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VII
ОглавлениеLas tropas de Murat entraron a las cuatro de la tarde. Aunque hambrientos y reducidos a la mitad, los soldados franceses desfilaron en buen orden. Era un ejército fatigado, maltrecho, pero temible todavía y listo para el combate.
Todo acabó, empero, cuando se instalaron en las casas. El ejército dejó de serlo en cuanto entró en las suntuosas mansiones desocupadas. A partir de entonces ya no estuvo formado por soldados ni tampoco por habitantes, sino por una cosa intermedia que recibió el nombre de merodeadores. Cuando, cinco semanas después, estos hombres salieron de Moscú, ya no constituían un ejército, sino una banda de forajidos que se llevaba consigo lo que juzgaba más valioso o necesario. Ya no anhelaban conquistar, sino conservar lo robado. Como simio que luego de meter el brazo en una vasija de cuello estrecho y de coger un puñado de nueces del fondo, no quiere abrir la mano para no dejar caer su presa, los franceses, a su salida de Moscú, debían perecer fatalmente, porque arrastraban tras de sí el producto de su saqueo. Abandonar lo que habían robado era tan imposible para ellos como para el simio abrir la mano llena de nueces.
Diez minutos después de la entrada de un regimiento francés en un distrito cualquiera de Moscú, no quedaba un solo soldado ni oficial. Por las ventanas de las casas se veían hombres uniformados que iban gritando por las habitaciones.
Estas mismas gentes buscaban un botín en las bodegas y en los sótanos. Al entrar en los patios abrían las puertas de las cocheras y de las cuadras; encendían fuego en las cocinas; guisaban con los brazos arremangados, asombrados y divertidos; acariciaban a mujeres y niños. En los comercios, en las casas, en todas partes se veían los mismos hombres. El ejército no existía ya.
Los oficiales franceses dictaron inmediatamente órdenes diversas destinadas a impedir que las tropas se dispersaran por la ciudad, prohibiendo bajo severas penas cualquier clase de violencia contra sus habitantes, todo lo cual se repitió por la tarde en un llamamiento general; pero, a pesar de todas las prohibiciones y medidas, los hombres que formaban el ejército se diseminaron por una ciudad opulenta y vacía, en la que abundaban las comodidades y las reservas. Como ganado hambriento que marcha unido por un campo yermo, pero que se separa en cuanto se tropieza buenos terrenos de pasto, se esparcieron aquellas tropas por la ciudad.
Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos, al salvajismo de los franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú fueron fortuitas, aun cuando se quieran atribuir a un elevado personaje. Moscú ardió porque tenía que arder. Cualquier ciudad que estuviera en sus condiciones y que fuese, como ella, de madera, hubiera ardido lo mismo, a pesar de sus ciento treinta bombas contra incendios. Moscú tenía que arder después de quedarse sin habitantes. Era un hecho tan inevitable como la inflamación de un montón de paja sobre el que por espacio de varios días cayeran chispas sin cesar. Una ciudad de madera en la que, cuando se encontraban en ella sus habitantes y su policía, había incendios diariamente, no podía dejar de incendiarse cuando no solamente se hallaba abandonada, sino que albergaba soldados que fumaban en pipa, que hacían hogueras con las sillas del Senado en la plaza del mismo nombre y que guisaban en el exterior sus dos comidas diarias.
Aun en tiempo normal, basta que las tropas se alojen en una población para que aumente enseguida el número de incendios. ¿Cómo, pues, no habían de aumentar enormemente las probabilidades de combustibilidad en una ciudad vacía, de madera, que ocupaba un ejército extranjero? Por ello no se puede hablar del patriotismo feroz de Rostoptchin ni del salvajismo de los franceses. Moscú ardió a causa de las pipas, de las cocinas, de la falta de precaución de los soldados y de la indiferencia de los habitantes, que no eran propietarios de sus casas. Moscú, entregado al enemigo, no quedó intacto como Berlín, como Viena, etc., porque los moscovitas no sólo no dieron el pan y la sal y las llaves de la ciudad a los franceses, sino que, además, la abandonaron.
La dispersión del ejército, ocurrida el día 2 de septiembre, no se extendió hasta por la tarde al distrito habitado por Pedro. Éste se hallaba en un estado muy próximo a la locura después de dos días de aislamiento y de vivir en condiciones extraordinarias. Una sola idea le dominaba. No sabía por qué ni desde cuándo, pero este pensamiento le obsesionaba con una fuerza tal que no comprendía nada; no se daba cuenta de lo que veía ni oía; vivía como en sueños.
No había dejado su casa más que para huir de las complicaciones que, dada su situación, no era capaz de desenredar.
Cuando, después de comprar el caftán (únicamente para participar en la proyectada defensa de Moscú) encontró a los Rostov y habló con Natacha, que le dijo: «¡Ah!, ¿Se queda usted? Bien hecho», le pareció que, en efecto, hacía bien en quedarse y en participar del destino de la ciudad.
Al día siguiente llegó hasta la muralla de las Tres Montañas animado por la única idea de hacer todo lo posible para no dejarlos escapar. Mas cuando regresó a su casa convencido de que Moscú no se defendería, se dio cuenta de que lo que poco antes había sido una posibilidad era ahora necesario e inevitable. Debía permanecer en Moscú ocultando su nombre y salir al encuentro de Napoleón para matarle. Entonces perecería o pondría fin a la desgracia de toda Europa, que, según él, procedía únicamente del Emperador.
Pedro conocía todos los detalles del atentado que un estudiante alemán llevó a cabo en Viena contra Bonaparte en 1809 y sabía que dicho estudiante fue fusilado. Pero el peligro de muerte que suponía el proyecto le excitaba más todavía.
Dos sentimientos igualmente fuertes atraían a Pedro a este móvil: primero la necesidad de sacrificarse, de sufrir, de participar de la desgracia general, sentimiento que el día 25 le había conducido a Mojaisk, al corazón mismo de la batalla, y que le movía ahora a vivir fuera de su casa sin el lujo y las comodidades que siempre había tenido, a dormir vestido en un diván duro y comer lo mismo que sus criados.
El otro sentimiento era ese vago impulso interior, exclusivamente ruso, que lleva al hombre de esta nacionalidad a despreciar todo lo que es un estado artificioso, todo lo que la mayoría considera como el bien supremo de la vida.
Como sucede siempre, el estado físico de Pedro coincidía con su estado normal. Los malos alimentos, a los que no estaba acostumbrado; el aguardiente, que bebía sin cesar; la privación del vino y de los cigarros: la ropa, que no se podía mudar; dos noches sin dormir sobre un diván demasiado estrecho, le tenían en un estado de excitación que lindaba con la locura.
Eran las dos de la tarde. Los franceses comenzaban a entrar en Moscú. Pedro lo sabía, pero, en vez de actuar, no hacía más que pensar en los detalles de su empresa. En sus sueños, Pedro no se representaba bien ni la manera de dar el golpe ni la muerte de Napoleón, pero, con un placer melancólico y una claridad extraordinaria, veía su propia muerte y su valor heroico.
«Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza, aunque me cueste la vida - pensaba -. Me acercaré a él y luego, de pronto… ¿Con la pistola o con el puñal? Da lo mismo. “No soy yo, sino la mano de la Providencia, la que lo castiga”, diré - Pedro pensaba proferir estas palabras al matar a Napoleón-. Bien, ¿y qué? ¡Cogédme!», seguía diciéndose con expresión triste y firme y bajando la cabeza.
De pronto, una voz de mujer, un grito penetrante, resonó en la puerta de entrada y la cocinera irrumpió en la antecámara.
- ¡Ya vienen! - exclamó.
Y al punto sonaron unos golpes en la puerta de la casa.