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3. LA MATERIALIZACIÓN DE LAS EXPECTATIVAS: RESULTADOS NORMATIVOS

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Preguntarnos acerca de si la normativa que generó el Trienio cubrió o no las expectativas liberales puede parecer una pregunta retórica. Dado que en 1823 se volvió al absolutismo y Fernando VII derogó toda la normativa del periodo, parece evidente que la respuesta sólo puede ser negativa. El alzamiento de Riego fue un nuevo intento, malogrado, de establecer el régimen liberal en nuestro país, y, por tanto, no pudo suponer otra cosa para sus seguidores que la más completa de las decepciones.

La respuesta, sin embargo, podría matizarse, tanto si se responde reviviendo el momento histórico del Trienio sin adelantar el acontecimiento de su revocación (en su día a día), como si lo observamos desde otra perspectiva histórica más amplia, como eslabón, dentro de la historia de la tradición jurídico-liberal española y occidental, como un momento de importantes avances en el terreno jurídico y un símbolo de lo que podría lograrse a posteriori.

Una cosa está fuera de duda: durante el Trienio liberal no sólo se recuperó la Constitución de 1812 y gran parte de la producción gaditana, sino que se siguió avanzando en el liberalismo de una forma notable. Fueron así muchas las normas de relieve que vieron la luz entonces. Entre las más conocidas las leyes sobre desvinculación, reforma del clero regular, beneficencia y, por descontado, el Código Penal de 1822.

La realidad normativa es, sin embargo, bastante más compleja que ese puñado de leyes. En primer lugar, porque el creador de derecho, como se vio anteriormente, no sólo estaba representado por las Cortes, sino por otras instancias con las que no guardaba demasiada armonía: el Rey como colegislador y los Gobiernos36. En segundo lugar, porque la tipología de dicha normativa resulta a veces confusa desde una perspectiva actual (especialmente la diferencia entre Decretos de Cortes y Leyes)37. En tercero, porque el derecho creado no es siempre un derecho realmente aplicado. Y en cuarto, porque la falta de un programa jurídico liberal claro (más allá de algunas coincidencias básicas) fruto de la disparidad de facciones de las que antes se hizo mención, generaron un conjunto extraño, un tanto desarticulado, en el que se atendieron cuestiones a veces irrelevantes y otras de mayor importancia quedaron sistemáticamente en el tintero (como las referentes a la solución americana38).

Un estudio completo de la normativa del periodo y también del grado de satisfacción que ésta tuvo para los liberales supone por ello un esfuerzo extraordinario; un esfuerzo, por descontado, muy superior a las intenciones de este trabajo, que todo lo más aspira a reflexionar, atendiendo únicamente a las leyes aprobadas, acerca del grado de complacencia que estas pudieron provocar en las diversas sensibilidades del liberalismo de la época39.

Los liberales moderados, mayoría en las Cortes de 1820 y 1821, obtuvieron desde luego importantes logros en dicho periodo y sus expectativas debieron quedar, al menos inicialmente, colmadas, sin perjuicio obviamente de reconocer que ni todas gustaron por igual a cada uno de los moderados, ni tampoco en su conjunto disgustaron a los exaltados. De los casi treinta Decretos que lograron la sanción real para convertirse en leyes en esos dos años, la mayor parte eran textos templados: leyes que tenían un carácter a veces tan reformista que salían directamente de la Ilustración40, normas conciliadoras (como la ley que permitió la vuelta a los afrancesados41 y la de amnistía a los americanos rebeldes42), o textos que desarrollaban la Constitución de 1812, como si la revolución liberal ya hubiese culminado con ella43.

No es extraño que los exaltados en general las aceptasen salvo cuando suponían una clara interpretando a la baja de las libertades de la Constitución. Así no les gustó la ley de 21 de octubre de 1820 que sometió toda reunión política pública al conocimiento previo de la Autoridad, pues se consideró que con ella se “quería convertir” a las Sociedades Patrióticas “en órganos del conformismo”44; ni tampoco la Ley de 22 de octubre de 1820 sobre libertad de expresión pues pese a declararla expresamente, luego establecía tantas excepciones, sobre todo en relación con el respeto que debía tenerse a la religión católica, que quedaba muy limitada45.

Más curiosa en esta fase resulta la adopción de algunas medidas que pueden parecer más revolucionarias: la norma que favoreció la desvinculación46 y, especialmente, algunas leyes que afectaron al clero, sobre todo la reforma de regulares que tuvo lugar en octubre de 182047. Pero ni una ni otra, aunque fueran medidas compartidas por moderados y exaltados, era tan revolucionaria como parece: la primera porque la desvinculación pese a su coherencia liberal era una iniciativa antigua, también de “herencia ilustrada”48, ya planteada desde Carlos IV; la segunda, porque a pesar de parecer una medida laica en absoluto lo era.

Ciertamente liberales moderados y exaltados coinciden en el necesario debilitamiento de la Iglesia más reaccionaria (donde se incluía el grueso del clero regular) y esta medida también persiguió este extremo, pero no puede olvidarse que la Constitución de 1812 es un texto confesional y la libertad religiosa una quimera en la España del liberalismo inicial (pese a su incoherencia) y que por tanto la medida no puede entenderse en un sentido demasiado avanzado. En este sentido, la supresión de regulares es más una medida política proteccionista del nuevo sistema que realmente liberal, más vinculada a la ruptura de un símbolo del Antiguo Régimen (como la supresión de la Inquisición) que a una medida liberalizadora49.

Es muy probable que los liberales exaltados hubieran querido llegar más lejos en este tipo de actuaciones. Sin embargo, cuando a partir de 1822 se convierten en mayoría en las Cortes, las leyes que ven la luz no muestran un cambio sustantivo. Las poco más de diez leyes que se publicaron entonces, o bien eran Decretos que se habían aprobado antes pero no habían recibido sanción50, o bien se habían venido elaborando desde entonces (como ocurre con el célebre Código Penal51) o bien seguían la estela de lo que hasta entonces se había hecho. Sólo una ley parece ser más progresista: la Ley de 7 de noviembre de 1822 “sobre reuniones para discutir en público materias políticas”.

Sin duda, la complejidad del momento impidió que se plasmara realmente en la práctica un auténtico ideario liberal progresista. Como indicó Gil Novales, la brevedad del Trienio “no permite dar a los exaltados una clara conciencia revolucionaria”52.

Durante el Trienio, puede concluirse, las expectativas de las diversas facciones liberales se vieron en parte colmadas y en parte no, pero la polarización entre moderados y exaltados a la que se fue llegando no benefició a la postre a ninguno. Sólo la reacción, el absolutismo, se vio favorecida por este enfrentamiento que supo alimentar y presentar como caótico, porque, como se insistía desde los partidarios del absolutismo “ni en los principios ni en los intereses podían estar de acuerdo los Diputados, y así era consiguiente la división en casi todos los actos de las Cortes en el que el miedo no impusiese al partido vencido”53.

El ciclo revolucionario de 1820, iniciado en el alzamiento de Riego, tuvo su símbolo final en España en la ejecución por ahorcamiento en noviembre de 1823 de su protagonista. Con ello, el absolutismo quería dejar quedar claro que la insurrección liberal había terminado, al igual que lo había hecho previamente en Nápoles (1821), Piamonte (1821) y Portugal (1823).

Esto no quiere decir, sin embargo, que el fracaso de la revolución fuera completo. En América el ciclo liberal de 1820 triunfa de forma evidente haciendo culminar el movimiento de la independencia. Poco importa que ésta no siempre se traduzca en una fórmula liberal clara o progresista, es ahora cuando la mayor parte de los territorios ultramarinos españoles se emancipan definitivamente de la metrópoli. Sería por eso absurdo negar la importancia del movimiento revolucionario de 1820, simplemente porque no lograra afianzarse en Europa.

La ilusión, las expectativas generadas entre los liberales de todo el mundo el alzamiento de Riego no terminó por eso con el fin del Trienio. Tampoco en España: los logros obtenidos (aunque luego fueran derogados) y, sobre todo, la experiencia adquirida en esos años fue esencial para el liberalismo futuro. La diáspora de liberales españoles que provocó la vuelta al absolutismo sirvió así no sólo para fortalecer las ideas liberales propias, sino también la de los países en los que se asentaban54. Por otra parte, parece fuera de duda que tanto el proceso de liberación nacional griego desarrollado a partir de 1822, como el levantamiento ruso de 1825 deben entenderse en su estela. Quizá incluso la propia Revolución de 183055.

En España el fin del trienio marca también el canto de cisne del absolutismo. La década ominosa, con un Fernando VII incapaz incluso de dotar al país de una carta otorgada similar a la francesa, fue una victoria débil que sólo sirvió para demostrar que ya no había marcha atrás en la historia. El Trienio, Riego y otros nuevos mártires de la época, como Torrijos, fusilado en Málaga en 1831, fortalecieron en España más que debilitar a los liberales. Al final, las ondas de la experiencia del Trienio, como las de una piedra lanzada a un estanque, siguieron percibiéndose en el devenir de la historia como emblema de la libertad frente a la tiranía, mientras que Fernando VII, aquel Rey otrora catalogado como “El Deseado”, lo hizo como representación de la felonía y la incapacidad56.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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