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IV

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Fue un domingo, un hermoso y tibio día de otoño, cuando sonó la última hora de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaron como en todas las fiestas llamando a los fieles. Nadie se daba cuenta todavía de lo que a Moscú le tenía deparado el destino.

Únicamente los dos barómetros del Estado y de la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y las subsistencias, revelaban lo precario de la situación.

Obreros, criados, campesinos, formando una muchedumbre a la que se mezclaban funcionarios, seminaristas y gentileshombres, se dirigieron a primera hora a las Tres Montañas. Pero convencidos, tras permanecer allí algún tiempo, de que era inútil esperar a Rostoptchin y de que Moscú se entregaría, se dispersaron por las tabernas. Los precios que tenían las cosas aquel día indicaban lo mal que estaba la situación. El valor de las armas, del oro, de los coches, de los caballos, subía cada vez más; en cambio, el de los billetes de Banco y el de los artículos de primera necesidad bajaba incesantemente. Determinadas mercancías caras, como el terciopelo, se vendían a precios irrisorios y, sin embargo, se pagaban hasta quinientos rublos por un caballo del campo. Muebles, bronces, espejos, carecían de valor; se cedían gratis.

Empero, en la vieja y cómoda mansión de los Rostov se desconocía aún la abolición de las antiguas condiciones de vida. La numerosa servidumbre conservaba su fidelidad. Durante la noche desaparecieron tres hombres, pero ninguno había robado nada, pese a que los treinta carros que se habían cargado contenían riquezas incalculables que despertaron la codicia de más de cuatro. A cambio de ellas se había ofrecido a Rostov dinero constante y sonante. Y no sólo le ofrecieron sumas considerables por los carros, sino que también se prodigaron súplicas. Al despuntar el nuevo día y durante todo él, los heridos que se alojaban en la casa, e incluso los de las casas vecinas, enviaron a sus criados a casa del Conde para pedir un vehículo con que poder salir de la ciudad. El mayordomo a quien se dirigieron estas demandas se compadecía de los heridos, pero se negó a complacerlos bajo pretexto de no atreverse a hablar de ello con el Conde. Porque era evidente que, de haberles cedido un carro, hubiera tenido que ceder muy pronto otro, y luego el tercero, y así sucesivamente hasta el último, sin mencionar los coches de los señores. Treinta carros no bastaban, en realidad, para el transporte de tantos heridos, y por eso el mayordomo decidió pensar primero en él y en la familia.

Lo hacía en beneficio de sus amos.

Por la mañana, el primero que salió de su habitación, sin hacer ruido, para no despertar a la Condesa, que se había dormido de madrugada, fue el conde Ilia Andreievitch. Los carros, ya cargados, se hallaban en el patio; los coches, delante de la escalera de entrada. El mayordomo, de pie junto a ella, hablaba con un viejo asistente y con un pálido y joven oficial que llevaba un brazo en cabestrillo. Al divisar al Conde, el mayordomo les ordenó con un gesto severo que se alejaran.

-Bien, Vassilitch; ¿está todo dispuesto?-preguntó el Conde enjugándose la calva y mirando, benévolo, al asistente y al oficial, a los que saludó con una inclinación de cabeza, porque le gustaba ver caras nuevas.

- Sí, Excelencia. Vamos a enganchar enseguida.

- ¡Bien! La Condesa despertará; luego partiremos con la ayuda de Dios. ¿Qué desean ustedes, señores? - agregó dirigiéndose especialmente al oficial -. ¿Son ustedes de casa?

El oficial avanzó. Su rostro había enrojecido de pronto.

- Conde, se lo suplico… Le ruego…, en nombre de Dios…, que me permita acompañarle. Como nada poseo, no me importa ir dondequiera que sea. En el carro de los equipajes…, encima de ellos…, donde usted disponga.

El asistente dirigió la misma súplica al Conde en nombre de su superior.

- ¡Ah, sí! ¡Con mucho gusto! - se apresuró a responder Ilia Andreievitch -. Vassilitch, da las órdenes. Di que se vacíen dos carros,.., aquellos de allá abajo. Haz todo lo que sea preciso.

La calurosa expresión de agradecimiento que adquirió la fisonomía del oficial le afirmó en su decisión, y dirigió una ojeada a su alrededor. En el patio, en la puerta cochera, en las ventanas del pabellón, vio soldados y heridos. Todos le miraron cuando se acercó a la puerta.

- Pase a la galería, Excelencia - dijo el mayordomo -. ¿Qué debo hacer con los cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio en los carros a los heridos que desearan salir de la ciudad.

- Se puede quitar alguna cosa - dijo con un acento muy dulce, en voz baja, como si temiera ser oído.

Cuando la Condesa se despertó eran las nueve. Matrena, la vieja doncella que la asistía, le comunicó que el Conde, en su bondad, dio orden de que descargasen algunos carros para facilitar el traslado de los heridos. La Condesa mandó llamar a su marido.

- ¿He oído bien, amigo mío? ¿Por qué se descargan los carros?

- ¡Ah, querida…! Pensaba decírtelo… Verás. Ha venido un oficial a pedirme que le cediera unos cuantos vehículos de transporte para los heridos… Los objetos pueden volver a comprarse, ¿comprendes?, y ellos no pueden quedarse aquí. Ten presente que los hemos invitado a alojarse en nuestra casa y que están en el patio…

El Conde dijo todo esto con timidez.

La Condesa estaba habituada ya a aquel tono que precedía siempre a un proyecto ruinoso para sus hijos: la construcción de una galería, de un invernadero, de un teatro o de una sala para una orquesta. Estaba acostumbrada, pues, y consideraba su deber contradecirle cuando se expresaba con aquella voz temblorosa. De modo que en esta ocasión dijo a su marido, adoptando un aire de tímida sumisión:

- Escucha, querido: nos has colocado en una situación tal que ya nadie quiere dar nada por la casa y ahora te empeñas en perder también toda la fortuna de tus hijos. Tú mismo has dicho que todavía nos quedan objetos por valor de cien mil rublos. Yo no puedo consentir que se pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de los heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin se llevaron ayer cuanto les pertenecía. Es lo que hacen todos, porque no son tontos como nosotros. Si no tienes compasión de mí, tenla al menos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin pronunciar una sola palabra.

- ¿Qué hay, papá? - preguntó Natacha, que entraba en aquel momento en la habitación de su madre.

- Nada. ¡Nada que te concierna! - exclamó el Conde, irritado.

- No, pero lo he oído todo. ¿Por qué no consiente mamá?

- ¿Qué te importa a ti? - volvió a gritar el Conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó pensativa.

-Padre, ahí llega Berg - anunció después de mirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, condecorado con la orden de San Vladimiro y de Ana, y ocupaba siempre la misma posición, tranquila y agradable, de ayudante del jefe de Estado Mayor del segundo cuerpo de ejército.

El 1° de septiembre había salido para Moscú.

Llegó a casa de su suegro en su cochecito, limpio y reluciente, tirado por un par de caballos bien alimentados, dignos del carruaje de un príncipe. Cuando se detuvo en el patio, dirigió una atenta ojeada a los carros y a la puerta de entrada, sacó un limpísimo pañuelo del bolsillo y se hizo un nudo. Luego atravesó la antecámara y entró en el salón andando como un pato. Allí abrazó al Conde, besó las manos de Sonia y de Natacha y se informó del estado de salud de su suegra.

La Condesa se levantó en este momento del diván, con aire sombrío y descontento. Berg se precipitó a su encuentro para besarle la mano, se volvió a informar del estado de su salud y, después de expresarle con un ademán su compasión, se detuvo junto a ella.

- Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero no hay que inquietarse con exceso. Aun les queda tiempo para partir…

- No comprendo qué demonios hacen los criados - se quejó la Condesa dirigiéndose a su marido -. Acaban de decirme que no hay nada listo todavía. Es preciso que alguien se encargue de dirigir. ¡Acabemos de una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.

Se levantó de la silla y se acercó a la puerta.

Berg se sacó en este momento el pañuelo del bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudo se quedó pensativo. A continuación inclinó la cabeza y dijo grave y tristemente:

-Padre, deseo pedirle algo muy importante.

El Conde frunció las cejas.

- Habla con tu madre. Yo no mando aquí.

- Se trata de Vera… He adquirido para ella un armario y un tocador maravillosos…, ya sabe usted cuánto le gustan a ella estas cosas, y quisiera que me dejara usted disponer de uno de esos campesinos que he visto en el patio para que los transportara…

- ¡Bah! ¡Id al diablo! La cabeza me da vueltas. - Y el Conde salió de la habitación.

La Condesa se echó a llorar.

- Sí, mamá. Vivimos días muy duros - dijo Berg.

Natacha salió tras su padre. Primero le siguió, luego reflexionó un momento y echó a correr escaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del armamento de los campesinos que salían de Moscú.

En el patio estaban todavía los carros.

Dos estaban vacíos. Un oficial, ayudado por su asistente, subía a uno de ellos.

- ¿Sabes la causa? - preguntó Petia.

Natacha comprendió que preguntaba por qué habían reñido sus padres. Sin embargo, no contestó.

- Papá quería ceder nuestros carros a los heridos - explicó su hermano-. Me lo ha dicho Vassilitch.

- ¡Oh! ¡Es una mala acción, una cobardía! - exclamó de pronto Natacha -. Algo que no tiene nombre. ¿Acaso somos alemanes? - En su garganta temblaban los sollozos y, temiendo dejar escapar alguno en su cólera, volvió a Petia la espalda y echó a correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolaba con palabras respetuosas; el Conde, con la pipa en la mano, paseaba por la habitación. De pronto entró Natacha como un huracán, con el semblante transfigurado por la ira, y se acercó a su madre.

- ¡Es una cobardía! - exclamó -. No es posible que tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro, asustados.

-Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡Se quedan!

- Pero, ¿qué te pasa? ¿De quién hablas? ¿Qué quieres?

- ¡De los heridos! Es imposible, mamá… Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿Qué importa que se queden aquí los muebles? Mira al patio. ¡No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin volver la cabeza, escuchaba lo que decía Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su emoción, en su semblante avergonzado y comprendió por qué no estaba su marido de su parte. Con un gesto de perplejidad miró a su alrededor.

- ¡Dios mío! Hacéis de mí cuanto queréis. ¿De qué os privo yo? - exclamó sin ceder del todo.

- ¡Madrecita, paloma mía, perdóname!

La Condesa rechazó a su hija y se aproximó al Conde.

- Manda lo que sea conveniente, amigo mío - murmuró bajando los ojos-. Yo no sé…

- ¡Claro! ¡Los polluelos enseñando a la gallina! - dijo el Conde derramando lágrimas de alegría.

Y abrazó a su mujer, que ocultó en su pecho el avergonzado rostro.

- Padrecito, madrecita, ¿puedo dar órdenes? - interrogó Natacha -. Nos llevaremos lo más indispensable.

El Conde afirmó con un ademán y Natacha pasó de la sala a la antecámara a buen paso, y de la escalera al patio.

Los criados, reunidos a su alrededor, no dieron crédito a la extraordinaria orden que les transmitió hasta que, en nombre de su mujer, el mismo Conde la confirmó, diciéndoles que vaciasen los carros para los heridos y que transportasen los cofres y las cajas a la bodega. En cuanto comprendieron la orden, los criados se aprestaron a cumplirla con verdadero afán. Así como un cuarto de hora antes encontraban natural llevarse los muebles y abandonar a los heridos, ahora les parecía lógico lo contrario.

Los heridos salieron de las habitaciones y, con la alegría reflejada en sus pálidos rostros, subieron a los carros.

El rumor se propaló hasta las casas vecinas, y los heridos que se hallaban en ellas acudieron a casa de los Rostov. Varios pidieron que no se descargasen los carros, diciendo que ellos se colocarían encima; pero la resolución de vaciarlos ya estaba tomada y se ejecutó sin vacilaciones. Los cajones llenos de vajilla, de bronces, de cuadros, de espejos, todo ello embalado tan cuidadosamente la noche anterior, se depositaron en el patio, y todavía se estudiaba la posibilidad de vaciar nuevos carros.

- Pueden utilizarse cuatro más - declaró el administrador -. Yo cedo el mío.

-Dad también el destinado a mi ropa - dijo la Condesa.

Dicho y hecho. No solamente se cedió el carro de ropa, sino que se mandó por más heridos a dos casas vecinas. Todos los familiares y domésticos se sentían contentos y animados. Natacha era presa de una animación entusiasta y gozosa que hacía largo tiempo no experimentaba.

- ¿Dónde hay una cuerda? - preguntaban los criados mientras colocaban una caja en la parte trasera del coche-. Debimos dejar un carro desocupado por lo menos.

-Pues ¿qué hay dentro de la caja?-preguntó Natacha.

- Los libros del Conde.

- ¡Bah! Vassilitch lo arreglará. No son necesarios. El carro ya está lleno. ¿Dónde se colocará Pedro Ilitch?

- Junto al cochero.

- ¡Petia! Tú te sentarás junto al cochero - le gritó Natacha.

Tampoco Sonia permanecía un momento inactiva. Pero el objeto de su actividad era distinto al de Natacha. Ella arreglaba los objetos que iban a dejarse. Hacía con ellos una lista, de acuerdo con los deseos de la Condesa, y trataba de llevarse la mayor cantidad de cosas posible.

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