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III
ОглавлениеEL sábado 31 de agosto todo andaba manga por hombro en casa de los Rostov. Las puertas estaban abiertas; los muebles, fuera de sitio; los cuadros y los espejos, descolgados. En las habitaciones se veían cofres, heno, papel de embalaje, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Los criados iban sacando las cosas poco a poco. En el patio se cruzaban los carros vacíos con los ya repletos. Las voces y los pasos de domésticos y campesinos recién llegados resonaban en toda la casa. El Conde había salido muy de mañana. La Condesa, a la que el ruido y el movimiento producían dolor de cabeza, estaba echada en un diván con compresas de vinagre en las sienes.
Petia había ido a ver a un amigo con quien tenía intención de pasar de la milicia al servicio activo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje de cristales y porcelanas. Natacha estaba sentada en su dormitorio, cuyo entarimado se hallaba materialmente cubierto de telas, cintas y chales. Con la mirada fija en el suelo, tenía entre las manos un vestido viejo, el mismo que se puso para asistir a su primer baile en San Petersburgo.
Las conversaciones de las doncellas en la habitación vecina y sus pasos precipitados por la escalera de servicio la sacaron de sus reflexiones y fue a mirar por la ventana. Un enorme convoy de heridos se había parado en la calle. Doncellas, lacayos, domésticas, cocineras, cocheros, marmitones, de pie junto a la puerta cochera, miraban a los heridos.
Natacha se echó por los hombros un pañuelo blanco y salió a la calle. La vieja María Kouzminichna se había separado de la muchedumbre que se apiñaba junto a la puerta y hablaba con un joven oficial, de rostro pálido, que iba echado en una ambulancia. Natacha avanzó unos pasos sin dejar de sujetar el pañuelo con ambas manos y luego se detuvo tímidamente a escuchar lo que decía el ama.
- ¿De modo que no tiene usted a nadie en Moscú? - preguntaba -. Entonces estará mejor en una casa particular. Por ejemplo, en la nuestra. Mis señores se marchan.
- Ignoro si me lo permitirán. Vea al jefe - repuso el oficial con voz débil.
Y le señaló un grueso oficial que entraba en la calle tras la fila de coches.
Natacha contempló asustada el rostro del oficial herido y corrió al encuentro del mayor.
- ¿Puedo tener heridos en mi casa? - le preguntó Natacha.
El mayor se llevó una mano a la gorra, sonriendo.
- ¿A qué se debe ese servicio, señorita? - dijo guiñando los ojos.
Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y su rostro y toda su persona cobraron, a pesar del pañuelo, tal seriedad, que el mayor dejó de sonreír y se quedó pensativo, preguntándose sin duda si aquello era factible. Luego repuso afirmativamente.
- ¡Oh, sí! ¿Por qué no?
Natacha le dio las gracias con una leve inclinación de cabeza y a paso rápido volvió junto a María Kouzminichna, que seguía al lado del oficial y le hablaba con acento compasivo.
- ¡Dice que sí, que podemos tener heridos! - murmuró.
El coche entró en el patio de la casa, y decenas de coches llenos de heridos le siguieron por indicación de sus habitantes, deteniéndose junto a las escaleras de las casas de la calle Proverskaia.
Natacha estaba visiblemente encantada de entrar en contacto con gentes nuevas en aquellas extraordinarias circunstancias de la vida, y, ayudada por María Kouzminichna, procuró hacer entrar en el patio al mayor número de heridos posible.
- Pero antes habría que pedir permiso a su padre - objetó María.
- ¡No, no, no vale la pena! Nosotros podemos ocupar el salón. Que los heridos se instalen en nuestras habitaciones. Sólo se trata de un día.
- ¡Ah, señorita! No se haga ilusiones. Hay que pedir permiso incluso para entrar en el pabellón de la servidumbre.
- Bien, lo pediré.
Natacha corrió a la casa y franqueó de puntillas la puerta entreabierta; se situó ante el diván impregnado del olor del vinagre y de las gotas de Hoffmann.
— ¿Duermes, mamá?
-¡Cualquiera duerme! - repuso la Condesa, que, sin embargo, acababa de despertarse.
- Mamá querida - dijo Natacha arrodillándose ante su madre y acercando su cara a la de ella -, perdona que te haya despertado; no volveré a hacerlo. Me envía María Kouzminichna. Nos traen oficiales heridos porque no saben dónde meterlos. ¿Lo permites, verdad? ¡Sí, ya sé que lo permites! - añadió en el acto.
- ¿De qué oficiales hablas? ¿Quién los ha traído? No te entiendo - dijo la Condesa.
Natacha se echó a reír. A los labios de su madre asomó una débil sonrisa.
- Ya sabía yo que lo permitirías. Voy a decirlo.
Abrazó a su madre, se puso en pie y salió.
En el salón tropezó con su padre, que traía malas noticias.
- El club está cerrado; se marcha la policía - dijo sin poder disimular su despecho.
-Papá, he invitado a los heridos. ¿Verdad que no te importa?
- No - repuso el Conde, distraído -. Pero dejémonos de bobadas y ayudemos a embalar las cosas. Hay que partir mañana mismo.
Después de comer, toda la familia Rostov se dedicó a embalar objetos y a preparar la marcha con una actividad febril. El viejo Conde no salió en toda la tarde. Iba y venía sin cesar del patio a la casa y de la casa al patio, incitando a los criados a que se dieran prisa. Sus órdenes contradictorias desorientaban a la pobre Sonia. Petia daba voces de mando en el patio. Los sirvientes chillaban, disputaban, alborotaban, corrían a través de las habitaciones y del patio. Natacha trabajó con el mismo ardor que ponía en todo. Su intervención suscitó al principio desconfianza. Se esperaba escuchar de sus labios alguna broma, y los criados se preguntaban si deberían obedecerla o no. Pero ella, con su obstinación y su calor habituales, exigía obediencia; cuando se la desobedecía se enfadaba o lloraba, y por fin logró que todos la escucharan.
Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las cosas inútiles se desechaban, las útiles se embalaban de la mejor manera posible. Pero, aún así, llegó la noche sin que estuviera todo preparado. La Condesa se dormía. Él Conde su fue a la cama, dejando la marcha para el día siguiente.
Sonia y Natacha se acostaron vestidas en el cuarto tocador. La noche les trajo por la calle Proverskaia a un herido nuevo, y María Kouzminichna, que se encontraba junto a la puerta cochera, le hizo entrar.
«El herido - se dijo - debe de ser persona importante, porque se le conduce en un coche cerrado.» Junto al cochero iba sentado un viejo ayuda de cámara de aire respetable. Detrás, en otro coche, le seguían un médico y dos soldados.
- Entren si gustan. Los señores se marchan. Toda la casa quedará vacía - explicó María Kouzminichna al viejo servidor.
- Nosotros tenemos casa puesta en Moscú - explicó éste -, pero está lejos y además no hay nadie.
- Entren, entren, por favor. Aquí hallarán todo lo necesario - insistió María.
El criado abrió los brazos.
-Antes voy a hablar con el doctor - dijo.
Se apeó de la calesa y se acercó al segundo coche.
- ¡Bueno! - concedió el médico.
El criado volvió junto a la calesa, dirigió una ojeada al interior, bajó la cabeza, se colocó al lado de María y ordenó al cochero que entrara en el patio.
- ¡Dios mío! - exclamó ella.
Luego propuso entrar el herido en la casa.
- Los amos no dirán nada…
Mas, como no se le podía subir por la escalera, se le condujo al pabellón y allí quedó instalado. ¡El herido era el príncipe Andrés Bolkonski!