Читать книгу Manual de Derecho Administrativo - Luis Martín Rebollo - Страница 27
2. UN ESTADO MONÁRQUICO
ОглавлениеEspaña es, en segundo lugar, un Estado monárquico. Así lo afirma también el art. 1.3 de la Constitución: “3. La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”. El art. 56 se refiere al Rey como Jefe del Estado “símbolo de su unidad y permanencia” que “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las Leyes”.
Esas funciones se concretan en el art. 62 de la Constitución donde se le atribuye, entre otras, convocar y disolver las Cortes, convocar elecciones, proponer el candidato a Presidente de Gobierno y nombrarlo, nombrar y separar a los miembros del Gobierno a propuesta del Presidente, expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros, conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes, ejercer el derecho de gracia, el mando supremo de las Fuerzas Armadas... La literalidad de estas funciones puede llevar a engaño a un lector no avisado. Porque, en realidad, todas o casi todas estas funciones dependen del Gobierno. Es más, la clave está en el art. 64 según el cual los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes o el Presidente del Congreso. En realidad, el Rey no tiene funciones específicamente propias (excepto quizá las del art. 65 CE). No tiene, podríamos decir, potestas, sino auctoritas. Es una magistratura de prestigio, en gran medida simbólica, por encima del debate político ordinario, que arbitra y modera con frecuencia de manera no formalizada, pero que carece en realidad de poderes concretos.
El Rey adopta, en cierto modo, la misma posición que adoptan y tienen los Presidentes de las Repúblicas parlamentarias. Es un asunto de cierto interés cuando se maneja en medios políticos o periodísticos la dicotomía Monarquía/República. Porque se trata de dos formas de Estado que cuando se le añade el adjetivo “parlamentarias” apenas si se diferencian en otra cosa que en la designación. La del monarca, lo es por herencia; la del Presidente de la República admite varias formas (desde la elección parlamentaria a la elección popular directa) aunque en este caso se plantea, sobre todo, la cuestión de sus atribuciones porque, incluso descartado el presidencialismo al estilo americano, está la cuestión de su poder concreto, de sus competencias, de su relación con el Gobierno, la coexistencia o no con un Primer Ministro o Presidente del Ejecutivo, la duración del cargo, etc. En un modelo de Estado no presidencialista, es decir, en una República parlamentaria o en una Monarquía de esa misma consideración, el Jefe del Estado que lo encarna es, como digo y como sucede en casi todos los países europeos (con la destacada excepción francesa) un poder simbólico que evita el debate partidario en numerosos aspectos que tienen que ver con la identificación, la estabilidad, la imagen exterior o la protección de las minorías, permitiendo que sea Parlamento y el Gobierno que emana de él quien dirija la política interior y exterior, como afirma hoy el art. 97 de la Constitución. Lo que quiere decir, obviamente, aunque a veces se olvida, que tanto en una Monarquía como en una República puede haber Gobiernos conservadores y Gobiernos no conservadores dado que la Monarquía o la República son simples moldes o formas que albergan la actividad de quien de verdad asume el poder de hacer cosas tangibles y concretas en forma de leyes y decisiones, esto es, el Parlamento y después el Gobierno. El Jefe del Estado pretende asegurar la estabilidad que es una condición para que los otros Poderes del Estado lleven a cabo la actividad política, ya sea legislativa o de gestión, que es la que afecta de verdad a la realidad y a la vida de los ciudadanos. Eso es lo que, en definitiva, atribuye al Rey el art. 56 de la Constitución cuando, en esencia, dice que como Jefe del Estado lo representa en las relaciones internacionales, es “símbolo” de su unidad y permanencia, “arbitra” el funcionamiento de las instituciones y nada más ejerce las funciones que “expresamente” le atribuyen la Constitución y las leyes, que son justamente esas y las que enumera el ya citado art. 62 CE.