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IV
ОглавлениеAl llegar a Moscú, después de su encuentro con Rostov, la princesa María halló allí a su sobrino, con el preceptor y una carta del príncipe Andrés en que éste le trazaba su itinerario a Voronezh y le hablaba de tía Malvintzeva. Las peripecias del viaje, la inquietud que le inspiraba el estado de su hermano, la instalación en una nueva casa, entre caras nuevas, la educación de su sobrino, todo esto ahogaba en el alma de la Princesa el sentimiento, muy parecido a la tentación, que la atormentó durante la enfermedad de su padre y después de su fallecimiento, y especialmente a raíz de su encuentro con Rostov. Se sentía trastornada. Tras un mes de vida tranquila, experimentaba con mayor intensidad la impresión de la pérdida de su padre, al unirse en su alma a la pérdida de Rostov. La sola idea de los peligros que corría su hermano, único pariente que le quedaba, la atormentaba sin cesar. La inquietaba la educación de su sobrino, porque se veía incapaz de dársela. Pero en el fondo de su alma albergaba una satisfacción que nacía de la conciencia de haber acallado sus sueños y esperanzas relacionadas con la aparición de Rostov.
Al día siguiente de la fiesta, la esposa del gobernador llegó a casa de la señora Malvintzeva, y después de hablar de sus proyectos con la tía de la Princesa, haciendo la observación de que si, dadas las circunstancias, no se podía pensar en unos esponsales oficiales, sí que podía reunirse a los dos jóvenes con objeto de que se conocieran más a fondo y de recibir su aprobación; hizo en presencia de la princesa María el elogio de Rostov y contó que se había ruborizado al oír hablar de ella. Entonces ésta experimento no una alegría sincera, sino un sentimiento enfermizo. Su equilibrio interior no existía ya, y nuevos deseos, nuevas dudas, nuevas esperanzas, se despertaban en ella.
Durante los dos días que mediaron entre esta entrevista y la visita de Rostov, la princesa María no dejó de pensar en la actitud que debía adoptar. Tan pronto resolvía no salir al salón cuando llegara él, diciéndose que no era correcto que, llevando luto, recibiera invitados, como pensaba que esta conducta resultaría descortés después de lo que Nicolás había hecho por ella. Se dijo que su tía y la esposa del gobernador forjaban proyectos sobre ella y Rostov (sus miradas, sus palabras, parecían confirmar esta suposición) y que estos proyectos les incumbían únicamente a los interesados; y luego pensó que sólo a ella, espíritu perverso, podían ocurrírsele y no olvidaba que en su situación - todavía no se había despojado de sus crespones - sus esponsales constituirían una ofensa para ella y para la memoria de su padre. Después de decidir por fin que se presentaría ante Rostov, se imaginó lo que diría él y lo que ella respondería. Y estas palabras le parecían ora frías y fútiles, ora demasiado importantes.
Temía, sobre todo, que él supusiera que la molestaba. Pero cuando el domingo, -terminada la misa, anunció el criado en el salón la llegada del conde Rostov, la Princesa no dio muestras de sentirse disgustada. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor y una nueva y resplandeciente luz iluminó sus pupilas.
- ¿Le has visto, tía? - interrogó con voz tranquila, sin saber ella misma cómo podía permanecer tan serena y natural.
Al aparecer Rostov, bajó un momento la cabeza, a fin de dar tiempo al visitante para que saludara a su tía. La levantó cuando Nicolás se dirigió a ella, y correspondió a su mirada con los ojos brillantes. Con un movimiento lleno de dignidad y de gracia, con una alegre sonrisa, se levantó, le tendió su fina y suave mano y le habló con una voz que por vez primera tenía un matiz femenino. La señorita Bourienne, que se encontraba también en el salón, la miró con asombro. Ni la coqueta más hábil hubiese maniobrado mejor al enfrentarse con un hombre al que quisiera agradar.
«No sé si es que el negro le sienta bien o que se ha embellecido sin que yo me haya dado cuenta… ¡Qué tacto, qué gracia!», pensaba la señorita Bourienne.
Si en aquellos momentos hubiera podido reflexionar, la Princesa se habría sorprendido más que la señorita Bourienne del cambio que se había operado en ella. Desde que su vista se posó en aquel encantador y amado rostro, una nueva fuerza vital se posesionó de ella y la hizo hablar y actuar contra su voluntad. Su rostro se había transformado de súbito al aparecer Nicolás. Así como los cristales pintados de un farolito permiten ver, cuando se encienden de improviso, el trabajo artístico que poco antes parecía grosero y falto de sentido, se transfiguró de pronto el rostro de la princesa María. Por vez primera se exteriorizaba aquel trabajo puro, espiritual, que había realizado en secreto. Todo este trabajo interior, todos sus sufrimientos, sus aspiraciones hacia el bien, la sumisión, el amor, el sacrificio, brillaban ahora en sus radiantes ojos, en su fina sonrisa, en cada rasgo de su dulce semblante.
Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta claridad como si la conociera de toda la vida. Advirtió instintivamente que el ser que tenía delante era distinto y superior a todos los que había conocido hasta aquel momento y, sobre todo, mejor que él mismo.
Cuando le hablaban de la Princesa o cuando pensaba en ella, se ruborizaba y se turbaba; en cambio, en su presencia se sentía despreocupado y animoso. No dijo nada de lo que llevaba preparado, sino cuanto pasó por su magín, lo cual fue, por cierto, lo más oportuno.
La Princesa no salía de casa por el luto, y Nicolás no juzgó conveniente prodigar sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguía madurando sus proyectos. Hablaba a Nicolás de las lisonjas que le dedicaba la Princesa, y a ésta de las que le dedicaba Nicolás. Especialmente insistió en que el joven tuviera una conversación a solas con ella. Por fin arregló una entrevista entre los dos, después de la misa, en casa del arzobispo.
Pero Rostov objetó que no tenía por qué mantener aquel diálogo y no quiso prometer su asistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit, donde jamás se atrevió a preguntar a los demás si lo que juzgaban bueno lo era en realidad, ahora, tras una lucha breve pero franca entre la tentación de ordenar su vida de acuerdo con la razón o de someterse dócilmente a las circunstancias, escogió lo último, cediendo a lo que le atraía irremisiblemente. Sabía que no estaba bien hablar de amor a la Princesa después de la promesa hecha a su prima, y jamás lo haría, pero sabía igualmente que si se dejaba llevar por las personas que le dirigían no sólo no cometería ninguna mala acción, sino que haría algo importante, lo más importante de todo lo que había hecho hasta entonces.
Tras su entrevista con la Princesa, su vida exterior no cambió, pero todos los placeres de que gozó antes perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en María, pero no como pensaba en todas las jóvenes, sin excepción, de la esfera que frecuentaba; tampoco recordaba ya con tanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a Sonia. Como todos los jóvenes decentes, había querido ver en cada una de ellas a una esposa, y en su imaginación las había dotado de las cualidades que son indispensables para la vida conyugal. Las veía vestidas con una bata blanca, delante del samovar, en coche, con los niños, con papá y mamá; se representaba sus relaciones con ellas…, y éstas perspectivas le eran agradables. Cuando pensaba en la princesa María, con quien quería casarse, no acertaba a imaginar ningún episodio de su vida en común, y cuando trataba de representárselo, le parecía ficticio.