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11. Enemigos por la piel

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La suerte de Fidel estaba colgada de la de Batista. La esperanza de una amnistía estaba atada a los tiempos electorales del dictador. Batista quería legitimar su poder y dividir a la oposición. Para lograrlo, convocó a elecciones en noviembre de 1954: debía mostrarse magnánimo. La clemencia hacia los rebeldes del Moncada le pareció un justo precio: agudizaba la ruptura entre radicales y moderados. En realidad corrió solo: fue una victoria de Pirro.41

Fidel hacía caja: los litigios entre los partidos y la farsa electoral lo favorecían. Cuando el Senado debatió la ley de amnistía, olfateó la ocasión: la quería sin renunciar a las armas; debía ser una victoria, no una concesión; también los fariseos, explicó, preguntaron “a Cristo si debían pagar el tributo al César” para desacreditarlo sea delante suyo que frente al pueblo; en los hechos, Cristo era él. Atormentó a todos con cartas para que se batieran por la amnistía: no soy un agitador, juró, soy responsable. Llegó hasta Goar Mestre, rey de la televisión. La CIA aconsejó liberarlo: era un católico, un dique contra los comunistas.42

Fue entonces que Rafael Díaz-Balart, el hermano de Mirta, pronunció en el Parlamento un discurso premonitorio. Lo conocía como pocos: concediendo la amnistía a Castro, advirtió, no tendremos la paz; aspira al poder total; la democracia le es extraña. Si triunfara, crearía un régimen totalitario; es un fascista psicópata, continuó. Y ya que el fascismo se terminó, encontraría en el comunismo la ideología con la cual justificar sus crímenes. Fidel traerá lutos, sangre, violencia y miseria, concluyó.43

Fidel Castro

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