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3. LOS MODELOS QUE LA CONSTITUCIÓN CONSAGRA
ОглавлениеDel análisis de nuestra Constitución, puede extraerse la conclusión de que consagra cuatro modelos básicos en el orden político, económico, social y jurídico. Dichos modelos no son absolutamente cerrados, permitiendo el desarrollo dentro de ellos de políticas de ideología diversa, pero sí son excluyentes de otros modelos alternativos y condicionantes de la acción de todos los Poderes Públicos.
a) El modelo político de la Constitución española se expresa en su Preámbulo y en el Título Preliminar, que consagran como valores fundamentales: la democracia, a su vez, basada en los ideales de justicia, libertad, igualdad, solidaridad y el pluralismo político. Valores que informan el Estado de Derecho, cuyos principios esenciales estudiamos ya en la Lección Primera y a los que nos remitimos, y que constituyen los valores superiores del ordenamiento jurídico español. Y en el orden organizativo la Constitución consagra la forma política de Monarquía parlamentaria y la unidad de la Nación española y el principio de descentralización política que se traduce en el Estado Autonómico, consagrado en el artículo 2 y en el Título VIII de la CE.
b) El modelo económico de nuestra Constitución es el de economía de mercado, basado en la libertad de empresa (artículo 38), que cuenta como derechos individuales esenciales para su funcionamiento el de propiedad y la herencia (artículo 33). Sobre la base de la garantía constitucional de este modelo, se subordina el funcionamiento de la economía a las exigencias del interés general (artículo 128), legitimando la ordenación de la misma incluso mediante su planificación general (artículo 38). Además, el art. 139.3 consagra la cláusula de libre comercio, que garantiza la unidad de mercado.
Además, fuera ya del Título I, referido a los derechos y deberes fundamentales, en el Título VII de «Economía y Hacienda» se consagra la iniciativa pública en la actividad económica. Es decir, se legitima la creación de empresas públicas, convirtiendo a las Entidades Públicas en coempresarios (según feliz expresión de la doctrina italiana) junto a los empresarios privados de la economía de mercado. Se legitima también la reserva al sector público de recursos o servicios esenciales, lo que supone sustraerlos a la libre iniciativa privada, que, en su caso, debe contar para explotar tales servicios o bienes con el adecuado título administrativo. Y se permite, por exigencias de interés general, la intervención pública de empresas privadas, que es un grado de intervención máxima en el núcleo de la dirección de empresas privadas (artículo 128 CE); todo ello sin perjuicio de la posibilidad de expropiar empresas (o bienes) por causa de utilidad pública o interés social.
c) El modelo social refleja el Estado Social y Democrático de Derecho que resulta del reconocimiento de una serie de libertades y derechos, que como hemos dicho son uno de los pilares fundamentales del Estado de Derecho. Tales libertades y derechos suponen la garantía para el individuo de que el Estado y los Poderes Públicos protegen las libres decisiones de los ciudadanos sobre los ámbitos sociales que están implicados en el núcleo sustancial de aquellos derechos y libertades. La consagración de los derechos fundamentales en la Constitución de 1978 ha roto el clásico principio in dubio pro libertate para afirmar decididamente el principio favor libertatis que potencia la fuerza expansiva de los derechos y libertades fundamentales (Pérez Luño). Sin embargo, un orden social justo no siempre resulta de la libre acción de las fuerzas sociales, individuales o de grupo, por lo cual la efectiva consagración de determinados derechos impone la acción positiva y no simplemente garantista del Estado para hacer realidad el que los ciudadanos puedan gozar de un estándar mínimo de prestaciones que permitan insertar a todos ellos en una calidad de vida digna, tal como afirma el Preámbulo de nuestra Constitución.
Con carácter general y amplio el artículo 9.2 impone a los Poderes Públicos la obligación de:
«… promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».
Ello implica que el modelo económico y el reconocimiento de los derechos y libertades públicas no garantizan por sí mismos un nivel concreto de efectividad de estos principios rectores, también denominados derechos sociales. De ahí que se imponga al Estado el deber político de asegurar una digna calidad de vida en los sectores a los que los mismos se refieren. Y en otro orden, se exige desde la Constitución que dichos principios informen la actividad de todos los Poderes Públicos.
El modelo social, por ello mismo, permite distintas opciones políticas, todas ellas perfectamente amparadas por la Constitución (STC 11/1981, de 8 de abril [RTC 1981, 11]). El problema estriba en determinar qué género de política concreta pudiera resultar incompatible con el modelo social que la Constitución consagra y, sobre todo, cuáles podrían ser las vías de reacción jurídica frente a ella. Tema que, como hemos dicho, no podría analizarse globalmente, sino considerando en qué concretos derechos o principios rectores incidía tal política. En este sentido, cabe perfectamente sostener la incompatibilidad con la Constitución de una política que instrumente una acción pública que implique una flagrante contradicción con alguno de los principios rectores de la política social del Capítulo III del Título I CE. Pero para afirmar la ilegalidad de unas normas concretas habrá que atender al grado de concreción que sobre dichos principios establezca el precepto constitucional, y el enjuiciamiento deberá tener en cuenta que la opción tomada por el Poder Público es legítima en esta materia si es congruente con una política general que en conjunto conduzca a una mejora de la calidad de vida de los ciudadanos. En definitiva, no cabe cuestionar sector a sector los niveles de progresión de la calidad de vida, cuando las soluciones adoptadas se basan en un programa conjunto perfectamente compatible con el modelo social de la Constitución. Sólo cabría hacerlo cuando una actuación concreta se desvía flagrantemente de los fines que los principios rectores imponen a la política de los Poderes Públicos en aquel sector social sin justificación racional que la fundamente.
d) Por último, algunas Constituciones, y entre ellas la nuestra, imponen un modelo jurídico previendo una serie de principios esenciales que deben informar el ordenamiento jurídico español, o más exactamente los ordenamientos jurídicos. Con carácter general, el artículo 9.3 enuncia una serie de principios fundamentales:
«La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos».
De los citados principios, cuyo análisis concreto no corresponde hacer en este lugar, cabe deducir que el constituyente español consagra un modelo jurídico que podíamos encuadrar en el clásico de la Europa continental, que fue forjándose esencialmente a lo largo de los siglos XIX y XX y que es diverso del modelo jurídico anglosajón o de otros modelos en los que impere la justicia del cadí, la aplicación de reglas religiosas o cualquier otra regla semejante. Un modelo en el que las normas y en particular la ley, priman como fuentes del Derecho, lo que diferencia notablemente este modelo de los anglosajones, tanto europeos como americanos, en los que el papel de las decisiones judiciales es muy relevante entre las fuentes del Derecho. Una ordenación jurídica en la que tanto el juez como la Administración están sometidos al imperio de la Ley, que legitima y enmarca los límites de su actividad. Y en el que las garantías de los derechos individuales constituyen una finalidad esencial del Derecho, a cuyo servicio se han ido depurando toda una serie de técnicas jurídicas muy precisas, las más importantes de las cuales recoge el precepto constitucional transcrito. Un modelo, en fin, en el que el Derecho se eleva como un sistema racional de ordenación social, con sus propios principios y reglas lógicas encuadradas en las instituciones jurídicas, cuyo funcionamiento técnico se sobrepone a las disfunciones que puedan derivarse del capricho de quienes detentan el poder o ejercen la actividad judicial.
En el ámbito del Derecho Público, por otra parte, el modelo que se establece en la Constitución es el que se deriva de los principios de la división de poderes, que analizamos en la lección 1, y del llamado régimen administrativo. Éste se diferencia también del modelo anglosajón y se consagra fundamentalmente en los artículos 103, 105 y 106 de la Constitución. Se recogen en ellos los principios de objetividad en el servicio a los intereses generales, los principios esenciales de la organización administrativa y el sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho (artículo 103.1); el régimen burocrático o estatutario de los funcionarios públicos (artículo 103.3); las garantías de intervención de los administrados y de las organizaciones y asociaciones en que se integran en el procedimiento de elaboración de reglamentos y actos, y el acceso a los registros administrativos (artículo 105); el pleno control de toda la potestad reglamentaria y de la legalidad de la actuación administrativa por los Tribunales (artículo 106.1), y la responsabilidad de la Administración Pública (artículo 106.2). Sin embargo, una de las características fundamentales del modelo de régimen administrativo, la atribución de un régimen de prerrogativas y privilegios a la Administración, que García de Enterría integra en el principio de autotutela y que ha caracterizado efectivamente a nuestro Derecho Administrativo, no está recogido en la Constitución.