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XXII
ОглавлениеAlgunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme yacían muertos, en distintas posiciones, en los campos propiedad del señor Davidov y de los campesinos del Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoie recogían sus cosechas y hacían pastar a sus rebaños.
En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados, hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes, avanzaban hacia delante. Otros quedábanse donde estaban y empezaban a tirar.
Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se confundían las bayonetas y las humaredas brillantes al sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pólvora y de la sangre. Las nubes se habían acumulado y una lluvia menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia quisiera decir: «¡Basta, basta! ¡Hombres, deteneos, sosegaos, pensad en lo que hacéis!»
Los hombres de uno y otro ejército, fatigados, hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso continuar matándose los unos a los otros; en todos los rostros se observaba la vacilación, y cada uno se planteaba la pregunta: «¿Para qué? ¿Por qué he de matar o ser matado? ¡Matad si queréis, haced lo que queráis, yo ya estoy harto!» Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual en el alma de cada uno.
Todos aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo todo y huir.
Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se hubieran sentido muy contentos deteniéndose, una fuerza incomprensible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, y los artilleros, sudando a chorro, sucios de pólvora y de sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie, ahogándose de fatiga, continuaban conduciendo cargas, cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible, que se hacía no por voluntad de los hombres, sino por la voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba cumpliéndose.
Cualquiera que hubiese visto las últimas filas del ejército ruso hubiera dicho que los franceses no tenían que hacer más que un ligero esfuerzo para aniquilarlo. Cualquiera que viera la retaguardia francesa hubiese dicho que los rusos no tenían que hacer más que un pequeño esfuerzo para destruir a los franceses. Pero ni los franceses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuego de la batalla se extinguió lentamente.
Pero aunque el objetivo del ejército ruso hubiera sido el de aniquilar a los franceses, no hubieran podido hacer este último esfuerzo, porque todas las tropas rusas estaban batidas y no había una sola parte del ejército que no hubiera padecido mucho en la batalla, pues los rusos, al resistir sin moverse de su sitio, habían perdido la mitad de su ejército. Los franceses, que habían conseguido el récord de las victorias obtenidas en quince años, con la seguridad en la invencibilidad de Napoleón y la conciencia de que se habían apoderado de una parte del campo de batalla, que sólo habían perdido una cuarta parte de sus hombres y que la guardia, de veinte mil hombres, estaba intacta, los franceses sí que podían hacer aquel esfuerzo. Los franceses, que esperaban al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, habían de hacer este esfuerzo, pues mientras los rusos cerraran como antes el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no había podido lograrse y todos sus esfuerzos y todas sus pérdidas eran inútiles. Sin embargo, los franceses no hicieron este esfuerzo. Algunos historiadores dicen que Napoleón debió haber hecho entrar en acción a su vieja guardia para ganar la batalla. Decir lo que hubiera pasado si Napoleón hubiese cedido su vieja guardia es igual que decir lo que pasaría si el otoño se convirtiera en primavera. Tal cosa no podía ser y no fue. Napoleón no dio su guardia no porque lo quisiera así, sino porque no podía.
Todos los generales, oficiales y soldados del ejército francés sabían que no podía hacerlo, porque el espíritu del ejército no lo permitía.
No era solamente Napoleón el que experimentaba esa sensación propia de un sueño, de la mano que cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados del ejército francés, hubieran participado o no en el combate, después de la experiencia de todas las batallas precedentes, en las que el enemigo huía siempre después de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un sentimiento parecido al horror ante un enemigo que después de haber perdido la mitad de su ejército, al final de la batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza moral del ejército francés que atacaba se había agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la victoria que se definía por unos harapos clavados en palos elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La invasión francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en su huida una herida mortal, se sentía vencida, pero no podía detenerse, de la misma manera que el ejército, dos veces más débil, tampoco podía ceder. Después del choque, el ejército francés todavía podría arrastrarse hasta Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del ejército ruso, había de morir desangrado por la herida mortal recibida en Borodino.
El resultado directo de la batalla de Borodino fue la marcha injustificada de Napoleón a Moscú, su vuelta por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la de la Francia napoleónica, sobre la cual se posó en Borodino, por primera vez, la mano de un adversario moralmente más fuerte.