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1. Doble vía

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El golpe, dijo Fidel, no había sido contra Prío sino contra el pueblo. ¿Qué entendía con la palabra “pueblo”? Tenía de él una típica noción cristiana, paternalista y pedagógica: una comunidad “sana y modesta” cuya conciencia debía ser formada por un guía, un sacerdote que convertía, un soldado que combatía. ¿Y con la palabra “democracia”? ¿Aludía a aquella liberal? ¿A aquella orgánica de Perón o de Franco? ¿A las “democracias populares” comunistas? Pronto para decirlo. Lo cierto es que era evidente que el pueblo al que aludía no era aquel de la Constitución: era la plaza, la masa unánime. Es verdad: desde entonces invocó elecciones libres. Pero después se ufanaría de haber disimulado sus objetivos.2

No por casualidad, Fidel se distinguió enseguida de los otros grupos nacidos para combatir al régimen. Los jóvenes reunidos por el profesor García Bárcena confiaban en los militares para volver a la democracia. Fidel no quiso saber nada: quería una verdadera revolución, ni militares, ni burgueses. El profesor acabó en la cárcel, los derechos civiles fueron suspendidos: tanto mejor para Fidel, una razón más para lanzar la revuelta armada.3

Inició entonces su juego sutil: para empuñar la bandera de la democracia, debía cultivar a los partidos; para hacer la revolución, lograr que fallaran e imponer la lucha armada. Por lo tanto, mientras invocaba la Constitución, reclutó su ejército. En los tiempos del golpe tenía una visión revolucionaria y la idea de cómo realizarla, dijo años después. El modo le resultaba claro: no quería hacer la revolución para lograr el poder, sino tomar el poder para hacer la revolución; “usaba las vías legales”, explicó, para tomar “el poder por la vía revolucionara”. Más claro, imposible.4

La doble vía democrática y revolucionaria nació enseguida. Fidel se lanzó contra Batista haciendo gala de lealtad constitucional. Bien que habiendo usado toda arma contra el orden legítimo, se irguió en su férreo defensor: “Nos estábamos acostumbrando a vivir dentro de la constitución, doce años llevábamos sin grandes tropiezos”, escribió. Nunca lo había admitido, ni volvería a hacerlo jamás. Con los dirigentes ortodoxos, en tanto, cantó loas a las armas. Desde entonces, Batista ocupó en su retórica el rol antes de Grau y Prío: el mal, el demonio; hay que odiarlo sin matices, decía a Mirta; la historia lo recordará como la peste. Y la historia le importaba: como nom de guerre eligió Alejandro: Magno, obvio. Si Batista era el dragón, él era San Jorge. “Es la hora de los sacrificios y de la lucha”; decía Martí: “Morir por la patria es vivir”. O héroes o mártires.5

Fidel Castro

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