Читать книгу Colección integral de León Tolstoi - León Tolstoi - Страница 123
X
ОглавлениеDesde que el príncipe Andrés abrió los ojos en la ambulancia, después de la batalla de Borodino, hasta aquel momento habían transcurrido siete largos días. Casi todo este tiempo había estado sumido en una especie de síncope. Tenía fiebre y una inflamación en los lesionados intestinos, mortal de necesidad según el dictamen médico. Pero al séptimo día comió con placer un poco de tarta con el té, y el doctor observó que la temperatura disminuía. Aquella mañana había recuperado el conocimiento.
La primera noche tras la salida de Moscú hizo mucho calor y dejaron dormir al Príncipe en su coche, pero al llegar a Mitistchi el herido pidió que le sacaran del vehículo y le dieran una taza de té. Los dolores que sintió durante el traslado a la isba le arrancaron fuertes gemidos y volvió a perder el conocimiento. Cuando se le colocó sobre el lecho de campaña, estuvo largo rato inmóvil y con los ojos cerrados. Mas apenas los abrió dijo en voz baja: «Pero ¿y ese té?» Este recuerdo de los pequeños detalles de la vida llamó la atención del doctor. Le tomó el pulso y, con sorpresa y descontento, observó que estaba mejor. La mejoría le desagradaba porque su experiencia le decía que el príncipe Andrés no podía vivir y que, si no moría entonces, moriría más adelante en medio de sufrimientos mayores todavía. Timokhin, el mayor de su regimiento, herido en una pierna también en la batalla de Borodino, fue colocado en la misma isba, para que le hiciera compañía. Estaba con ellos el médico, el ayuda de cámara del Príncipe, su cochero y dos asistentes.
Se sirvió el té al Príncipe. Se lo bebió ávidamente, con los ojos febriles fijos en la puerta, como si tratase de comprender o recordar algo.
— No quiero más - dijo -. ¿Está ahí Timokhin? - preguntó luego.
Timokhin se deslizó por el banco.
- Aquí estoy, Excelencia.
- ¿Cómo va la herida?
- ¿La mía? Bien. ¿Y la de usted?
El príncipe Andrés se quedó otra vez pensativo; parecía recordar algo.
- ¿Querrá buscarme un libro?
- ¿Qué libro?
- El Evangelio. No tengo ninguno aquí.
El doctor prometió buscárselo y comenzó a preguntarle qué sentía. Al Príncipe le costaba hablar o no quería hacerlo, pero respondió razonablemente a todas las preguntas del doctor. Luego, como no estaba cómodo, pidió que le pusieran algo debajo de la almohada. El doctor y el ayuda de cámara levantaron el capote que cubría su cuerpo y, haciendo una mueca a causa del olor sofocante de carne podrida que se desprendía de él, se pusieron a examinar la horrible herida. El doctor quedó descontento del examen. Hizo una cura y volvió al herido del otro lado, lo que le arrancó nuevos gemidos y le hizo perder el conocimiento. A continuación, el Príncipe comenzó a delirar. Repetía que le trajesen el libro inmediatamente y que le llevaran a él allá abajo.
- ¿Por qué no me lo dan? No tengo ninguno. Buscadlo, por favor. Ponédmelo delante un momento - suplicaba con acento quejumbroso.
El doctor salió del vestíbulo para lavarse las manos.
- Es un mal tan terrible que no sé cómo puede soportarlo - dijo al ayuda de cámara que le echaba el agua en las manos.
- Pues me parece que le tenemos bien instalado, señor.
Por vez primera, el Príncipe, se dio cuenta del lugar en que se hallaba y de lo que le había ocurrido. Recordó que había sido herido, dónde y cómo; que cuando se detuvo el coche en Mitistchi rogó que se le trasladase a la isba y que allí volvió a encontrarse mal y que de nuevo había recobrado el conocimiento después de tomar un poco de té. Y siguió pasando revista a todo lo que le había sucedido. Se representaba con singular clarividencia la ambulancia y cómo al presenciar los sufrimientos de un hombre al que detestaba brotaron en su mente ideas nuevas que le prometían la felicidad. Y, aunque vagas y confusas, estas ideas se apoderaron de nuevo de su alma. Recordaba que era dueño de una felicidad que nunca había poseído y que ésta tenía algo de común con el Evangelio. Por eso lo había pedido. Pero su nueva postura, desfavorable para la herida, confundió sus ideas nuevamente, y, más tarde, despertó por tercera vez a la vida, ya en medio del silencio de la noche. Todos dormían a su alrededor. Los grillos cantaban en el vestíbulo. Alguien vociferaba y reía en la calle. Las cucarachas corrían por encima de las mesas, sobre los iconos, por las paredes; una gruesa mosca revoloteaba alrededor de la bujía, cerca de él. Pero su alma no se hallaba en estado normal. El hombre que goza de buena salud piensa, siente, se acuerda simultáneamente de infinidad de cosas y posee la facultad de escoger una serie de ideas o de fenómenos y de prestarles toda su atención. El hombre que goza de buena salud puede, en medio de las reflexiones más profundas, salir de ellas para decir una palabra de cortesía a la persona que acaba de llegar, y luego vuelve a asir el hilo de sus pensamientos en el punto en que lo ha soltado. Mas el alma del príncipe Andrés se hallaba en un estado anormal. Las fuerzas de su espíritu eran más activas, más claras que nunca, pero actuaban independientemente de su voluntad. Las ideas, las representaciones más diversas, se apoderaban de él, todas a un tiempo. A veces su pensamiento comenzaba a trabajar con un vigor, con una clarividencia, con una profundidad que en su estado normal no conseguía, y, de pronto, en mitad de su trabajo, sus ideas se desvanecían y eran reemplazadas por una imagen cualquiera, una visión mental imprecisa, y ya no podía reanudar sus meditaciones.
«Sí - pensaba acostado en la isba, casi a oscuras y mirando ante sí con ojos febriles y muy abiertos-, se me ha revelado una dicha nueva: la que se encuentra fuera de las fuerzas físicas, de las influencias externas; la dicha del alma, la dicha del amor. Pero ¿cómo presenta Dios esta ley? ¿Por qué el hijo…?»
De súbito se interrumpió el curso de sus reflexiones, y el Príncipe aguzó el oído… Ignoraba si era delirio o realidad, pero oía el murmullo de una voz que repetía sin cesar, con una entonación muy dulce: «Beber…, beber… eer… eer…» Y otra vez: «Beber…, beber… eer… eer…» Al mismo tiempo veía levantarse un edificio en el aire, sobre su misma frente, una construcción extraña, aérea, que parecía hecha de finas agujas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuenta de que tenía que conservar el equilibrio para que el edificio no se derrumbase. Pero se derrumbó. Y luego volvió a levantarse poco a poco, al son de una música cadenciosa. «He de estarme quieto, muy quieto», se decía mientras escuchaba aquel murmullo y experimentaba la sensación de que se formaba aquel edificio. A la roja luz de la bujía, veía las cucarachas, oía el zumbido del moscardón que revoloteaba cerca de la almohada, sobre su cabeza. Al propio tiempo le maravillaba que no echara abajo con sus alas el edificio erigido sobre su frente. Un objeto blanco colocado cerca de la puerta le asfixiaba con su aspecto de esfinge.
«Debe de ser mi camisa que alguien ha dejado sobre la mesa - pensó -. Éstas son mis piernas, aquélla es la puerta, pero ¿por qué tiene que desaparecer todo eso? Beber…, beber…, beber…, beber… ¡Oh, basta, por el amor de Dios! », suplicó sin saber a quién.
De improviso, las ideas y los sentimientos renacieron en él con una claridad, con una intensidad sorprendente.
«Sí, el amor - pensó -, pero no ese amor que se siente por cualquier cosa, sino el que sentí por vez primera cuando vi y amé a un enemigo moribundo. Yo he experimentado ese amor, que es esencia misma del alma y que no necesita objetivos. Ahora mismo tengo una sensación de beatitud: deseo amar al prójimo, a los enemigos; deseo amarlo todo, amar a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede amar con amor humano a una persona querida; sólo a un enemigo se le puede amar con un amor divino. Por eso experimenté tanta dicha cuando me di cuenta de que amaba a aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá todavía?»
«El amor humano puede convertirse en odio, el amor divino no puede modificarse: nada, ni siquiera la muerte, es capaz de destruirlo. Es el sentido del alma. He aborrecido a muchas personas en la vida, pero a nadie he aborrecido tanto ni he amado tanto como a ella.»
Y recordó vívidamente a Natacha, pero no se imaginó solamente sus encantos como otras veces, sino que pensó en su alma por vez primera. Comprendía ahora sus sentimientos, sus sufrimientos, su vergüenza, su arrepentimiento. Por primera vez se dio cuenta de toda la crueldad de su ruptura con ella. ¡Ah, si pudiera verla una sola vez! Mirarla a la cara y decirle: «Beber…, beber…, beber…, beber…»
La mosca cayó. De repente le llamó la atención algo extraordinario que sucedía en aquel mundo mezcla de delirio y de realidad en que se hallaba.
En él se reconstruían incesantemente edificios que no habían sido destruidos… Algo se alargaba…; la bujía ardía rodeada de su circulo rojo… Cerca de la puerta seguía viéndose la camisa-esfinge. De pronto algo chirrió, y entonces penetró en la isba un vientecillo fresco, y una nueva esfinge blanca apareció en el umbral. Esta nueva esfinge tenía un rostro pálido, blanco y unos ojos brillantes parecidos a los de aquella Natacha en quien Andrés estaba pensando.
«¡Este delirio es terrible!, se dijo tratando de alejar aquel rostro de su imaginación. Pero el rostro estaba ante él con toda la fuerza de la realidad y se le acercaba. El príncipe Andrés quería volver al mundo del pensamiento puro, pero no podía: el delirio le arrastraba a sus dominios. La voz dulce continuaba sus murmullos… El Príncipe reunió todas sus fuerzas para resistir. Al hacer un movimiento, sus oídos se llenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscurecieron y, como hombre que cae al fondo del agua, perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Natacha, la misma Natacha, viva, a la que quería amar con el amor puro, divino, que acababa de revelársele, se encontraba arrodillada junto a su lecho.
Comprendió en seguida que era una Natacha viva, pero, en vez de sorprenderse, experimentó una dicha muy dulce.
Natacha, de rodillas aún (no podía moverse), le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Su pálido semblante permanecía inmóvil; sólo su labio inferior temblaba.
El príncipe Andrés suspiró y le tendió la mano sonriendo.
- ¡Usted! ¡Qué felicidad! - exclamó.
Natacha se acercó más al herido, andando de rodillas, le cogió con suavidad una mano, se inclinó y la rozó con los labios.
- Perdón - dijo luego levantando la cabeza y mirándole -. Perdóneme.
- ¡La amo! - repuso el Príncipe.
- Perdóneme…
- ¿De qué?
- Siento… el mal que… le hice… - profirió Natacha con voz entrecortada y apenas perceptible.
Y, sólo rozándola con los labios, volvió a besar repetidas veces la mano del príncipe Andrés.
- Te amo más ahora que antes - dijo él levantando la cabeza para mirarla de frente. Tenía los ojos llenos de lágrimas de alegría. La mirada de ella le llenaba de dicha y de compasión. El pálido y delgado rostro de Natacha, sus labios hinchados, la afeaban horriblemente, pero el Príncipe no veía aquella cara; no veía más que los ojos brillantes, hermosos…
A sus espaldas se oyeron voces.
Pedro, el ayuda de cámara, se despertó y despertó al doctor. Timokhin, que no podía pegar los ojos a causa del dolor que sentía en la pierna, lo había presenciado todo y se apretaba contra el banco, cubriéndose cuidadosamente con una bandera.
- ¿Qué es eso? - preguntó el médico levantándose de su yacija -. Señora, márchese, por favor.
En este instante llamó a la puerta una doncella, enviada por la Condesa, que había advertido la ausencia de su hija.
Natacha salió de la habitación como una sonámbula a la que se acaba de despertar de su sueño, entró sollozando en su isba y se dejó caer en el lecho.
A partir de aquel día, y durante todo el viaje, Natacha aprovechó los relevos y todos los altos en el camino para correr junto a Bolkonski. Y el doctor tuvo que confesar que no esperaba hallar en una joven tanta firmeza ni tanta habilidad para cuidar a un herido.
A pesar de que la horrorizaba la idea de que el Príncipe pudiera morir (el doctor estaba convencido de que no se salvaría) en los brazos de su hija, la Condesa no osó hacer ninguna observación a Natacha. No dejó de decirse que en el caso de que Andrés se curase y en vista de las relaciones que con él mantenía entonces su hija, podrían volver a hacerse proyectos matrimoniales, pero nadie, ni siquiera Natacha, hablaba de esto. El problema sin resolver de vida o muerte suspendido no sólo sobre la cabeza de Bolkonski, sino de Rusia entera, absorbía por entero la mente de todos.