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III
ОглавлениеMIENTRAS Rusia era conquistada a medias, mientras los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, mientras se formaba una milicia tras otra para la defensa de la patria, Nicolás Rostov, sin ningún propósito de sacrificio, por simple casualidad, tomaba parte decisivamente en la defensa de su país y observaba sin pesimismo alguno lo que ocurría a su alrededor. Unos días antes de la batalla de Borodino recibió papeles y dinero: se envió a sus húsares a Voronezh y él mismo partió hacia esta población, utilizando caballos de posta.
Sólo las personas que hayan vivido por espacio de meses enteros en un ambiente rural podrán comprender el placer que experimentó Nicolás cuando dejó las tropas, los forrajes y víveres, la ambulancia, y, sin soldados ni convoyes, lejos del tráfago del campamento, pudo contemplar los pueblos, los campesinos y sus mujeres, las mansiones señoriales, los verdes terrenos donde pacía el ganado, los relevos ante los adormecidos maestros de postas. Sintió tanta alegría como si viera todo aquello por primera vez. Lo que más le maravilló y le regocijó fue tropezarse con mujeres jóvenes y vigorosas, a las que seguían decenas de oficiales; mujeres que se sentían felices y agradecidas cuando un oficial se detenía a bromear con ellas.
Ya era de noche cuando Nicolás llegó a Voronezh de excelente humor. Pidió en el hotel todo aquello de que llevaba tanto tiempo privándose, y al día siguiente, después de afeitarse cuidadosamente y de ponerse el uniforme de gala, fue a presentarse a las autoridades.
El jefe de milicia era un paisano que tenía el grado de general, hombre entrado en años que estaba visiblemente encantado de sus ocupaciones militares y de su alta graduación. Recibió con ira a Nicolás (estaba convencido de que la ira era una cualidad muy militar) y, dándose importancia y en el tono del que hace uso de un derecho, juzgó la marcha general de los asuntos, y le interrogó, aprobando o desaprobando sus respuestas. Pero Nicolás se sentía tan contento que todo aquello le pareció muy divertido.
Luego visitó al gobernador de la provincia. El gobernador era un hombrecillo muy activo, muy bueno y muy simple.
Indicó a Nicolás dónde encontraría buenos caballos y le recomendó un tratante del pueblo y un propietario rural que habitaba a veinte verstas de allí y que poseía una excelente yeguada. Finalmente le prometió su apoyo.
- ¿Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch? Mi mujer era muy amiga de su madre. En casa nos reunimos los jueves. Si lo desea, como hoy es jueves, le invito a que venga a vernos sin gastar cumplidos - dijo el gobernador al despedirle.
Por la tarde, Nicolás, después de vestirse, se perfumó, y, aunque un poco tarde, se presentó en casa del gobernador.
En la reunión había muchas señoras. Nicolás había conocido a algunas en Moscú, pero entre los varones no había nadie que pudiera rivalizar con el caballero de la cruz de San Jorge, con el húsar de remonta, con el excelente y atento conde Rostov. Figuraba entre ellos un prisionero italiano, oficial del ejército francés, y Nicolás juzgó que la presencia del mismo aumentaba su importancia de héroe ruso: era como un trofeo.
En cuanto apareció en el salón, vestido con el uniforme de húsar, esparciendo a su alrededor un olor a vino y a perfume, oyó decir a varias voces: «Más vale tarde que nunca.» Luego, todos los presentes le rodearon, todas las miradas se posaron en él, y en un instante se sintió elevado a la posición de favorito, posición agradable siempre y que ahora, después de tan largas privaciones, le embriagaba. No sólo en los relevos, en los albergues y en las casas particulares había servidores que le halagaban con sus atenciones: también allí, en la velada del gobernador, había señoras jóvenes y bellas señoritas que esperaban con impaciencia a que se fijara en ellas. Todas coqueteaban con él, y las personas mayores pensaban ya en casarle.
Entre estas últimas se hallaba la esposa del gobernador, que le recibió como a un pariente, llamándole Nicolás y tuteándole.
- Nicolás, Ana Ignatievna desea verte - dijo, pronunciando aquel nombre con un tono tan significativo, que Rostov comprendió que aquella Ana Ignatievna debía de ser persona muy importante -. Vamos, Nicolás, ¿me permites que te llame así?
- Sí, tía. ¿Por qué quiere verme esa señora?
- Porque sabe que has salvado a su sobrina… ¿Sabes de quién te hablo?
- , Oh! ¡He salvado a tantas damas!
- Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está aquí, en Voronezh, con su tía. ¡Oh, cómo te ruborizas! ¿Qué? ¿Hay algo entre vosotros?
-No, ni siquiera he pensado en ello, tía.
- ¡Bueno, bueno!
La esposa del gobernador le presentó a una anciana fornida, de estatura elevada, que acababa de terminar su partida de naipes con las personas más notables del pueblo. Era la señora Malvintzeva, una viuda rica, sin hijos, tía materna de la princesa María, que vivía en Voronezh todo el año. Cuando se acercó a ella Rostov, estaba ya en pie pagando lo que había perdido. Hizo un guiño severo, le miró dándose importancia y siguió dirigiendo reproches al general que había ganado.
- Encantada, querido — dijo enseguida a Rostov, tendiéndole la mano -. Le invito a que venga a vernos si gusta.
Después de hablar de la princesa María y de su difunto padre, a quien la tía parecía no haber querido mucho, tras escuchar esta última lo que el joven le refirió acerca del príncipe Andrés - que tampoco gozaba de sus simpatías -, se despidió de él, reiterándole la invitación de que fuera a hacerle una visita. Nicolás se lo prometió y volvió a ruborizarse al despedirse de ella. Siempre que se hablaba delante de él de la princesa María sentía una mezcla de temor y de confusión incomprensibles para él mismo.
Al separarse de la señora Malvintzeva quiso volver a bailar, pero la esposa del gobernador puso sobre su brazo su mano llena de hoyuelos y manifestó que tenía necesidad de hablarle.
- ¿Sabes, querido - comenzó a decir una vez se hubieron sentado en un apartado rincón-, que eres un buen partido? ¿Quieres que pida para tí su mano?
- ¿La mano de quién, tía? - preguntó Nicolás.
De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Princesa. Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Esa muchacha es encantadora; yo no la encuentro fea.
-¡Qué ha de ser fea!- exclamó Nicolás al que hirió la observación-. Pero yo soy un soldado, tía; no puedo comprometerme ni asegurar nada - agregó sin pensar lo que decía.
- Bien. Recuerda mis palabras. No hablo en broma.
Nicolás sintió de repente el deseo y la necesidad de explayarse (cosa que nunca hacía con su madre, ni con su hermana, ni con ningún amigo), de exponer sus pensamientos más íntimos a aquella mujer, casi una extraña.
Más adelante, al recordar este inexplicable, imperioso e injustificado afán, imaginó (como muchos hombres) que había sido casual. Sin embargo, unido a otros pequeños acontecimientos, debía tener enormes consecuencias no solamente para él, sino también para su familia.
- Mamá desea casarme con una mujer rica - explicó -, pero me repugna y disgusta esa idea. No quisiera casarme por interés.
- Lo comprendo - asintió la esposa del gobernador.
- Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa. Ante todo, confieso que me gusta mucho, que me inspira muchísima simpatía, que desde que la he conocido en circunstancias tan poco corrientes pienso sin cesar en la influencia del destino en nuestras vidas. Por extraño que pueda parecer, mi madre, que no la conoce, me la nombra continuamente. Mientras Natacha estuvo prometida a su hermano, yo no pude pensar en dirigirme a ella, y ha venido a cruzarse en mi camino precisamente cuando Natacha ha roto su compromiso matrimonial… No he dicho a nadie, ni diré, una sola palabra de todo esto. Sólo usted lo sabe.
La esposa del gobernador le estrechó la mano, reconocida.
- ¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le he dado palabra de casamiento y haré honor a ello… Ya ve como no puedo pensar en otra mujer-concluyó Nicolás ruborizándose.
- ¡Muy razonable, querido! Pero Sonia no posee nada y tú mismo confiesas que andan mal los asuntos de tu padre. ¿Y tu madre? Esto la matará. Si Sonia tiene corazón, ¿cuánto no sufrirá? La apenará ver a tu madre desesperada, los asuntos embrollados… No, amigo mío, Sonia y tú tenéis que comprender.
Nicolás callaba. Le había gustado oír aquella conclusión. Tras un breve silencio, dijo suspirando:
- No obstante, tía, todavía falta saber si la Princesa me querrá. Además, está de luto. ¿Cómo va a pensar en esto?
- ¿Imaginas, acaso, que voy a casarte enseguida? Hay muchas maneras de hacer las cosas.
- Es usted una buena casamentera, tía - dijo Nicolás besándole la mano.