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2.3. LOS JUECES Y MAGISTRADOS DEL TRIENIO LIBERAL, LA EXPECTATIVA DEL JUEZ INDEPENDIENTE

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Si importante era para alcanzar la independencia del poder judicial contar con normas que organizaran éste, más transcendental para dicho fin era que los miembros de dicho poder judicial fueran independientes a la hora de impartir justicia. La deseada independencia de las personas que imparten Justicia no se obtiene de manera innata, ni se adquiere por virtud del propio nombramiento o designación, sino por una ausencia de injerencia de intereses particulares y ajenos a la Justicia.

A nuestro modo de ver los legisladores liberales partían de una premisa errónea, al equiparar de manera absoluta la independencia judicial a la separación de poderes. De tal manera, que no cayeron en la cuenta, –o no quisieron caer en ella–, de que la independencia judicial no se consigue por el sólo hecho de la existencia de una separación de poderes, pues, además del citado objetivo, resulta necesario que el poder judicial pueda tomar decisiones que competen a su organización y control. Pues gracias a ello se consiguen evitar las interferencias que en el ámbito del control judicial y su organización tengan los otros dos poderes.

Es en este sentido es donde cobra relevancia el principio de inamovilidad judicial. Esto es, que el juez una vez nombrado pueda impartir justicia sin que pueda ser destituido por el poder ejecutivo. Y así, parece evidente que la responsabilidad de la actuación del juez pueda exigirse tras el examen al que deba someterse éste dentro del propio poder judicial, sin intervención de otros poderes.

No cabe desconocer que el principio de inamovilidad judicial sí formó parte del pensamiento liberal, como así lo prescribe el artículo 252 de la Constitución de 1812 al establecer que: “Los magistrados y jueces no podrán ser depuestos de sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada y sentenciada; ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada”. De la misma manera, el artículo 253 de la citada Constitución ya recogía que los juicios contra Magistrados debían seguirse ante el denominado Supremo Tribunal de Justicia: “Si al Rey llegaren quejas contra algún magistrado, y formado expediente, parecieren fundadas, podrá, oído el consejo de Estado, suspenderle, haciendo pasar inmediatamente el expediente al supremo tribunal de Justicia, para que juzgue con arreglo a las leyes”.

El liberal de la época Ramón de Sala, ya señalaba que el principio de inamovilidad abarcaba a la propia carrera profesional del Juez o Magistrado34.

Si bien la ideología mencionada basada en el principio de inamovilidad judicial quedaba plasmada en el texto constitucional lo cierto es que lo realmente ocurrido dista bastante de aquella teoría. Y así, nos encontramos con que el poder legislativo sí llegó a destituir a aquellos Jueces y Magistrados que las Cortes consideraban afines al Rey, utilizando para ello las denominadas Órdenes legislativas, con la vocación de sustituir a aquellos por otros que fueran afines a la ideología liberal.

Por otra parte, dada la necesaria vigencia de la denominada provisionalidad del Reglamento de Audiencias y Juzgados de Primera Instancia por ausencia de división territorial se mantuvo durante el Trienio la potestad de impartir justicia por los Alcaldes, sin importar la carencia de preparación letrada de los mismos. Por lo que no podemos más que estar de acuerdo con la conclusión a la que llega Morales Payán al considerar que para la organización liberal interesaba más las personas que los “saberes”35.

En definitiva, parafraseando a Tomás y Valiente, se puede concluir con que “no fue obsesión dominante entre nuestros políticos protoliberales ni la garantía de la capacitación técnica de los juzgadores y demás gente del foro, ni la exigencia de que fundaran en términos de derecho sus resoluciones, en particular las sentencias”36.

En lo que respecta a los requisitos para ser Juez, en el Trienio Liberal se siguió partiendo de lo establecido en el artículo 251 de la Constitución de 1812 el cual establecía que: “Para ser nombrado magistrado o juez se requiere haber nacido en el territorio español, y ser mayor de veinticinco años. Las demás calidades que respectivamente deban éstos tener serán determinadas por las leyes”. Téngase en cuenta que el Decreto de 3 de junio de 1812 es el que exigirá, además, que sean letrados los jueces y magistrados, además de gozar de buen concepto en lo público, haberse acreditado por su ciencia, desinterés y moralidad.

Dada la ausencia de reformas estructurales en el nombramiento de Jueces y Magistrados durante el Trienio seguirá correspondiendo al Rey el nombramiento del Juez o Magistrado de una terna preparada al efecto por el Consejo de Estado, con la finalidad de dar asignación a la plaza de la judicatura correspondiente. Como decimos, es el Consejo de Estado el órgano encargado de proponer al Rey las plazas de Juez y Magistrado de los juzgados y tribunales –la denominada terna–, siendo el monarca el encargado del nombramiento. De tal manera, que en el Trienio se dio continuidad a lo que se venía haciendo en el anterior período absolutista.

Resulta transcendental esta cuestión, por cuanto afecta al principio de separación de poderes. Debe tomarse en cuenta no ya sólo las funciones que desempeña el Consejo de Estado, como órgano consultivo que es del poder ejecutivo, sino también la composición mixta de los miembros del Consejo de Estado, entre los que se encuentran, como dice Gómez Rivero “destacados personajes de las diversas administraciones del Estado, de la nobleza y del clero”37. Pues no en vano formaban parte de dicho Consejo de Estado eclesiásticos, grandes de España y otros elegidos entre los que más se hayan distinguido por su ilustración y conocimiento, y todos nombrados por el Rey, como así viene recogido en los artículos 232 y 233 de la Constitución de 1812, que regulan dicho órgano.

Una vez más, y en este caso de manera llamativa, puede comprobarse como la interferencia de los poderes legislativo y ejecutivo sobre el judicial durante el Trienio fue directa, y en menoscabo de la independencia judicial, habida cuenta de la influencia de dichos poderes en el nombramiento de los Jueces y Magistrados.

Resulta significativo que en algunos casos, además, se produjeron nombramientos de un Juez ad hoc para el enjuiciamiento de una determinada causa, lo que de por sí constituye una vulneración del principio de imparcialidad del juez, que el propio texto constituyente de 1812 recoge en su artículo 247, al establecer que: “Ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales por ninguna comisión, sino por el tribunal competente determinado con anterioridad por la ley”.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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