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UNDÉCIMA PARTE I

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Cuando tocaba a su fin la batalla de Borodino, Pedro abandonó por segunda vez la batería de Raiewsky y, con un grupo de soldados, se dirigió a campo traviesa a Kniazkovo, donde se unió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oír los gritos y los gemidos se apresuró a alejarse, confundido con los soldados. Un solo afán llenaba su alma: salir lo antes posible de allí, olvidar las horribles impresiones del día y echarse a dormir tranquilamente en su habitación, en su cama. Se daba cuenta de que sólo en condiciones normales de vida podría comprender todo lo que había visto y experimentado. Pero le faltaban estas condiciones.

Ni balas ni granadas silbaban ya en el camino, pero por todas partes veía lo mismo que allá abajo, en el campo de batalla: las mismas caras atormentadas, llenas de dolor, extrañamente transfiguradas; la misma sangre, los mismos capotes… Y oía las mismas descargas de fusilería, lejanas pero no por eso menos aterradoras. Además, el polvo y el calor eran asfixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a través de la densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos cantaban cuando comenzaron a subir la pronunciada cuesta que conducía al pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedro pasó al patio, subió al coche y reclinó la cabeza sobre los cojines.

Al levantarse al día siguiente ordenó que enganchasen, pero él atravesó el pueblo a pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la población, dejando detrás diez mil heridos. Se los veía en los patios y en las ventanas de las casas; otros se agrupaban en la calle. Cerca de las ambulancias se oían gritos, invectivas, golpes. Pedro ofreció un sitio en su coche a un general herido al que conocía y le acompañó hasta Moscú.

El día 30 entró en la ciudad.

Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En él salón halló a ocho personas: el secretario del comité, el coronel de su batallón, su administrador y diversos solicitantes que iban a verle para que los ayudase a resolver sus asuntos. A Pedro le eran indiferentes aquellos asuntos, de los que no sabía ni una palabra, y contestó a las preguntas que le dirigieron con el único fin de librarse de aquellas gentes. Cuando se quedó solo, al fin, abrió y leyó una carta de su mujer. Aturdido, empezó a murmurar: «Los soldados de la batería…, el viejo…, el príncipe Andrés muerto… La sencillez, la sumisión a Dios… Hay que sufrir…, la importancia de todo… Mi mujer…, es preciso ponerse de acuerdo…, hay que comprender y olvidar…» Y acercándose a la cama se echó en ella sin desnudarse y se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente le aguardaban en el salón diez personas que tenían necesidad de verle. Pedro se vistió a escape, pero, en lugar de ir a verlas, bajó la escalera de servicio y por la puerta de la cochera salió a la calle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueo de la ciudad, nadie volvió a verle ni supo dónde se hallaba, a pesar de que se le buscó por todas partes.

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