era desconocida del príncipe Andrés, los médicos trabajaban. Le levantaron, procurando calmarle.

- ¡Enseñádmela! ¡Oh, oh, oh!

Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos de espanto y de resignación ante el dolor.

Al oír aquellos gemidos, el príncipe Andrés quiso llorar. Y fuera porque moría sin gloria o porque sentía separarse de la vida, ya fuera a causa de los recuerdos de su infancia, desaparecidos para siempre, o bien porque padeciera con el dolor de los demás y por aquellos plañideros gemidos, hubiera querido llorar con lágrimas de niño, dulces, casi alegres.

Enseñaron al herido su pierna cortada, calzada todavía y con la sangre seca.

- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! -lloriqueó como una mujer.

El doctor, de pie ante el herido, evitaba que Andrés pudiera verlo, al que se apartó.

«¡Dios mío! ¿Qué es esto?», se dijo el príncipe Andrés.

En el hombre desgraciado que lloraba, y al cual acababan de cortarle la pierna, el príncipe Andrés creyó reconocer a Anatolio Kuraguin. Sostenían a Anatolio por la axila, mientras le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde casi no podía coger con sus temblorosos e hinchados labios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡Sí, es él! ¡Sí, este hombre está ligado a mí por algo íntimo y doloroso!», pensó el príncipe Andrés sin reconocer todavía del todo al que se encontraba delante de él. «¿Qué lazo existe entre este hombre, mi infancia y mi vida?», se preguntaba, sin encontrar respuesta. De pronto un recuerdo nuevo, inesperado, del dominio de la infancia, puro y amoroso, se presentó al príncipe Andrés. Recordaba a Natalia tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su fino cuello, sus brazos, su cara resplandeciente y asustadísima, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su ternura para con ella se despertaron más fuertes que nunca en su alma. Ahora recordaba qué lazo existía entre él y aquel hombre que, a través de las lágrimas que le inflamaban los ojos, le miraba vagamente. El príncipe Andrés se acordó de todo: y la piedad y el entusiasmo y el amor por aquel hombre le llenaron de alegría el corazón.

El príncipe Andrés no pudo contenerse más. Lloraba lágrimas dulces, amorosas, por los demás, por sí mismo, por los errores ajenos, por los errores propios.

«La misericordia, el amor por los demás, el amor por los que nos aman, el amor por los que nos odian, el amor por nuestros enemigos. Sí, este amor que Dios ha predicado en la tierra es el mismo que me enseñaba la princesa María y que yo no sabía comprender. Por esto siento abandonar la vida. He aquí lo que en mí habría si viviera, pero es ya demasiado tarde, lo sé.»

Colección integral de León Tolstoi

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