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DUODÉCIMA PARTE I

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En las altas esferas de San Petersburgo, la complicada lucha entre los partidarios de Rumiantzev, de los franceses, de María Fedorovna, del Gran Duque heredero y tantos otros bandos proseguía sin interrupción, ahogada, como siempre, por el ruido de los zánganos de la Corte. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila, lujosa, en la que nadie se cuidaba sino de visiones y reflejos, seguía su curso ordinario, y, a través de ella, había que hacer grandes esfuerzos para reconocer el peligro, la difícil situación en que el pueblo ruso se hallaba. Siempre las mismas salidas, los mismos bailes, el mismo teatro francés, los mismos intereses de cortesanos, las mismas intrigas. En los círculos más elevados se trataba únicamente de comprender las dificultades de la situación. Se contaba, muy bajito, que en aquellas críticas circunstancias las dos emperatrices habían procedido de manera distinta. La emperatriz María Fedorovna, cuidadosa del bienestar de los establecimientos educativos y de beneficencia que presidía, había ordenado que se enviasen a Kazán todos los beneficiados, y los bienes de estos establecimientos estaban ya embalados. La emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió, cuando se le preguntó qué ordenes se dignaba dar, que no podía dar órdenes relativas a las instituciones del Estado, porque dependían del Emperador, y en cuanto a lo que le concernía directamente, mandó decir que sería la última en salir de San Petersburgo.

El 26 de agosto, día de la batalla de Borodino, Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezukhov. Había enfermado repentinamente días antes; desde entonces faltaba a las reuniones que siempre había engalanado con su presencia, y se decía que no recibía a nadie y que, prescindiendo del célebre médico de San Petersburgo que la cuidaba de ordinario, se había puesto en manos de un doctor italiano, que la trataba de acuerdo con un método nuevo y extraordinario.

- La pobre Condesa está muy enferma. El médico dice que se trata de una angina de pecho.

- ¿Angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedad terrible!

La palabra «angina» se repetía con placer.

- ¡Oh! Sería una pérdida terrible. Es una mujer tan encantadora…

- ¿Hablan de la pobre Condesa? - preguntó Ana Pavlovna acercándose a los comentaristas -. A mí me han dicho, cuando he mandado a preguntar, que está un poco mejor. Es sin duda la mujer más encantadora del mundo - añadió, sonriendo ante su propio entusiasmo -. Pertenecemos a campos distintos, pero ello no me impide apreciarla como se merece. ¡Es tan desgraciada!

Suponiendo que las palabras de Ana Pavlovna levantaban un poco el velo misterioso de la enfermedad de la Condesa, un joven imprudente se permitió expresar su asombro al saber que no se había llamado a ningún médico conocido y que la paciente se dejaba cuidar por un charlatán que podía recetar remedios milagrosos.

- Sus informes pueden ser mejores que los míos - dijo Ana de pronto, atacando al inexperto joven-, pero sé de buena tinta que ese médico es muy hábil y competente. Ha asistido a la reina de España.

Y luego de fulminar así sus rayos contra el joven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, en otro grupo y con el ceño fruncido, se disponía a hablar de los austriacos.

Los invitados de Ana siguieron comentando la situación de la patria e hicieron diversas suposiciones sobre el resultado de la batalla que debía librarse aquellos días.

-Mañana, aniversario del nacimiento del Emperador - concluyó Ana Pavlovna -, tendremos buenas noticias; ya lo verán ustedes. Es un presentimiento.

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