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7. La historia me absolverá

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En la cárcel por los hechos del Moncada, Fidel no se sentía derrotado: le esperaba una dura condena, pero la partida recién estaba comenzando. Se había ubicado en el centro de la escena nacional: todos debían tenerlo en cuenta, también el PSP que lo acusó de insurreccionalismo pequeñoburgués, se encontró sobrepasado por su estrategia militar. La solución electoral se alejaba: ¿cómo negociar con los carniceros que habían masacrado a prisioneros inermes? A Fidel no le iba mal como parecía.28

El proceso fue más que decente, considerando que en Cuba había una dictadura. Sólo uno de los tres jueces era fan de Batista; la defensa ejerció sus derechos. La arenga de Fidel, La historia me absolverá, duró horas: nunca fue interrumpido. Fue condenado a quince años de cárcel, ni siquiera tantos. Pesaron quizá las presiones de quienes deseaban paz en Cuba: la oposición, la Iglesia, los Estados Unidos.

Fue el discurso más famoso de Fidel. Para muchos encarna al Fidel demócrata, muerto al nacer por los enemigos que lo empujaron hacia el comunismo. Es una interpretación sin fundamentos. El contexto es conocido: Fidel quería la insurrección, boicotear soluciones electorales, tomar la guía de la oposición. A tal fin debía mostrarse fiel a la Constitución, cosa que en la arenga hizo con pasión. Pero sus planes y sus ideas eran hostiles a los principios democráticos de la Carta. Lo que ambicionaba era un “nuevo orden”, hijo del éxito militar.29

La historia del texto tiene aspectos legendarios: ¿es aquel que Fidel pronunció en el proceso? ¿Es él el autor? En el juicio no le fue permitido leer y por prodigiosa que fuera su memoria, es imposible que en su celda reprodujera literalmente el discurso. La leyenda quiere que lo escribió con una pequeña pluma embebida de jugo de limón entre las líneas de las cartas. Para algunos fue obra de Jorge Mañach, filósofo amigo: las doctas citas lo hacen pensar. Probable que Fidel lo escribiera y Mañach le añadiera de su pluma. Un amigo estalló en carcajadas cuando le preguntaron si quien lo escribió había sido el propio Fidel. Un misterio.30

¿El contenido? Quien no hubiera conocido a Fidel, habría deducido que era un demócrata pronto a morir por la Constitución. Lamentó los abusos jurídicos sufridos: el Estado de derecho era su estrella polar. Era David “indefenso, desarmado, aislado y calumniado” contra Goliat que le negaba “los derechos más elementales”. Se batía por “el derecho de los hombres a ser libres”. ¡Viva la separación de poderes! ¿El viejo régimen? Gracias a la Constitución “todos podían reunirse, asociarse, hablar y escribir con plena libertad”. ¿Posible que hablara de aquello que había combatido? ¿Sobre lo que había escrito exactamente lo contrario? Difícil no pensar que Fidel estaba actuando un rol.

Luego pasó a los hechos. Exhibió orgullo, solemnidad, virilidad; ¡era un guerrero y un sacerdote! No se había rendido a las armas, ¡no era un cobarde! Lo habían vencido el hambre y la sed. ¿Se había visto alguna vez “tanto valor y tanta grandeza”? Fingió: habría podido desencadenar al pueblo, pero quise evitar el baño de sangre. Era un héroe magnánimo: los cubanos debían estar agradecidos, especialmente los soldados: no era su intención luchar contra ellos, dijo buscando seducirlos y separarlos de Batista. Finalmente invocó al pueblo. ¿Qué pueblo? La “gran masa irredenta”, engañada y traicionada, pronta a dar “hasta la última gota de sangre”; un pueblo mítico, entendido moralmente, el pueblo de Dios.

En términos sociales, aquel pueblo estaba formado por desocupados, braceros, obreros, pequeños comerciantes y agricultores, docentes, jóvenes profesionales; era un pueblo nuevo, el pueblo elegido opuesto a los “políticos de profesión”. Fidel exhibía así su patente de ajenidad de la política: no era el líder entre los líderes, sino el profeta que irradiaba carisma. ¿El programa? Lo bastante vago como para no asustar: volver a la Constitución. Acompañado por una oscura apostilla: “Un gobierno aclamado por la masa de combatientes recibiría todas las atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad popular y de la verdadera justicia”. ¿O sea? Sobre el constitucionalismo de Fidel incumbían pesadas sombras. Prometía luego la tierra a quien la trabajaba y la indemnización de los propietarios, participación de los trabajadores en los réditos de las empresas, confiscación de los bienes mal habidos, vagas nacionalizaciones y reformas varias. Del marxista, ni siquiera el fantasma.

Destacaban en cambio hispanismo católico y matriz campesina: Cuba es un país rural, la ciudad depende de un “campesinado saludable y vigoroso”, dijo. El Estado debía orientarla, darle escuelas y hospitales. Una reforma escolar debía preparar a la vida campesina, extirpar el “egoísmo”, “la maldición de Dios”. No serán “estupideces” como “libertad de empresa, garantía de las inversiones, ley de la oferta y la demanda” las que resolverán los problemas: era un típico anticapitalista católico. Expiados los pecados, Cuba habría desplegado las velas rumbo a la salvación. Prometió de todo: industrias, desecación de pantanales, casas para todos, electricidad en todas partes, plena ocupación. ¿Cómo? Explicó: cuando no se robe más, habrá dinero para todos, no habrá más cubanos pobres. ¿Posible? Bastaba distribuir los panes y los peces y el país habría florecido. El desarrollo era un problema moral.

Invocadas la inocencia del pueblo y la corrupción de la élite, indicada la vía de la redención, quedaba incitar a los cubanos a la lucha. Para ello servían los mártires: Fidel no se ahorró detalles sobre los vejámenes cometidos con los suyos en el Moncada; les habían arrancado los ojos, pero no se habían lamentado. Así era el héroe cubano: corajudo, viril, humilde. Martirio y redención: ¿podía faltar Martí? Comienza, muriendo, la vida, había escrito. Contra el despotismo la resistencia es legítima, gritó: así era para Santo Tomás y Juan de Mariana, jesuita español del siglo XVI; es “lícito el asesinato” del tirano que usurpa el poder. Y Batista, aclaró, era más que un tirano: era un “demonio”. Fue la arenga de un fogoso jesuita.

La razón nos asiste porque “somos cubanos”, agregó. Pretendió así imponer un monopolio moral sobre la nacionalidad: los revolucionarios eran cubanos, los otros no. La nación no era un pacto político, sino un organismo natural dotado de alma, la cubanidad, que él encarnaba en nombre del pueblo; su pueblo, traicionado por quien, exponiéndolo al liberalismo estadounidense, dejaba de ser cubano. Como todos los populistas latinoamericanos, Fidel combatía la eterna lucha entre espiritualismo latino y materialismo anglosajón, organicismo católico e individualismo protestante, una guerra de religión.

“Condenadme, fue el cierre: no importa, la historia me absolverá”: palabras similares a aquellas de los jerarcas nazis en Núremberg. Estaba convencido, y siempre lo estuvo, que la historia responde a leyes y a un fin preciso. Para algunos, tal fin era el progreso. Pero el historicismo de Fidel no era científico, tenía otros orígenes: suponía que la historia respondía a un diseño divino cuyo fin es la salvación del hombre. De allí su función providencial en la historia: redimir a la humanidad del pecado.31

Fidel Castro

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