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I. SOBRE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y SU POSICIÓN EN EL CONTEXTO DE LOS PODERES DEL ESTADO. PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES SOBRE LA ADMINISTRACIÓN

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1. Partiendo de cuanto se ha dicho en el Capítulo anterior, cabe volver de nuevo a la pregunta fundamental que entonces nos hacíamos. ¿Qué es el Derecho Administrativo? La respuesta a esta pregunta –ya lo he dicho– ha ocupado mucho espacio de los Tratados y manuales tradicionales y casi todos los autores, de una u otra manera, se han visto obligados a plantearse la cuestión. Pero prescindiendo ahora de esa abundante e interesante literatura podemos concluir diciendo que la respuesta más sencilla es al mismo tiempo la más precisa. En efecto, la más elemental definición del Derecho Administrativo es también la más correcta: el Derecho Administrativo es el Derecho la Administración Pública. El Derecho que regula a las Administraciones Públicas; en plural. Una respuesta correcta, digo, pero incompleta porque abre de inmediato un segundo interrogante: el de averiguar qué sea, en realidad, la Administración. ¿Qué es la Administración?, ¿qué son las Administraciones Públicas? Y aún más, ¿cuáles las características principales, si es que las hay, del Derecho que las regula, esto es, del Derecho Administrativo?

A acercarnos a esta cuestión se dedican las páginas que siguen.

¿Qué son, pues, las Administraciones Públicas? No es sencillo contestar a esta pregunta en términos rigurosos. Justamente las diferentes respuestas que históricamente se han dado a esa cuestión están en la base de las distintas concepciones (objetivas, funcionales o formales) del Derecho Administrativo que en la historia han sido.

No es mi propósito en este breve esquema entrar en detalle a analizar esas concepciones porque, además, a mi juicio no llevan a casi ninguna parte. A los efectos simplemente descriptivos que aquí importan, en una aproximación acaso simplista pero gráfica y exacta podemos decir que la Administración es el brazo ejecutor de los fines del Estado que, en aplicación de la Ley, interviene en numerosos ámbitos de la vida cotidiana. Dicho de otra manera, es el propio Estado en acción, el Estado que actúa, que interviene en los más variados ámbitos de la vida cotidiana. Interviene y actúa no con libertad plena sino en aplicación de la Ley. Y por eso, justamente por eso, tiene que motivar sus decisiones: para explicar –y que se pueda verificar– la vinculación de esas decisiones a la Ley (art. 35 Ley 39/2015). La Administración aplica la Ley e interviene regulando, prohibiendo, autorizando, concediendo, sancionando, prestando servicios y promocionando o fomentando actividades. Y precisamente por eso, porque actúa e interviene, entabla relaciones jurídicas con otras personas, fundamentalmente con los ciudadanos.

2. La Administración, pues, como la parte del Estado que actúa, que entabla relaciones jurídicas. Y por eso es perfectamente distinguible de los demás poderes del Estado.

En efecto, el Parlamento no es la Administración. El Parlamento, como regla general, no entabla relaciones jurídicas con los ciudadanos. El Parlamento –las Cortes Generales (Congreso y Senado) o los Parlamentos autonómicos–representan a los ciudadanos. Su función es aprobar las Leyes y controlar al Gobierno, cuyo Presidente es también elegido por la mayoría parlamentaria que sustenta al Gobierno. Pero el Parlamento no entabla normalmente relaciones (por ej. patrimoniales) con las personas físicas o jurídicas.

Tampoco el Poder Judicial se relaciona con los particulares. La función del Poder Judicial es aplicar el Ordenamiento en los casos concretos y en los distintos ámbitos jurisdiccionales. En la jurisdicción penal los tribunales condenan o absuelven por la presunta comisión de delitos; en la jurisdicción civil o social los tribunales resuelven controversias entre particulares y, como luego se dirá, en la jurisdicción contencioso-administrativa los tribunales resuelven las pretensiones de los ciudadanos en sus relaciones con la Administración y verifican la legalidad de las actuaciones de ésta. El Poder Judicial tampoco es, por tanto, Administración.

3. El Gobierno o Poder Ejecutivo, por su parte, no coincide exactamente tampoco con la Administración. Es Administración, pero no es sólo Administración. Ya me he referido de pasada a esta cuestión en el Capítulo anterior de esta obra, pero no importa volver ahora sobre ello porque se trata de una cuestión fundamental. En efecto, el Gobierno dirige la política general y la Administración (como dice el art. 97 CE), de lo que se deduce que el Gobierno es algo parcialmente distinto de la Administración (ya que si fuera lo mismo no cabría decir que aquél dirige a ésta).

Aclaremos, pues, desde el principio, que el Gobierno (estatal o autonómico) tiene carácter dual: es Administración, porque en él culmina la organización administrativa (estatal o autonómica), pero, como ya he dicho, no es sólo Administración; es también un órgano constitucional. Es ambas cosas. El Gobierno es un órgano constitucional, pero es también el máximo órgano de la Administración (estatal y/o autonómica). Y de esa doble condición se deriva una consecuencia importante. A saber, que si el Derecho Administrativo es el Derecho de la Administración, cuando el Gobierno actúa como Gobierno y no como Administración su actividad no está sometida al Derecho Administrativo, mientras que cuando actúa como Administración está íntegramente sometido a ese Derecho. La cuestión no tendría demasiada importancia si tras esa aparente cuestión de matiz no estuviera presente un tema de mucho más calado: la cuestión del control jurisdiccional de la actividad del Gobierno.

Como se deduce de los arts. 103.1 y 106 CE –y aun del 24 cuando habla de la tutela judicial efectiva– toda la actividad de la Administración está sometida al control judicial. Ese control corresponde a unos órganos judiciales especializados: los de la jurisdicción contencioso-administrativa. Decir que a veces el Gobierno no actúa como Administración y no está formalmente sometido al Derecho Administrativo es tanto como decir que, en dicha actividad, no estaría sometido al control de la citada jurisdicción (e implícitamente se estaría diciendo que no está sometido a control judicial alguno). Y eso sí es importante. Es importante desde la perspectiva de las garantías.

Por eso, justamente, deben interpretarse de forma restrictiva los supuestos en los que el Gobierno actúa como Gobierno y no como Administración. Porque, como ya hemos dicho, una característica del Estado de Derecho es que toda la actividad de la Administración esté sometida al control judicial. De modo que, si eso es así, en los casos en los que hay dudas sobre si el Gobierno –único órgano que tiene carácter dual– actúa como Gobierno o como Administración, hay que decantarse, como regla, por la segunda opción. Y sólo excepcionalmente por la primera. Así, pues, el Gobierno actúa como Gobierno en supuestos excepcionales; supuestos que ha ido poco a poco decantando la jurisprudencia, habida cuenta de que no hay una concreción en sede legislativa.

¿Cuáles son esos supuestos? Pocos realmente. El planteamiento tradicional limita esos casos a un par de circunstancias:

a) Los actos relativos a las relaciones internacionales. Es decir, los supuestos en los que el Gobierno toma decisiones que afectan a las relaciones internacionales (por ej. la decisión de entablar o de romper relaciones diplomáticas con otros Estados); y

b) Los actos que se refieren a las relaciones del Gobierno con los otros Poderes del Estado (por ej. el envío o la retirada de un proyecto de Ley al Parlamento y cuestiones similares).

Aún cabría añadir, quizá, los actos relacionados con las prioridades en el uso del Presupuesto (que, como se sabe, aprueba el Parlamento y respecto del cual el Gobierno puede decidir qué concretas partidas presupuestarias, por ejemplo, para construir carreteras, se gastan primero habida cuenta de que no se puede hacer todo a la vez y al mismo tiempo), los casos del ejercicio del derecho de gracia (indultos) y, en general, aquellos otros actos que no están destinados a producir efectos jurídicos.

En todos esos casos y sólo en esos el Gobierno actuaría como Gobierno y no como Administración. Pero aun así el avance desde la perspectiva del control ha sido notable, porque incluso en esos casos, incluso cuando el Gobierno actúa como Gobierno y no como Administración hay aspectos de esa actuación que sí son controlables jurisdiccionalmente, en los términos hoy del art. 2.a) de la Ley 29/1998, de la Jurisdicción contencioso-administrativa. Es decir, son siempre objeto de control por la jurisdicción contencioso-administrativa los actos que afecten a los derechos fundamentales y los elementos reglados de cualquier tipo de acto del Gobierno (por ej. en el caso de los indultos hay jurisprudencia en la que, sin entrar en el fondo del asunto, los tribunales han analizado si se daban o no los requisitos formales exigidos por la vieja Ley que regula el llamado derecho de gracia). Todo lo cual es un avance extraordinariamente significativo que culmina una evolución centenaria que se inicia en 1888, con la primera Ley de la jurisdicción contenciosa –en la que el control de la Administración era muy limitado– y acaba cien años después en la Ley vigente de 1998, donde toda la actividad administrativa es potencialmente objeto de control y aun, como digo, también algunos aspectos de la actividad no administrativa del Gobierno.

Incidentalmente cabe añadir –aunque se rompa un tanto el hilo del discurso– que porque no son Administración tampoco se someten, en principio, al Derecho Administrativo la actuación –aunque sea materialmente administrativa– de los otros Poderes del Estado (las Cortes Generales, el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo...) y, en consecuencia la conclusión lógica sería que tampoco estaría sometida su actividad al control de la jurisdicción contencioso-administrativa. Pero como no es posible que haya ámbitos sin control judicial, la propia Ley 29/1998, de la Jurisdicción contencioso-administrativa, prevé expresamente en su art. 1,.3.a) que los actos y disposiciones “en materia de personal, administración y gestión patrimonial” de esos órganos constitucionales sean controlados por la citada jurisdicción contencioso-administrativa. Lo mismo afirma el art. 1.b) respecto de los actos del Consejo General del Poder Judicial. Y, por eso, porque de no decirlo así expresamente la Ley dichos actos no se someterían al control de esa jurisdicción –tendría que ser, por exclusión, la jurisdicción civil– es por lo que a esa competencia de la jurisdicción contenciosa se la suele llamar competencia de atribución. Interviene, pues, porque la Ley le atribuye esa competencia; no porque se derive de la lógica interna del sistema según la cual la jurisdicción contencioso-administrativa conoce sólo de la actividad o inactividad de las Administraciones Públicas.

4. Del Gobierno depende todo el complejo aparato institucional que actúa e interviene y que llamamos Administración. Sólo en este sentido puede admitirse la equiparación entre Administración y Poder Ejecutivo. Quiere decirse que debajo del Gobierno, debajo del Consejo de Ministros, todo es Administración, sin perjuicio de que haya cargos cuyo nombramiento se lleva a cabo libremente y con criterios políticos (por ej. los Secretarios de Estado), y cargos de carácter profesional y extracción técnica servidos por funcionarios. A todos ellos se les aplica el Derecho Administrativo. Todos son ya Administración. Todos sus actos son controlables.

5. Así, pues, como se acaba de decir, la Administración, las Administraciones, son quienes actúan, quienes entablan relaciones. Son ellas las que, en aplicación de las Leyes, –eso debe subrayarse– autorizan, prohíben, limitan, sancionan, expropian, contratan, ordenan, inspeccionan, recaudan, atienden, conceden, fomentan o prestan servicios (en forma de hospitales, escuelas, aeropuertos, ferrocarriles...). Es decir, es la Administración la que hace, la que obra, la que interviene, la que actúa. Es la Administración, son las Administraciones, mejor dicho, las que otorgan subvenciones, construyen carreteras, exaccionan tributos, imponen sanciones, intervienen y actúan en los más variados ámbitos de la vida social. En el urbanismo y el patrimonio cultural, en la protección del medio ambiente y de la naturaleza, en la economía y en la banca, en la agricultura y la pesca, en la industria, el comercio, los consumidores, el turismo, las comunicaciones postales y telefónicas, las telecomunicaciones, la energía, la sanidad, la cultura, el deporte, los espectáculos... No hay ámbito apenas en el que no haya normas que disciplinen la actividad y un aparato administrativo (estatal, autonómico o local, en función de la competencia de cada Administración cual) que se ocupe de aplicar esas normas mediante la vigilancia, el control, las sanciones, las autorizaciones, las prestaciones o el fomento de la iniciativa privada... Y ello conecta con las preocupaciones de los ciudadanos cuyo primer interés es que la Administración preste eficazmente la amplia gama de servicios que son de su responsabilidad. Prestaciones que, como es fácilmente constatable, van desde la educación a la sanidad, desde los transportes a la policía de seguridad, los equipamientos sociales y otros muchos, incluso desconocidos para la mayoría por su falta de visibilidad (inspecciones alimentarias, control del tráfico aéreo, limpieza de infraestructuras, protección consular, etc., etc.). La presencia cotidiana de las Administraciones Públicas es hoy un fenómeno común a todos los países que, por lo habitual, no siempre es suficientemente constatado. Se podrá discutir sobre la mayor o menor dimensión de lo público y del Estado. Pero, habida cuenta que esa presencia en mayor o menor medida es un fenómeno común y general en toda Europa, lo importante, lo verdaderamente trascendente es que esa Administración sea efectivamente un instrumento de la sociedad al servicio de los intereses generales, como dice el art. 103 CE.

6. En su actuación la Administración está regulada en el Título IV de la Constitución, cuyos criterios y principios informadores se refieren a todas ellas (STC 85/1982, de 25 octubre). ¿Cuáles son esos principios generales? La respuesta la proporcionan los arts. 103 y 106 CE. Una variada gama de principios que deben inspirar la organización y la actuación de la Administración, pero que tienen una virtualidad de diversa entidad.

La Administración, a diferencia del Parlamento, no representa a nadie. Sirve. “Sirve con objetividad los intereses generales y actúa (...) con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho” Es lo que dice el art. art. 103.1 CE. Esto es, actúa sometida al Ordenamiento Jurídico, que es algo más que el conglomerado o suma de las leyes pues incluye también el conjunto de principios que les dan vida y sirven para interpretar las normas; principios que derivan de la Constitución pero también del conjunto de valores culturales y axiológicos que están en la base de la propia organización social de cada tiempo y lugar.

La Administración es, pues, como ya he dicho, el brazo ejecutor de los fines del Estado cuya legitimidad, a diferencia de éste, no reside en que sea representativa, sino en su sometimiento a la Ley, en su carácter servicial, en su instrumentalidad al servicio de la eficacia y la objetividad de su funcionamiento. De ahí que no pueda, ni deba confundirse una Administración democrática con una Administración representativa. La Administración no representa a nadie. Sirve a los intereses generales. La Administración es democrática si asume los valores constitucionales, si es eficaz, objetiva y transparente; si está suficientemente controlada desde fuera. La Administración es democrática, aunque parezca una redundancia, si es la Administración de un Estado democrático, es decir, de un Estado con democracia parlamentaria. Ese es el punto de partida de juristas tan notables como Hans Kelsen y, sobre todo, de su discípulo administrativista Adolf Merkl, como han recordado entre nosotros García de Enterría y S. Martín-Retortillo. Merkl, llegó incluso a decir que una Administración autocrática sería la garantía de la única democracia posible, que es la democracia en la legislación, pues aquélla se limitaría a cumplir la ley eficazmente. Kelsen había apuntado la misma idea, que sería después desarrollada por Merkl, al afirmar que “puede existir una legislación democrática, unida a una ejecución autocrática”. Merkl va más lejos. La democracia –dice–se realizaría de modo pleno en el supuesto de que el pueblo soberano reunido en asamblea no sólo dictara las leyes, sino que las ejecutara y aplicara. Pero este sistema de autoadministración es imposible en sociedades complejas. Esa tarea le corresponde a la Administración, partiendo de la base de que “ejecutar” es “ejecutar la voluntad popular formulada por la ley”. Y eso exige la vinculación y subordinación rigurosa de todos a la Ley. “Desde este punto de vista –añade– parece que la organización administrativa es tanto más democrática cuanto mejor asegure la ejecución de la ley”. De manera tal que sería ciertamente antidemocrática una organización que trate de plasmar en sus actos la voluntad de quienes la componen y no la voluntad general que se manifiesta en la ley. Hay que garantizar, pues, que en una organización administrativa se imponga la voluntad del grupo popular más amplio frente a la voluntad del grupo más reducido.

Y es que la eficacia puede exigir, en efecto, una Administración fuertemente jerarquizada y no por ello esa Administración deja de ser democrática si cumple los fines de la Constitución y de la Ley y asume como propios los valores constitucionales. Ello no quiere decir que haya que excluir vías de participación social o funcional. Al contrario, cada vez son más necesarias, pero no para legitimar a la Administración –que se legitima, como he dicho, por su carácter servicial y sometimiento a la Ley– sino para facilitar el consenso, la integración, la transparencia y el siempre deseable acercamiento entre el Estado y la Sociedad, entre los órganos políticos y la generalidad de los ciudadanos.

Así, pues, la Administración tiene carácter servicial y está vinculada al principio de legalidad. Esta vinculación implica una consecuencia importante a la que me acabo de referir más arriba. Así como los particulares pueden hacer todo lo que la Ley no prohíba porque para ellos rige el criterio o principio de libertad, para la Administración rige el principio opuesto: sólo puede hacer lo que la Ley le habilita o autoriza a realizar. Por eso, quizá, en el Estado social aparecen nuevas tareas para el Parlamento distintas de las propias del Estado liberal. Y es que la ley ya no deberá ya sólo limitarse a permitir a la Administración que actúe sino que ha de establecer mandatos más concretos, pautas, criterios, medidas, principios de actuación, cotas de calidad y estándares de frecuencia que sirvan a los tribunales de parámetro de referencia para verificar y controlar la actividad o la inactividad administrativa.

El Derecho Administrativo que regula a la Administración en su doble vertiente de instrumento garantizador de los ciudadanos y de herramienta del Poder, se convierte así en la piedra de toque de la Constitución, en el lugar donde se plasman concretamente los grandes principios constitucionales. El Derecho Administrativo será, así, como se ha dicho, el Derecho Constitucional de lo cotidiano, de lo concreto y toda su actividad está presidida por los principios constitucionales, es decir, se trata de un Derecho que tiene necesariamente unas “bases constitucionales”, parafraseando ahora el gráfico título de un conocido trabajo de Georges Vedel.(“Les bases constitutionnelles du Droit Administratif”, ahora en el volumen Pages de doctrine, 1980).

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