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VI

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En la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio orden a las tropas rusas de retroceder por el camino de Riazán hasta más allá de Moscú.

Las primeras tropas echaron a andar de noche. Durante esta marcha nocturna no se apresuraron; avanzaban lentamente y en buen orden. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cerca del puente Dragomilov vieron ante ellas, y al otro lado, grandes masas de hombres que inundaban calles y callejones y se daban prisa por alcanzar el puente. Entonces se apoderaron de las tropas rusas una prisa y una turbación inmotivadas. Todos se lanzaron hacia delante, se dispersaron por el puente, hacia el muelle, hacia las embarcaciones. Kutuzov había ordenado que se le condujera por calles apartadas al otro lado del Moscova.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, no quedaban ya en el arrabal Dragomilov más que tropas de retaguardia. Todo el ejército se hallaba ya al otro lado del río, más allá de Moscú.

El mismo día y a la misma hora, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Desde el 26 de agosto hasta el 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino hasta la entrada del enemigo en Moscú, durante toda aquella semana extraordinaria y memorable, hizo ese tiempo magnífico en otoño que siempre sorprende: el sol calienta más que en primavera, todo brilla en la atmósfera ligera y pura, el pecho respira con placer los perfumes de la estación, las noches son tibias y, cuando llega la oscuridad, caen del cielo a cada instante estrellas doradas.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica lo inundaba todo. Moscú se extendía ante el monte Poklonnaia con su río, sus jardines, sus iglesias, y parecía poseer una vida propia con sus cúpulas que centelleaban como astros bajo los rayos del sol.

A la vista de este esplendor desconocido, de aquella arquitectura singular, Napoleón sintió esa curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las gentes al contemplar formas de vida que desconocen.

Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú, ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no perciben su condición de madre, pero sí su carácter de mujer. Y Napoleón advirtió todo esto.

«Ciudad asiática, de innumerables iglesias, Moscú la Santa… He ahí, por fin, la famosa población. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo ordenó que se desplegase ante él el plano de la ciudad y llamó al traductor Lelorme d’Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha perdido el honor», pensaba, lo mismo que había pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposición de espíritu examinaba a la bella oriental, a aquella desconocida extendida a sus pies. A él mismo le parecía raro ver satisfechos unos deseos que le habían parecido irrealizables. A la clara luz matinal miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles, y la seguridad de su posesión le conmovía y le asustaba a la vez.

- Que me traigan a los boyardos - ordenó después dirigiéndose a su séquito.

Un general partió al punto al galope.

Transcurrieron dos horas justas. Napoleón se había desayunado y se hallaba en el mismo lugar que antes en el monte Poklonnaia, mientras aguardaba a los boyardos. En su imaginación se dibujaba con claridad el discurso que pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno de esa dignidad y esa grandeza tan propias del gran guerrero. Sin embargo, sus mariscales y sus generales sostenían a media voz una discusión agitada en las últimas filas del séquito. Porque las personas que habían ido en busca de los señores rusos volvían con la noticia de que la ciudad estaba desierta, de que todo el mundo se había marchado. Los rostros estaban pálidos y conmovidos. No era el vacío de la ciudad ni la partida de los habitantes lo que los asustaba, no obstante la impresión que ello les producía. Lo que sobre todo los inquietaba era tener que comunicar la noticia al Emperador. ¿Cómo enterar a Su Majestad de aquella situación terrible, que ellos juzgaban ridícula? ¿Cómo decirle que no debía esperar a los boyardos y que en la ciudad no había más que una multitud de borrachos? Unos opinaban que, costara lo que costase, había que presentarle una diputación cualquiera. Otros rechazaban esta idea y juzgaban que lo mejor era ir diciendo con prudencia y precaución toda la verdad al Emperador.

- Sí, es preciso comunicárselo enseguida - dijo un oficial de su séquito -. Pero, señores…

La situación era tanto más penosa cuanto que, mientras elaboraba sus planes magnánimos, el Emperador iba y venía febrilmente, mirando de vez en cuando el camino de Moscú y sonriendo con orgullosa alegría.

- Es imposible - decían alzando los hombros los oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellas palabras que equivalían a una sola. «Ridículo».

En este momento, el Emperador, cansado de esperar y dándose cuenta por instinto de que el momento sublime se prolongaba demasiado, comenzó a impacientarse e hizo un movimiento con la mano. Sonó un cañonazo y las tropas que rodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabales de Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Dejándose atrás unas a otras, las fuerzas avanzaban a toda prisa, desaparecían bajo las nubes de polvo que ellas mismas levantaban y llenaban el aire con sus gritos.

Arrastrado por su ejército, Napoleón llegó con él a los arrabales, pero allí se detuvo de nuevo, se apeó del caballo y anduvo largo tiempo junto a las murallas del Kamer College en espera de los representantes de la ciudad.

Pero Moscú estaba desierto. Todavía quedaba en la ciudad una pequeña parte de la población, pero estaba vacía, abandonada, como colmena sin reina.

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