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IX
ОглавлениеUn criado le dio al Conde la noticia. Este se puso la bata y salió al exterior para contemplar el incendio. Sonia, que aún no se había desvestido, salió también. Natacha y la Condesa se quedaron en la habitación (Petia no acompañaba a sus padres: se había adelantado a su regimiento, que marchaba hacia la Trinidad).
Al saber que ardía Moscú, la Condesa se echó a llorar. Natacha, pálida, con la mirada fija, se sentó en un banco bajo los iconos; no prestó atención a las explicaciones de su padre. Escuchaba los gemidos del ayudante de campo, que, aunque el herido distaba de ellos tres casas, se oían con claridad.
- ¡Qué horror! - exclamó Sonia volviendo del patio transida y asustada -. Creo que está ardiendo todo Moscú. El resplandor es inmenso. Natacha, mira por aquí; se ve ya desde la ventana - dijo para distraer a su prima.
Pero Natacha la miró como si no comprendiera sus palabras y volvió a posar la vista en la estufa. Desde por la mañana, cuando Sonia, suscitando el despecho y el asombro de la Condesa, creyó necesario, sin que se supiera por qué, notificar a Natacha que el príncipe Andrés estaba herido e iba en el convoy, estaba sumida en un estado de estupor. La Condesa se había enfadado con Sonia de un modo desacostumbrado; Sonia lloró y le pidió perdón, y ahora, como no podía borrar su falta, se ocupaba de su prima sin cesar.
- ¡Mira cómo arde, Natacha!
- ¿Qué es lo que arde? ¡Ah, sí! Moscú…
Y como si no quisiera ofender a Sonia y deseando, además, que la dejara tranquila, Natacha se acercó a la ventana y luego volvió a sentarse.
- ¡Pero si no has visto nada!
- Sí, sí, lo he visto - repuso con acento de súplica.
Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la Condesa comprendieron que ni Moscú ni el incendio le importaban lo más mínimo en aquellos momentos.
El Conde se retiró tras el biombo y se acostó. La Condesa se aproximó a Natacha, le tocó la cabeza como hacía siempre que estaba enferma y enseguida, apoyando los labios en su frente para comprobar si ardía, la besó.
- Tienes frío, estás temblando. Acuéstate.
- ¿Qué me acueste? Sí, bueno. Enseguida, enseguida voy.
Al saber, por la mañana, que el príncipe Andrés iba con ellos, se hizo numerosas preguntas: «¿Dónde tendrá la herida? ¿Cómo le habrán herido? ¿Estará grave? ¿Podré verle?» Mas, al enterarse de su gravedad, aunque no corría peligro su vida, y de que no le permitirían que lo visitara, sin creer nada de lo que le decían, es más, convencida de que le dirían siempre lo que no era, dejó de hablar y de hacer preguntas. Durante todo el día, con los ojos muy abiertos, expresión que ya conocía y temía la Condesa, permaneció inmóvil en un rincón del coche. E inmóvil seguía ahora sentada en el banco donde se había dejado caer a su llegada. Pensaba en algo que resolvía o que había resuelto ya en su interior. La Condesa estaba segura de ello. ¿Qué sería? Lo ignoraba, y ello la atormentaba y la llenaba de inquietud.
-Desnúdate, Natacha, hijita, y acuéstate en mi cama.
Sólo la Condesa dormía en un lecho. Las dos muchachas lo hacían sobre paja desparramada en el suelo de madera.
- No, no, mamá. Me echaré aquí, en el suelo - replicó Natacha. Y fue a abrir la ventana.
Desde entonces los gemidos del ayudante de campo se percibieron más claramente. Natacha sacó la cabeza para aspirar el aire fresco de la noche, y la Condesa vio temblar los sollozos en su garganta.
La joven sabía que aquellos gemidos no eran del príncipe Andrés, que dormía en la isba vecina, separada de ella por un tabique, pero las lúgubres e ininterrumpidas quejas le destrozaban el corazón.
La Condesa cambió con Sonia una mirada significativa.
-Acuéstate, hijita. Acuéstate, tesoro mío – insistió dándole un golpecito en el hombro -. Ea!, acuéstate de una vez.
- ¡Ah, sí…! Me acostaré. Me acostaré enseguida.
Para ir más deprisa, Natacha se arrancó el cordón de la falda. Después de quitarse la ropa y de ponerse la de dormir, se sentó en el lecho de paja formado en el suelo, estirando las piernas, y se puso a trenzarse los cabellos. Sus finos, largos y hábiles dedos hacían rápidamente la trenza. Con un gesto característico volvía la cabeza ya a un lado, ya al otro, pero sus grandes ojos miraban siempre en línea recta. Cuando concluyó su tocado se deslizó, sin ruido, hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobre la tela que cubría la paja.
- Colócate en el centro - le indicó Sonia.
- No; aquí estoy bien - repuso ella -. Pero acostaros también vosotras - agregó con despecho. Y dejó caer la cabeza sobre la almohada.
La Condesa y Sonia se desvistieron en un abrir y cerrar de ojos y se acostaron. En la habitación no quedó más luz que la de una lamparilla; pero el patio estaba iluminado por el incendio de Mitistchi la Menor, que distaba dos verstas de allí, y se oían los gritos de los campesinos en una granja que habían destruido los cosacos del regimiento de Mamonov, así como los incesantes gemidos del ayudante de campo.
Natacha permaneció inmóvil, escuchando ruidos que llegaban hasta allí procedentes de la casa y del exterior.
Oyó la oración y los suspiros de la madre, el crujido de su lecho y la respiración acompasada de Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella no contestó.
- Debe de haberse dormido, mamá - murmuró Sonia.
Tras un breve silencio, la Condesa volvió a llamar a Natacha. Tampoco obtuvo contestación.
Poco después, Natacha oyó la respiración regular de su madre. Pero no se movió aunque tenía un pie fuera de la paja y se le helaba sobre el frío suelo.
Como si festejara su victoria sobre el mundo, surgió el «cri-crip» de un grillo de un boquete del pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro, cercano, le contestó. Los gritos habían cesado en la granja y sólo se oían los gemidos del ayudante de campo. Natacha se incorporó.
- ¡Sonia!, ¿Duermes…? ¡Mamá!
No obtuvo respuesta de ninguna de las dos. Natacha se levantó sin hacer ruido, se santiguó, y, al poner los delgados y desnudos pies sobre el suelo entarimado, éste crujió. Con la elasticidad de un gato joven, avanzó unos pasos y tocó la fría cerradura de la puerta.
Le pareció que algo pesado golpeaba las paredes de la isba. Era su corazón que palpitaba de angustia, de miedo, de amor. Abrió la puerta, franqueó el umbral y sentó la planta en la tierra fría y húmeda del vestíbulo. El frío que se apoderó de ella le serenó. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre dormido. Saltó por encima de él y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andrés. La isba estaba a oscuras. En el fondo, en un rincón, cerca de un lecho donde había alguien acostado, se fundía un trozo de bujía, semejante a una gran seta, que descansaba sobre un banco.
Desde que había sabido aquella mañana que estaba allí el príncipe Andrés había decidido ir a verle. Sabía que la entrevista sería penosa, pero, sin que supiera bien por qué, la consideraba necesaria.
Durante todo el día acarició el pensamiento de verle por la noche; y ahora, llegado el momento, se sentía sobrecogida de terror. ¿Cómo sería la herida? ¿Qué quedaría de él? ¿Estaría en un estado parecido al de aquel ayudante de campo que gemía incesantemente? Sí, así debía de ser. En su magín, era el Príncipe la personificación de aquellos gemidos pavorosos. Al distinguir en el rincón una masa confusa que tenía las rodillas levantadas bajo la manta creyó hallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvo con terror. Pero una fuerza invisible la impulsaba a seguir adelante. Dio prudentemente un paso, luego otro, y se encontró en mitad de una isba llena de gente. En el banco, bajo los iconos, había un hombre acostado (era Timokhin), y en el suelo, otros dos hombres: el médico y el ayuda de cámara.
Este último se incorporó murmurando palabras incomprensibles. Timokhin, al que mantenían desvelado los dolores de la pierna herida, contemplaba la singular aparición de aquella muchacha que se cubría con un camisón blanco, una chambra y un gorro de dormir. Las palabras temblorosas del criado: «¿Qué quiere? ¿Qué viene a hacer aquí?» apresuraron la marcha de Natacha en dirección de la persona acostada en el rincón. Por terrible que fuera el espectáculo, tenía que verlo. Pasó por delante del ayuda de cámara sin responder. La seta de sebo se dobló y Natacha vio con claridad al príncipe Andrés. Estaba acostado, con las manos puestas sobre el embozo de la sábana, tal como se lo representaba siempre.
En realidad, era el mismo, pero el rubor que la fiebre ponía en su rostro, el brillo de los ojos, que posaba en ella con entusiasmo, y sobre todo aquel cuello delgado, juvenil, que emergía del de la camisa de dormir, le daban un aire particular de inocencia que jamás le había visto. Se aproximó a él y, con un movimiento repentino, irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El le tendió la mano sonriendo.