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3. ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA PERSONIFICACIÓN. EL DERECHO ADMINISTRATIVO COMO EL DERECHO DE LAS PERSONAS JURÍDICO-ADMINISTRATIVAS

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1. Así, pues, lo que en verdad tiene interés desde el punto de vista del Derecho y en virtud, precisamente, de lo que antes se ha dicho, esto es, de su carácter relacional, es que la Administración sea una persona jurídica y, como tal, según ya se ha repetido, centro de imputación de situaciones jurídicas activas y pasivas. Puede recurrir, adquirir, intervenir, comprar, contratar, vender. Y puede ser sujeto pasivo, es decir, puede ser demandada, recurrida o condenada a hacer o a dejar de hacer cosas. Es la consecuencia de la personalidad.

¿Cuántas personalidades públicas habrá entonces? Pues tantas como Administraciones. Cada Administración tiene personalidad jurídica propia. Cada una de ellas es un sujeto, un ente, una persona jurídica, expresiones similares que conducen a la misma consecuencia.

De modo que tendremos una Administración General del Estado, 17 Administraciones Autonómicas, medio centenar de Administraciones Provinciales, más de 8.000 Municipios, otros entes locales similares (islas, comarcas, mancomunidades...) y un conjunto indeterminado de entidades públicas instrumentales vinculadas a las anteriores.

Conviene, no obstante, aclarar un par de ideas para no confundir conceptos. Con frecuencia es habitual emplear la expresión “Administración Local” para aludir al conjunto de entes de esta naturaleza (provincias, municipios, islas...), pero hay que aclarar inmediatamente para evitar cualquier confusión que no existe “una” Administración Local; es una manera simplificada de aludir, pedagógicamente, a la pluralidad de Administraciones de esa naturaleza, de manera que no hay una Administración o ente local sino tantos como provincias, como municipios o como esos otros entes gestionados por órganos que propios que adoptan diferentes nombres (Cabildos, Consejos Insulares, Diputaciones forales, Consejos comarcales...).

Y, en segundo lugar, hay que aclarar también que cuando hablo de un conjunto indeterminado de entidades públicas instrumentales vinculadas a las anteriores me refiero a lo que, también por razones de simplificación, llamamos Administración Institucional, pero que, en realidad, no son tampoco “una” Administración sino un conjunto de entes con su personalidad creados para prestar funciones y servicios singulares y especializados. A ellos me referiré en detalle en otro momento.

Así, pues, casi 9.000 Administraciones, cada una de las cuales actúa para el cumplimiento de sus fines, como ya se ha dicho, “con personalidad jurídica única” (art. 3.4 Ley 40/2015).

2. A partir de este dato de la personalidad jurídica la consecuencia más importante es que de esa forma se destaca el carácter relacional de esa persona. Una persona respecto de la que hay que añadir que es una organización compleja, integrada por un conjunto heterogéneo de órganos jerárquicamente ordenados que son “creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley” (art. 103.2 CE).

Desde el punto de vista político y organizativo la Administración del Estado –y la de las Comunidades Autónomas– responden al modelo institucional según el cual su legitimación deriva de su papel de ejecutar la ley y de su dependencia del Gobierno (art. 97 CE), cuyo carácter dual ha sido ya explicado. La Administración depende de ese Gobierno de naturaleza dual (porque es, a la vez, el órgano en el que culmina la propia Administración) y es a partir de esa dependencia como se articula la conexión de la Administración con el Parlamento a través del Presidente del Gobierno que ha sido elegido por éste (art. 99 CE) y responde políticamente ante él (arts. 108 ss. CE).

Ese mismo modelo es aplicable, como he dicho, a la Administración de las Comunidades Autónomas. Pero no a los Entes locales (particularmente, los municipios) que responden al modelo corporativo en el que los ciudadanos eligen directamente a los gestores –los concejales– y se integran así en la Administración, son Administración. De ahí que pueda decirse gráficamente que el Estado y las Comunidades Autónomas tienen Administración, en tanto las Corporaciones locales son Administración.

Así, pues, esa Administración servicial, personificada, sometida a la Ley y al Derecho, dirigida por el Gobierno, integrada por un conjunto de órganos que están servidos por personas físicas y que se relaciona continuamente con los ciudadanos es a la que se le aplica el Derecho Administrativo que se convierte así en el Derecho de las personas jurídico-administrativas y cuyas características iré desglosando a lo largo de este Capítulo.

3. La complejidad de cada Administración obliga a que internamente esté estructurada en unidades de acción y responsabilidad específica que denominamos órganos, entendiendo por tales cada una de las unidades en que se divide la Administración de que se trate y a las que se encomienda una tarea concreta.

La Administración está, pues, organizada. Y esa organización se regula en diversas Leyes a las que inmediatamente me refiero. Pero la personalidad es única, de lo que se deduce una conclusión sencilla pero muy importante: que los actos administrativos se imputan a toda la Administración. La responsabilidad es también de toda la Administración. Porque la actividad de cada parte, de cada órgano, se imputa necesariamente al todo, a la persona.

Así, pues, como decía, cada una de las Administraciones Públicas está internamente organizada y esa organización se regula en Leyes diferenciadas. Por consiguiente, hay que distinguir:

a) La Administración General del Estado, se rige por Ley 40/2015, de 1 octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público.

b) Las Administraciones Autonómicas se contemplan en los Estatutos de Autonomía, pero se regulan en detalle en las Leyes propias de cada Comunidad (una lista de las cuales se halla en el Capítulo VIII de esta obra).

c) Las Entidades Locales, se regulan, en general, por la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local y por las Leyes de Régimen Local que las Comunidades Autónomas hayan podido aprobar en el ámbito de sus competencias.

d) Las Entidades Instrumentales se regulan por sus normas de creación y, en general, por las Leyes de las Administraciones que las hayan creado. Así, además de por sus leyes de creación, los entes instrumentales del Estado se rigen por la citada Ley 40/2015. Y los creados por las Comunidades Autónomas por sus leyes de organización.

En todo caso, conviene distinguir también entre organización interna de la Administración y su funcionamiento (o régimen jurídico). La regulación de la organización de las Administraciones Públicas, más allá de algunos criterios genéricos comunes contemplados en la citada Ley 40/2015, se contempla en las Leyes diferenciadas que acaban de mencionarse para cada Administración. Por el contrario, el régimen jurídico es común a todas ellas porque se fundamenta en el art. 149.1.18.ª de la Constitución que atribuye al Estado la aprobación, con carácter básico, del “régimen jurídico de las Administraciones Públicas” y el “procedimiento administrativo común”. En su desarrollo, se aprobó la Ley 30/199, de 26 noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que ha sido sustituida por la vigente Ley 39/2015, de 1 octubre, del Procedimiento Administrativo Común, de aplicación general.

4. Una precisión adicional se impone en este momento. Acabo de mencionar a la Ley 40/2015, de Régimen jurídico del Sector Público. Pues bien, creo que es el momento de aclarar que la expresión que utiliza esta Ley (Sector Público) no equivale, por más amplia, a la expresión Administración Pública. Digamos que si bien todas las Administraciones forman parte del sector público no todo el sector público es Administración. La diferencia quedó expuesta ya en el apartado B) de este mismo epígrafe al explicar el sentido de la personalidad pública. Pero no importa, creo, recalcar una vez más la diferencia que es importante desde el punto de vista jurídico, pero menos desde la óptica económica.

En efecto, desde una óptica económica se habla del sector público para hacer referencia a las actividades controladas por el poder público. Desde ese punto de vista la Administración del Estado, la de las Comunidades Autónomas o los Ayuntamientos pertenecen, sin duda, al sector público. Pero también la Seguridad Social, las Fundaciones públicas y aun los entes de naturaleza privada (sociedades anónimas de capital público) que las Administraciones y demás entes públicos pueden eventualmente crear.

Desde la óptica jurídica la conclusión es diferente. Y además importante porque el Derecho Administrativo (que implica potestades y privilegios que no tienen los particulares) sólo se aplica a las Administraciones Públicas subjetivamente consideradas a las que ya me he referido y enumerado más atrás. Pero, salvo excepciones, no se aplica a los entes de naturaleza privada aunque formen parte del sector público.

Y es que, en efecto, el Derecho Administrativo se aplica, como criterio de principio, a los entes públicos primarios (el Estado, las Comunidades Autónomas, los entes locales). Todos ellos tienen la naturaleza de Administración. Todos ellos tienen personalidad pública. Pero estos entes pueden crear otros entes o personalidades instrumentales para el cumplimiento de fines específicos. Estos nuevos entes pueden tener personalidad pública (es decir, tener el carácter de Administración) o personalidad privada (fundaciones o sociedades anónimas de capital público) y, en consecuencia, pueden quedar sometidos o no al régimen propio del Derecho Administrativo. Al tema me referiré con algún mayor detalle más adelante. Baste ahora con esa sencilla aclaración.

5. Como ya he adelantado la Ley atribuye a la Administración un conjunto de potestades y privilegios exorbitantes (es decir, fuera de la órbita del Derecho Civil). Esas potestades y privilegios son potestades-función, esto es, lo son para el cumplimiento de los fines y funciones que las Leyes asignan en cada momento a las distintas Administraciones. Así, por ejemplo, la potestad reglamentaria, la potestad expropiatoria, la potestad sancionatoria, la potestad recaudatoria, la presunción de legitimidad de sus actos hasta que un juez no los anule, la potestad de ejecución forzosa de esos mismos actos, las facultades de investigación, deslinde y recuperación de sus bienes usurpados, la posibilidad de utilizar el procedimiento de apremio, el privilegio de la inembargabilidad de sus bienes, la posibilidad del uso final de la coacción directa y de la propia fuerza...

Este amplio y hoy algo más limitado (en virtud del art. 24 CE) conjunto de privilegios se fundamenta en la finalidad de interés público que justifica la actividad administrativa (arts. 103.1 y 106.1 CE). Pero como siempre cabe la posibilidad de que la Administración y los titulares de sus órganos se excedan, incumplan las prescripciones legales, entren en colisión con los derechos e intereses de los particulares o con las competencias de otras Administraciones es necesario un sistema de garantías y unos mecanismos de control. Así, el régimen jurídico de los actos de la Administración está sujeto a rigurosas prescripciones después de seguir un procedimiento tasado y, para verificar su adecuación a la legalidad, existe, como mecanismo de garantía, un sistema de recursos administrativos y jurisdiccionales (art. 106.1 CE).

La regulación concreta de los citados privilegios y de los sistemas de control constituye la esencia misma del Derecho Administrativo, lo que caracteriza al Derecho de la persona jurídica que es la Administración. Un Derecho que se configura, así, como un elemento fundamental del siempre inestable equilibrio entre los privilegios administrativos (justificados en la función del interés general que como fiduciaria de la Ley debe personificar la Administración) y las garantías individuales; entre el Poder y la libertad. Un Derecho que facilita técnicas para que la Administración lleve a cabo su tarea de conformación social, pero que debe ser, al mismo tiempo, límite, control y garantía de los ciudadanos.

De ahí que pueda decirse que las dos Leyes generales más importantes del Derecho Administrativo sean, de un lado, las que regulan los privilegios, el régimen de los actos administrativos y el procedimiento de su producción y, de otro, las que disciplinan el control (además de las que se refieren a la organización propiamente dicha). Y esos dos grandes tipos de Leyes han seguido una pauta de cierto paralelismo. Así, la primera Ley de procedimiento fue la de 1889 y la primera de la jurisdicción contencioso-administrativa, de 1888. La segunda gran Ley de procedimiento se aprobó en 1958, la segunda Ley de lo contencioso en 1956. Luego vino la Ley de procedimiento de 1992-1999 y la Ley de lo contencioso, de 1998. En la actualidad, se trata de las dos siguientes Leyes:

• La Ley 39/2015, de 1 octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas; y

• Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa.

En ambos casos se trata de Leyes con contenidos básicos o de eficacia plena en el sentido del art. 149.1 de la Constitución, esto es, Leyes que en mayor o menor medida, son de aplicación a todas las Administraciones Públicas. La primera, la Ley 39/2015, sobre la base del título competencial estatal del art. 149.1.18.ª CE, es una Ley básica en el sentido de que la mayoría de sus preceptos se aplican a todas las Administraciones pero las Comunidades Autónomas pueden legislar en la materia desarrollándola, aunque no contradiciéndola. La segunda Ley, la Ley 29/1998, está cubierta por el art. 149.1.6.ª CE y es una Ley de competencia estatal plena, es decir, una Ley que las Comunidades Autónomas no pueden desarrollar en modo alguno.

6. Esta es, en síntesis, la configuración de las Administraciones Públicas como personas jurídicas. Unos entes que no tienen fines propios, sino los de la ley que deben aplicar y ejecutar en cada caso. Por eso, al reflexionar sobre la Administración es la óptica del ciudadano la que hay que adoptar. Porque en sus relaciones con la Administración al ciudadano le interesa lo concreto, esto es, que la Administración funcione, que preste correctamente los servicios que gestiona. Le interesa que sea eficaz, lo que supone también un mayor acercamiento en términos de credibilidad y transparencia. Y sólo en última instancia le interesa lo patológico, que, de todos modos, tiene que estar previsto. Es decir que si esa Administración no actúa o actúa inadecuadamente responda por ello viendo anulados sus actos, obligándola a actuar o haciéndola indemnizar patrimonialmente a los perjudicados.

Eficacia y control son, así, como ya nos consta, los dos pilares derivados del art. 103 CE sobre los que se monta la concepción constitucional de esa peculiar persona jurídica que es la Administración. Convertir estos principios en fórmulas precisas es una tarea para la que no siempre el Derecho proporciona suficientes herramientas.

Al servicio de la eficacia la Ley otorga a las Administraciones Públicas no pocos privilegios, algunos de los cuales ya han sido apuntados y otros serán analizados en detalle en otros Capítulos de esta obra. Pero la eficacia y la calidad de los servicios deben ser juzgados por sus usuarios y dependen sobre todo de factores ajenos al Derecho como las disponibilidades presupuestarias, las pautas organizativas, la implantación de nuevos mecanismos de gestión, la selección y formación de los funcionarios... El Derecho ahí juega un papel secundario; importante pero secundario limitado a posibilitar la existencia y funcionalidad de algunos de esos mecanismos.

El Derecho donde despliega toda su virtualidad es en la segunda parte del binomio apuntado, esto es, en el control. A su servicio se monta el procedimiento administrativo, el sistema de recursos, la jurisdicción contencioso-administrativa, la responsabilidad patrimonial. Es decir, los aspectos sustantivos y procesales propios de la técnica jurídica acuñados a lo largo de una ya muy dilatada evolución histórica. Unos mecanismos que, con todos sus defectos e insuficiencias, pueden ser buenas técnicas de control y garantía. Técnicas de control que, aunque sea de forma indirecta, ayudan también al principio de eficacia como todo el que gestione una organización privada sabe bien cuando implanta departamentos de control y calidad. En resumen, el binomio eficacia-control no sólo no es excluyente sino que complementario porque, como acabo de decir, el control también es –también puede ser– un instrumento al servicio de la eficacia. He ahí, pues, otra perspectiva del Derecho Administrativo. El Derecho Constitucional de lo concreto. El Derecho de las personas jurídico-públicas. El Derecho que pretende propiciar su eficacia y facilitar su control.

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