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9. Isla de Pinos
ОглавлениеFidel descontó su condena en la Isla de Pinos, donde se reencontró con sus compañeros. La prisión es batalla, repetía. Fue más que nada un convento donde estudiar y poner a prueba la fe. Fue el animador y el sacerdote: el rigor y la disciplina carcelarias le hicieron revivir la atmósfera de los jesuitas, dijo. Uno de ellos, Ángel Gaztelu, iba a celebrar la misa: eran buenos católicos, recordó. Fidel no era la excepción: “Dios es la idea suprema del bien y la justicia”, escribió al padre de un joven asesinado.34
Ello no hace pensar en malas condiciones de detención. Sin embargo, cuenta Fidel, tras la protesta con la que reaccionó a una visita de Batista, le impusieron el aislamiento: “enterrado vivo” durante diecinueve meses. Indulgía en el victimismo: estuvo aislado durante cuatro meses y por lo demás no la pasó tan mal. Lo prueban sus cartas: se complacía de las comidas, de las mañanas al sol. Podía escribir, escuchar la radio, recibir visitas. Me cuidan, escribió.35
Escribo “con la sangre de los compañeros muertos”: así se dirigía a Conte Agüero, ortodoxo anticomunista. Le resultaba útil: era el locutor radiofónico más escuchado de la isla. Con los íntimos era franco: quiero revolucionar a Cuba de la cabeza a los pies, escribía. ¿Alguien me odiará, incluida mi familia y los compañeros de escuela? Valía la pena. Las heridas de la infancia aún le dolían. Así veía a Cuba: una pequeña banda de privilegiados por un lado, el pueblo virtuoso del otro lado. El léxico era el de un falangista católico.36
Golpeaba a las puertas de los dirigentes ortodoxos, aquellos a los que había acusado de traicionar los valores del partido. Era un dar vuelta la cara. Para convencerlos, recordó a las “masas del partido” que “rogaban de rodillas sobre el prado” cuando agonizaba Chibás. Quería que lo siguieran en la vía de la redención: Cuba es un Huerto de los Olivos donde “debemos sudar sangre” por “un mañana distinto”, escribió. Había que quemar la hipótesis de una solución política; los negociados entre los partidos le causaban “accesos de rabia”: la política era guerra moral entre bien y mal, paraíso e infierno.37
¿Qué deseaba Fidel? Cuando lo pusieron en aislamiento, pidió una campaña de protesta “contra mi insólita posición”. Era ilegal, se lamentó. Sólo la prensa podía doblegar al ministro del Interior, aquel “afeminado al último grado de degeneración sexual”, escribió. Pidió a Conte Agüero que en la radio contara cada día la duración de su martirio. Y la ganó: Bohemia lo entrevistó y publicó destacadas sus palabras. Batista seguía subestimándolo.38
Pero urgía salir de la cárcel: adiós revolución, de lo contrario. Y sólo el Partido Ortodoxo, con su presión, podía forzar al régimen a liberarlo. Fue lo que le pidió al partido haciendo profesión de fe democrática: debía levantar una ola de solidaridad con los detenidos del Moncada. Fidel usaba su viejo partido, al que despreciaba, para lograr la libertad de enterrarlo. Con los más fieles, no se andaba con vueltas: sonrisas para todos, advirtió; “Ya habrá luego tiempo para aplastar todas juntas a las cucarachas”. En la espera leyó Lenin y Marx, se entusiasmó por Robespierre y Napoleón, se aburrió con Kant y Freud: así le escribió a Naty. Y estudió “la psicología de las masas”. Sobre el hábito católico se cosió el de marxista.39