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A las dos, cuatro coches de los Rostov esperaban, enganchados y dispuestos a ponerse en camino, ante la puerta de entrada. Los carros llenos de heridos salían ya, uno tras otro, del patio. La calesa del príncipe Andrés llamó la atención de Sonia, que, con ayuda de una doncella, preparaba un asiento para la Condesa en un gran coche detenido ante los peldaños de la entrada.

- ¿De quién es esa calesa? - preguntó Sonia asomándose a la ventanilla.

- ¿No lo sabe, señorita? - contestó la doncella -. De un Príncipe herido. Llegó anoche y parte con nosotros.

- Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?

— Es «nuestro» antiguo prometido, el príncipe Bolkonski - repuso la doncella suspirando -. Dicen que está muy grave.

Sonia se apeó de un salto y corrió junto a la Condesa. Ésta, vestida ya de viaje, con chal y sombrero, paseaba inquieta por el salón, donde, una vez cerradas las puertas, rezaría con toda la familia las últimas oraciones. Natacha no se encontraba a su lado.

- Mamá - dijo Sonia -, el príncipe Andrés está aquí. Le han herido de gravedad. Parte con nosotros.

La Condesa abrió unos ojos asustados, asió a Sonia de la mano y volvió la cabeza.

La noticia tenía, lo mismo para ella que para Sonia, una importancia extraordinaria, pues, como conocía bien a Natacha, temían el efecto que la novedad podía producirle, y este temor ahogaba en ellas la compasión que hubiera podido inspirarles un hombre al que estimaban.

- Natacha no sabe nada todavía, pero el Príncipe nos acompaña.

- ¿Dices que está herido de gravedad?

Sonia hizo un ademán afirmativo.

La Condesa la abrazó llorando.

«Los caminos del Señor son intrincados», pensó dándose cuenta que en todo lo que estaba sucediendo se manifestaba la mano todopoderosa que se oculta a las miradas de los hombres.

- Mamá, todo está a punto - dijo Natacha entrando en la habitación con rostro animado, y preguntó, mirándola -. ¿Qué tienes?

- Nada. Si todo está a punto, partamos.

La Condesa bajó la cabeza para disimular su turbación. Sonia cogió a Natacha por la cintura y le dio un abrazo.

Natacha la miró con un gesto de curiosidad.

- ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido?

- Nada… Nada…

- ¿Es algo malo para mí? ¿Qué ocurre? -preguntó la perspicaz Natacha.

Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se dirigió a la sala de los iconos y Sonia la halló arrodillada delante de las pocas cruces que todavía pendían de las paredes. Se llevaban los iconos más preciosos por estar de acuerdo con la tradición de la familia.

Como suele ocurrir, en el último momento se olvidaron de infinidad de cosas. El viejo cochero Eufemio, el único que inspiraba confianza a la Condesa, estaba ya sentado en su elevado asiento y ni siquiera volvía la cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Su experiencia de treinta años de servicio le decía que tardarían en decirle: «¡Con la ayuda de Dios!» y que, después de decírselo, le obligarían a detenerse por lo menos un par de veces, para que fuera por los paquetes olvidados, todo ello antes de que la Condesa se asomase a la portezuela y le suplicara en nombre de Cristo que llevara cuidado cuando llegase a las cuestas. Eufemio sabía todo esto, y porque lo sabía, haciendo más acopio de paciencia que los caballos (uno de los cuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tascaba el bocado y hería la tierra con los cascos), aguardaba los acontecimientos. Por fin se sentaron todos los viajeros, se levantó el estribo del coche y se cerró la portezuela. Se envió a buscar un cofrecito. La Condesa asomó la cabeza por la ventanilla y dijo lo que hacía al caso. Eufemio se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postillón y los criados le imitaron: «¡Con Dios!», dijo Eufemio poniéndose el sombrero.

- ¡Adelante!

Nunca había experimentado Natacha un sentimiento de alegría tan intenso como el que experimentaba entonces, sentada en el coche, al lado de la Condesa y mirando las murallas del abandonado y revuelto Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando sacaba la cabeza por la ventanilla y recorría con la vista el largo convoy de heridos que les precedía.

Pronto distinguió la capota de la calesa del príncipe Andrés, sin saber a quién conducía. Pero, cada vez que observaba el convoy, la buscaba con la mirada. En Kudrino, a la altura de las calles Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Podnovinski, el convoy de los Rostov encontró otros convoyes parecidos, y en la calle Sadovia los carros y los coches marchaban ya en dos filas.

Al doblar la esquina de la calle Sukhareva, Natacha, que miraba con curiosidad a las personas que pasaban junto a ella, a pie o en coche, exclamó con asombro, llena de alegría:

- ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad! ¡Es él!

- ¿Quién?

- ¡Bezukhov! ¡Sí, no cabe duda!

Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla para mirar a un hombre de aventajada estatura, grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por su aspecto, era un señor disfrazado. A su lado iba un viejo de cara amarilla e imberbe, con un capote de lana echado sobre los hombros. Se acercaban al arco de la torre Sukhareva.

-Es Bezukhov en caftán, acompañado de un viejo desconocido. Estoy segura. ¡Mirad, mirad!

- No, no es él. No digas bobadas.

-Mamá, apostaría la cabeza a que es él. ¡Para, para! - gritó Natacha al cochero. Pero el cochero no pudo parar porque por la calle seguían bajando carros y coches y se increpaba al convoy de Rostov para que avanzara y dejase el paso libre a los otros.

En efecto, al fin, y aunque ya estaba mucho más distante, todos los Rostov vieron a Pedro, o a una persona muy parecida a él, vestido de cochero, que subía por la calle con la cabeza gacha y el rostro grave, acompañado de un viejecillo sin barba que tenía aire de criado. El viejo reparó en el rostro pegado a la ventanilla, en sus ojos fijos en él, y, tocando respetuosamente el codo de Pedro, le dijo unas palabras y le señaló el coche. Pedro tardó en comprender lo que le quería decir, tan absorto estaba en sus pensamientos; luego miró en la dirección que su acompañante le indicaba. Al reconocer a Natacha se dirigió al coche, obedeciendo a un primer impulso. Pero después de dar varios pasos se detuvo. Era evidente que acababa de recordar algo. En el rostro de Natacha brillaba una ternura burlona.

- ¡Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡Le hemos reconocido! ¡Es asombroso! - exclamó tendiéndole la mano -. ¿Por qué va usted vestido de esta manera?

Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin detenerse, porque el coche seguía avanzando, la besó con torpeza.

- ¿Qué le sucede, Conde? - preguntó la Condesa con acento sorprendido y compasivo.

- No me lo pregunte - contestó Pedro; y se volvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillante, que sentía sin verla, le atraía.

- ¿Acaso piensa quedarse en Moscú?

Pedro calló un instante. Luego repuso,— ¿En Moscú? Sí, en Moscú. Adiós.

- ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre! Si lo fuera, me quedaría con usted - declaró Natacha -. ¡Mamá, permíteme que me quede!

Pedro la miró con aire distraído y Natacha quiso decir algo, pero la interrumpió la Condesa:

- Sabemos que estuvo usted en la batalla.

- Sí - replicó Pedro -. Mañana se librará otra… - comenzó a decir. Pero le interrumpió Natacha:

- ¿Qué tiene, Conde? Le encuentro muy cambiado…

- ¡Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana… Bueno, adiós, adiós. ¡Vivimos días terribles!

Y, separándose del coche, subió a la acera.

Natacha volvió a asomar la cabeza por la ventanilla y le miró largo rato con una sonrisa tierna, alegre, un poco burlona.

Colección integral de León Tolstoi

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