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La terrible noticia de la derrota de Borodino, con las pérdidas rusas, y la más terrible aún del abandono de Moscú al enemigo llegaron a Voronezh a mediados de septiembre.

La princesa María no tuvo noticias directas de la herida de su hermano, el príncipe Andrés, sino que se enteró por los periódicos, disponiéndose a partir en su busca. Esto fue todo lo que supo Nicolás, que no había vuelto a verla.

Después, aunque no sentía desesperación, ira, deseo de venganza ni nada semejante, Rostov comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en el pueblo. Todas las conversaciones se le antojaban falsas, no sabía qué opinar de los acontecimientos y se daba cuenta de que sólo cuando se hallara en el regimiento lo vería todo más claro. Por esto se apresuró a poner fin a la misión que allí le condujera - la de comprar caballos -, y más de una vez, sin motivo alguno, increpó a sus subordinados.

Pocos días antes de su partida se celebró un servicio de acción de gracias en la catedral para honrar la Victoria alcanzada por las tropas rusas. Nicolás fue a la iglesia. Se colocó, por orden de jerarquías, detrás del gobernador y se dejó mecer por los pensamientos más diversos. Estuvo en pie durante todo el acto. Cuando se concluyó el servicio le llamó la esposa del gobernador.

- ¿Has visto a la Princesa? - preguntó señalándole con la cabeza a una señora vestida de negro que estaba cerca del altar.

Nicolás la reconoció al punto, no tanto por el perfil que distinguía bajo el sombrero, sino por el sentimiento de dolor y de compasión que le sobrecogió enseguida. La princesa María, que estaba evidentemente sumida en sus pensamientos, hizo por última vez la señal de la cruz y se dispuso a salir de la iglesia.

Nicolás contempló con asombro su semblante. Era el que ya conocía, con una expresión reconcentrada y espiritual, pero aquel día tenía un brillo distinto. Aquella expresión conmovedora de tristeza le impresionó vivamente.

Como le sucedía siempre en su presencia, sin escuchar a la esposa del gobernador, sin preguntarse si sería correcto o no dirigirle la palabra en la iglesia, se aproximó a ella para decirle que conocía la causa de su dolor y que la compadecía con toda su alma. Una luz repentina iluminó el rostro de María al oír el sonido de su voz, y su dolor se dulcificó.

- Sólo quiero decirle una cosa - murmuró Nicolás -. Que si el príncipe Andrés Nikolaievitch ya no existiera, como es comandante de regimiento, su nombre vendría en la lista que publican los periódicos.

La princesa le miró sin comprender el sentido de sus palabras, feliz al reparar en la expresión de simpatía con que el joven la miraba.

- Además - prosiguió Nicolás -, las heridas por explosión (los periódicos hablan de una granada) matan al punto o son leves. Yo estoy convencido de que…

La Princesa le interrumpió.

- ¡Ah, sería espantoso! - exclamó.

Y sin explicar la causa de su emoción, inclinó la cabeza con un movimiento lleno de gracia (como todos los que hacía ante él), le dirigió una mirada de reconocimiento y siguió a su tía.

Nicolás se quedó por la tarde en casa para terminar sus cuentas con los chalanes. Cuando hubo concluido advirtió que no podía pensar en salir porque se le había hecho tarde, y empezó a pasear por la habitación pensando en la vida, cosa insólita en él.

La princesa María le había producido en Smolensk una impresión agradable. El hecho de volver a verla en condiciones tan particulares y la coincidencia de que su madre se la mostrara como un buen partido hicieron que la mirase con una atención especial.

En Voronezh, esta impresión fue no sólo agradable, sino también muy viva. La belleza moral, poco común, que esta vez observó en ella, le impresionó profundamente.

Sin embargo, tenía que salir de Voronezh y no pensaba lamentar la pérdida de la ocasión de ver a la Princesa.

Pero su encuentro con ella en la iglesia le había producido una emoción más honda de lo que sospechaba y deseaba para su tranquilidad en el porvenir. Aquel rostro fino, pálido, triste; aquella mirada radiante; aquellos graciosos movimientos, y, sobre todo, aquella tristeza tierna y profunda que se imprimía en sus rasgos, le turbaban y le atraían.

Rostov no podía soportar la actitud de superioridad espiritual en los hombres (por ello no le era simpático el príncipe Andrés). Hablaba de esto con desprecio, calificándolo de filosofía, de sueños, pero esta misma tristeza en la princesa María, tristeza que expresaba toda la profundidad de un mundo espiritual que le era desconocido, le atraía de manera irresistible.

Tenía los ojos y la garganta llenos de lágrimas cuando, inesperadamente, entró Lavruchka con un montón de papeles en la mano.

- ¡Imbécil! ¿Por qué entras cuando nadie te llama? - le increpó Nicolás, cambiando al momento de actitud.

- De parte del gobernador - dijo Lavruchka con voz soñolienta -. El correo ha traído para usted estas cartas.

- ¡Bueno! ¡Márchate!

Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le devolvía su palabra; otra de la Condesa. Las dos venían de Troitza. Su madre le hablaba de los últimos días de Moscú, de su marcha, del incendio, de la pérdida de toda su fortuna. Agregaba, entre otras cosas, que el príncipe Andrés estaba herido y los acompañaba; que su estado era grave, pero que el médico abrigaba esperanzas de que curaría, y que Sonia y Natacha eran sus enfermeras y le cuidaban.

La carta de Sonia no sorprendió demasiado a Nicolás. Sabía cuánto empeño tenía su madre en romper aquel compromiso para poder casarle con una rica heredera.

Nicolás se dirigió al día siguiente, con la carta en la mano, a casa de la princesa María. Ni uno ni otra profirieron una sola palabra que hiciera alusión a los cuidados que prodigaba Natacha a Andrés; pero, gracias a aquella carta, Nicolás se sintió de improviso como si fuera pariente de la Princesa.

Al otro día presenció su marcha para Iaroslav y, algunos después, se incorporó a su regimiento.

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