Читать книгу Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia - Remedios Morán Martín - Страница 34
1. EXPECTATIVAS Y TEMORES EN TORNO AL CICLO REVOLUCIONARIO DE 1820
ОглавлениеLas lógicas expectativas que el triunfo del alzamiento de Riego generó entre los liberales españoles y europeos no son siempre idénticas. La familia liberal, si así podemos llamarla, agrupaba en sus filas sensibilidades tan diferentes entre sí que, pese a coincidir en algunos extremos, traducían en realidad formas muy diferentes de entender el liberalismo y, en consecuencia, los logros que pretendían alcanzarse.
Ciertamente es una materia compleja el estudio de estas diversas orientaciones y, aún más, el de las metas que cada una perseguía. En un momento en el que, al menos en España, no existe una tradición de partidos políticos organizados de forma clara, sino facciones, grupos poco articulados o sociedades secretas (coherentes obviamente con el desarrollo clandestino del liberalismo en los años anteriores, a veces vinculado a la masonería) el individualismo intelectual campa a sus anchas, cada autor mantiene puntos a veces comunes entre varios grupos o simplemente evoluciona de unas posturas a otras5. Por todo ello la determinación de los programas político-jurídicos resulta complicado, y necesaria la consulta de fuentes que, indirectamente, los traduzcan, desde memorias a folletos, pasando, en especial, por la prensa, con toda la complejidad que ello supone6.
Tradicionalmente, dos son las facciones principales que existían en España ya en 1820: la de los liberales moderados y la de los exaltados; pero pese a que se trata de una distinción real, asumida por sus contemporáneos, lo cierto es que se trata de una polarización no siempre clara, fruto más bien de “un cambio generacional”7, que evoluciona a lo largo del Trienio y que además no agota completamente la realidad liberal de la época8.
Los llamados liberales moderados o doceañistas están representados por políticos de la talla de José Canga Argüelles o Diego Muñoz-Torrero y se encuentran, a veces, en la línea del coetáneo doctrinarismo francés, Constant y Bentham, y en la distancia, de Locke y Montesquieu. Sus expectativas, tras el logro del restablecimiento de la Constitución, eran extremadamente prudentes. Temerosos del jacobinismo casi tanto como del absolutismo, creían en el avance pausado de la revolución liberal, en una fórmula pactista entre lo nuevo y lo viejo sin enfrentamientos directos contra las instancias poderosas del Antiguo Régimen. Para ellos, la restablecida Constitución de 1812 era un marco perfecto, un ejemplo de texto moderado, de cuya interpretación literal dependería el éxito del sistema y el avance en las reformas iniciadas por las Cortes de Cádiz en 1810. Como indicaba Gil Novales, para ellos “la Revolución ya está hecha puesto que hay Constitución, leyes y autoridades. Al pueblo le toca obedecer, y periódicamente delegar su supuesta soberanía mediante el voto”9.
Los liberales exaltados o veinteañistas, por el contrario, están representados por el propio Riego10, pero sobre todo por Juan Romero Alpuente, probablemente “el más importante” de ellos11, Álvaro Flórez de Estrada, Francisco Javier Istúriz y Montero, o José Moreno Guerra, quienes a pesar de no rechazar de plano a autores que se denominaban en 1820 de la izquierda francesa (Constant o Sebastiani), se vinculaban sobre todo a Rousseau y, en cierto sentido, al jacobinismo12. Para ellos la revolución ha de acelerarse y temen que España derive en un sistema constitucional como el francés ultra moderado de la época, regido por la Carta Otorgada de 1814. Defensores en su inicio de la Constitución de 1812 (que en un primer momento describían como “monumento verdaderamente histórico, tan honroso a sus autores, como a la nación que merece tales leyes”13) pronto descubrirán sus limitaciones. Sus expectativas revolucionarias van por eso más allá que las de los anteriores, especialmente en relación con el Rey y la Iglesia (con cuyo sector más conservador no temen enfrentarse). “Piensan que la Constitución hay que desarrollarla, llevarla a la realidad, y para ello buscan el apoyo popular”14.
Moderados y exaltados no son sin embargo bloques del todo uniformes ni asumen todo el arco del liberalismo. Dentro del moderantismo un lugar peculiar lo tienen los afrancesados. Ellos tienen su propia prensa (El Censor), sus representantes y referentes, pero su mayor influencia era como en el caso de los moderados el “liberalismo doctrinario”15, aunque poco a poco, durante el Trienio, fueron acercándose al absolutismo16. También aquellos liberales tan conservadores que casi resulta difícil catalogarlos de liberales. Es el caso, por ejemplo, de quienes integrarán la llamada “Sociedad del Anillo”, entre los que se encuentran José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia (Conde de Toreno) que evolucionó hacia posturas cada vez más conservadoras, y Martínez de la Rosa17.
En el otro extremo, en el lado de los exaltados, también hay posturas poco coherentes entre sí, las que se mueven en un arco de mayor moderantismo como la de José María Calatrava, y las que podrían denominarse de ultra exaltadas; incluso es probable (aunque no siempre pueden vincularse con un extremo) que hubiera ya algunos partidarios del republicanismo, pues como se puede deducir de investigaciones recientes es posible “replantearse los orígenes del discurso republicano, localizándolo explícitamente entre algunos de los grupos que conformaban el liberalismo exaltado durante el Trienio Liberal en España”18. A esta disparidad, podría sumarse además la existente dentro de la “Comunería”, que es otra “nueva fórmula política” liberal surgida en 1821 por la frustración de algunos liberales exaltados19 y la propia identidad de los diputados americanos20.
La realidad es más compleja aún si salimos de la metrópolis, de la Península Ibérica, y nos centramos en los territorios de América española. Allí la familia liberal es todavía más dispar, porque la meta de la independencia contamina a la del propio liberalismo. De este modo, allí encontramos liberales no independistas (que pueden a su vez presentar las mismas facciones que los de la Península) y liberales independentistas que pueden sumar entre sus filas a exaltados y moderados, incluso en ocasiones a liberales muy conservadores, pero que coinciden en priorizar ante todo la independencia21.
En cuanto al mundo liberal fuera de las fronteras hispanas, desarrollado muchas veces en la clandestinidad, presenta también orientaciones de muy distinto tipo, pero la distinción inicial entre moderados y exaltados es también en ocasiones perceptible. El carácter transnacional del liberalismo y el interés existente por saber lo que ocurría en el extranjero (tan manifiesto en la prensa española del momento) es lógico que se tradujera en idearios más o menos coherentes entre las facciones liberales españolas y sus homólogas extranjeras, aunque tampoco han de exagerarse. Si en España es difícil trazar una línea a veces clara entre liberales moderados y exaltados lo mismo ocurre fuera. Incluso en un movimiento como el carbonario napolitano, tan influyente en Francia, España o Portugal y generalmente vinculado a los exaltados, a veces es posible encontrar posturas moderadas.
Por otro lado, las complejas circunstancias del momento, tanto internas como internacionales, favorecen una vivencia diferente del liberalismo en cada caso. Así, en Francia, el sistema de la Carta Otorgada de 1814 permite poco juego al progresismo, y aunque se habla de “diputados del lado izquierdo” como “Constant, Sebastiani, Manuel”22, el doctrinarismo y la reacción campan a sus anchas. Mientras que, en relación con Reino Unido y EE. UU., los dos grandes representes del liberalismo europeo y americano respectivamente, la recepción del ciclo revolucionario de 1820 se ve de distinto modo: en Reino Unido con alarma, pues el gobierno Tory de Lord Liverpool era antirrevolucionario y no veía con buenos ojos los movimientos liberales en otros lugares23. Y en el EE.UU. de James Monroe con expectativas, aunque la revolución liberal de 1820 resultaba más interesante en cuanto elemento desestabilizador del Imperio español (promotor de la independencia de sus territorios americanos), que propiamente como fenómeno difusor del liberalismo en Europa.
En cualquier caso, una cosa queda clara de todo lo visto con anterioridad. La revolución española de 1820 tuvo una repercusión evidente más allá de las fronteras españolas, generó grandes expectativas y tuvo un efecto catalizador del liberalismo como ideología. Los inmediatos intentos revolucionarios que tuvieron lugar en Europa y América son buena prueba de ello, pero también la extraordinaria reacción que provocó en su contra por parte de la Santa Alianza. Y es que, si la revolución de 1820 provocó una enorme ilusión entre los liberales, también generó mucho miedo entre quienes no siéndolo, veían en su consolidación el fin de su mundo.
El bloque contrarrevolucionario era mucho más compacto que el liberal. Fruto de una tradición de siglos, sus distintos elementos coexistían en una simbiosis casi perfecta, la de la sociedad estamental: los monarcas de sesgo más o menos absolutista, que se consideraban a sí mismos como garantes del orden social; la Iglesia que, amparada en la negación del libre pensamiento, identificaba a los liberales con la alteración del orden natural y divino; los nobles que querían mantener su estatus privilegiado; y en gran parte el mismo pueblo, embrutecido por el fanatismo religioso.
Dentro de este bloque estaban los denominados “serviles”: “tan ignorantes, como feroces y sanguinarios” según algunos liberales, que “después de persuadir al Rey á su entrada en el año de 1814, que la Nación quería despotismo, se valieron de ella para restablecerle. Denominaron ateos á los que hablan escrito en favor de la soberanía del pueblo, y de los imprescriptibles derechos del hombre. Llamaron herejes a los que habían manifestado aversión al feroz, y horroroso tribunal (…) Y apoderados del gobierno, unos cogieron mitras, otros togas, otros plazas en las Secretarías del Despacho, y otras bandas, cruces, y veneras”24. Eran ellos, quienes a través de la propaganda reaccionaria aterrorizaban a la población también con bulos tan gruesos como aquel que circulaba, ya desde los tiempos gaditanos, de que la presunción de inocencia recogida en el artículo 287 de la Constitución de 1812 implicaba que los delincuentes ni irían a la cárcel ni serían castigados25.
De este modo, el Trienio liberal y sus ecos transnacionales se pueden entender como el escenario en que chocaron estos miedos con las expectativas liberales: un conflicto entre revolución y contrarrevolución que tuvo uno de sus más claros campos de batalla en el legislador.