Читать книгу Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia - Remedios Morán Martín - Страница 42
4. LA DISCUSIÓN PARLAMENTARIA
ОглавлениеLos debates parlamentarios tenían como objetivo “ilustrar las materias que se tratan hasta el más completo conocimiento de los individuos del Congreso”37. La Constitución de Cádiz establecía que, tras la admisión a discusión del proyecto, el mismo se volvería a leer al menos cuatro días después, procediendo en ese momento a señalar el día para abrir su discusión. Llegado ese día, se procedería primero a discutirlo en su totalidad, y después en cada uno de sus artículos38 Esta escueta regulación sobre el modo de proceder en los debates parlamentarios de los proyectos de ley obligaba a un mayor desarrollo reglamentario.
En las discusiones parlamentarias en las que se trataban proyectos de ley debían estar presentes un número mínimo de diputados. La primera obligación de los diputados era asistir “puntualmente a todas las sesiones desde el principio hasta el fin guardando en ellas la decencia y moderación que corresponden al decoro de la Nación que representan”39. En este sentido, de cara a la formación de leyes, sólo se podían dar licencias a “la tercera parte del número excedente”40. No se estableció, sin embargo, un quorum de presencia en cuanto a las discusiones, aunque sí un quorum de votación, como veremos más adelante. En todo caso, para abrir las sesiones era necesario que se hallasen presentes cincuenta diputados, porque este número era suficiente “para acordar las resoluciones sobre negocios que no sean formación ley”41. En relación con esta cuestión, también se planteó la conveniencia o no de la asistencia de los Secretarios del Despacho a las discusiones parlamentarias. En el art. 125 CE 1812 se establecía que podían asistir a los debates “cuando y del modo que las Cortes determinen”, autorizándoles también para hablar en ellos. Los Reglamentos parlamentarios fueron bastante generosos en este sentido, puesto que, además de cuando así lo acordasen las Cortes, autorizaron a los Secretarios del Despacho a asistir a las sesiones cuando lo tuvieren por conveniente, tomando asiento indistintamente entre los diputados. Algunos miembros del Congreso, como Antonio Puigblanch o Francisco Díaz de Morales, propusieron que se les destinase una tribuna o espacio separado de los diputados, porque podría inducir a confusión, sobre todo en el momento de las votaciones, si bien finalmente esta proposición no fue aceptada42. También debían asistir los Secretarios del Despacho para sostener un proyecto, lo cual implicaba que podrían defenderlo, aunque no se establecía la forma concreta de hacerlo; y serían avisados con cierta anticipación cuando se discutiese un asunto relacionado con la materia que dependiese de su negociado, para que pudiesen prepararlo43. Algunos diputados creían que con estas facultades se daba un excesivo poder al ejecutivo. José Moreno Guerra, en la discusión de este artículo, afirmó tajantemente que “el Cuerpo legislativo debe siempre tener al freno al Cuerpo ejecutivo para que no abuse de su poder”. Reconocía este diputado que
“así también teniendo el Rey por la Constitución la iniciativa de las leyes, (…) y no pudiendo S. M. asistir a las Cortes sino para abrir y cerrar las sesiones, alguno había de venir en su nombre a sostener las proposiciones que el Rey haga, y nadie podía hacerlo sino los Ministros”44.
No obstante, recordó que, en la mente de los constituyentes, reflejada en el Discurso preliminar de la Constitución, se incluyó una afirmación más radical en este sentido: “La absoluta libertad de las discusiones se ha asegurado (…) prohibiendo que el Rey y sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones”45. La regulación constitucional sólo permitía su asistencia, según este diputado, cuando realizasen propuestas en nombre del Rey, pero no de las otras maneras incluidas en los Reglamentos parlamentarios. La presencia de los ministros en las discusiones y en las votaciones podía influir en los diputados, y les quitaba opciones de intervención, afirmando que “siempre es un escándalo que personas no enviadas por el pueblo vengan a este Congreso popular a tener preferencias sobre los verdaderos representantes de la Nación”46. En respuesta a esta intervención, el Conde de Toreno dijo que la Constitución no lo prohibía, y que la práctica de las Cortes Generales y Extraordinarias había puesto de manifiesto su necesidad para que, entre ambas potestades, ejecutiva y legislativa, hubiese “una relación íntima y no una oposición absoluta”. En este sentido, continuaba Toreno, “el artificio maravilloso de estos gobiernos (los representativos) no estriba en la oposición de los poderes, sino en su división, pero división con armonía”47.
Otro de los aspectos que, en torno a las discusiones de los proyectos de ley, fue muy tenido en cuenta ya desde el RGIC 1810, es el relativo al mantenimiento del orden y la observancia de la compostura y el silencio. Esta función se encomendaba al Presidente de las Cortes, el cual podía actuar por propia iniciativa o a instancias de algún diputado48. Además de regular el empleo de expresiones malsonantes u ofensivas para algún diputado, supuestos en los que las Cortes “acordarían lo que estimen conveniente al decoro del Congreso, y a la unión que debe reinar entre los diputados”49, el objetivo de estas normas era evitar las interrupciones a la persona que estuviera en el uso de la palabra, pero también evitar que los que estuviesen hablando palabra se “extraviasen” en la cuestión50. El RGIC 1810 era bastante más directo que los que le siguieron a la hora de criticar a los que se excedían en el uso de la palabra, estableciendo que los que apoyasen una propuesta “si no tuviesen nuevas razones que alegar, excusarán tomar la palabra, para no perder el tiempo con repeticiones inútiles, y tal vez desfiguradas, que obligarían a contestaciones impertinentes”, añadiendo que “por la misma razón, los que la impugnen, no deben distraerse a puntos inconexos con el que se discuta; ni alargar sus discursos con reflexiones que sobre no ilustrar el asunto, cansen la atención”51.
Las distintas fases de la discusión parlamentaria realmente no se regularían hasta el art. 101 del RGIC 1821. En él se establecía que
“ningún proyecto de ley, decreto o proposición, ni alguno de sus artículos, podrá discutirse sin que preceda la lectura del informe de la Comisión a cuyo examen se haya remitido por las Cortes”.
La introducción de esta aclaración respondía al hecho de haber convertido en obligatoria, mediante los Reglamentos parlamentarios, la intervención de las comisiones, puesto que constitucionalmente no era una exigencia. Una vez que el dictamen de la comisión fuese leído, uno de sus miembros debía tomar la palabra, antes que ningún otro diputado, “para aclarar la materia, dar justa idea de los fundamentos del dictamen y todo lo demás que juzgue necesario para la debida ilustración del Congreso”. Después, el Presidente daba la opción de pedir la palabra a los diputados. Si nadie la pedía, el dictamen se aprobaría sin discusión52, pero si alguno quería intervenir, se les concedería la palabra por turno, según la hubiesen solicitado. Los diputados debían informar en ese momento si su intención era apoyar o impugnar el dictamen, alternándose en las intervenciones las opiniones opuestas, de forma que primero hablaría un diputado a favor y después otro en contra53. Estos turnos debían ser respetados incluso por el Presidente, cuando solicitase la palabra, y mientras interviniese su silla sería ocupada por el Vicepresidente54. El origen de esta muestra del riguroso respeto al turno, lo encontramos en una interesante adición realizada por José María Moscoso, en la que apuntaba a que permitir hablar al Presidente en cualquier momento podría ejercer un “influjo notable” en la discusión, lo que podría ser aprovechado por el Gobierno, haciendo que la discusión “siguiese un giro que se acomodase a sus ideas”55. Los miembros de la comisión y los diputados que hubieren hecho alguna proposición podían pedir la palabra en cualquier momento “para dar las explicaciones que se necesiten, y para satisfacer a los reparos que opongan los diputados”, si bien el Presidente cuidará de “no molestar al Congreso con repeticiones inútiles”56. Por eso se advierte que, si además de los tres diputados que hubiesen hablado en favor de un proyecto, hablasen los miembros de la comisión, se tendría que oír a un número equivalente de diputados que disintieran de su dictamen, si es que se hubiese pedido la palabra en este sentido57. En cambio, los diputados que no fueran miembros de la comisión o que no hubieran planteado la proposición, sólo podrían hablar una vez sobre un mismo asunto, salvo para aclarar los hechos o deshacer equivocaciones, aunque podía pedir de nuevo la palabra cuando variase la cuestión58.
A pesar de que constitucionalmente se establecía que la discusión se haría primero sobre la totalidad del proyecto, en la práctica parlamentaria del Trienio fue bastante habitual ir directamente a la discusión por artículos, e incluso por capítulos. A medida que se avanzaba en el debate, a la vista de las observaciones que se hubiesen hecho, se iba aprobando o reprobando cada precepto, o se introducían en ellos las reformas que se considerasen oportunas59. A diferencia de en los Reglamentos parlamentarios isabelinos, en los RGIC de 1813 y 1821 no existe regulación clara del procedimiento para realizar enmiendas o introducir adiciones en el curso de la discusión, aunque, como regla general, cualquier diputado podría hacer a lo largo de la discusión “todas las adiciones y explicaciones que tuviere por oportunas”60. En la práctica de los debates parlamentarios tanto de las Cortes de Cádiz como del Trienio, era habitual usar la palabra “indicación” para que los diputados introdujeran alguna cuestión en el debate, ya fuera una proposición o una adición. En el art. 111 RGIC 1821 se acordó que no volviera a usarse, porque, tal y como justificó Miguel Martel, era un término desconocido por la Constitución, prefiriendo el empleo de la palabra “proposición”. Por este motivo, los diputados que desde ese momento presentasen alguna propuesta “en sí llevarían envuelto el objeto a que se dirigían, y las Cortes acordarían si debían resolverse como las adiciones o como las proposiciones en el sentido que hasta aquí se les ha dado”61. No todos los diputados apoyaron esta interpretación. Así, Juan Romero Alpuente pidió que se hiciese “una definición de las dos palabras, indicación y adición, dejando a un lado la de proposición, que ya siempre entenderemos por un proyecto de ley”. En cualquier caso, a pesar de lo escueto de estas referencias reglamentarias, en las discusiones de los proyectos de ley recogidas en los Diarios de Sesiones del Trienio, es habitual el empleo de las palabras “adición” y “modificación”, pero no “enmienda”. En teoría tenían que seguir los mismos trámites que cualquier proposición: lectura, defensa y discusión, tras lo cual se acordaba si se admitía o no. En caso de que se admitiera, había dos opciones: si era una adición o modificación sencilla, se aprobaba directamente, pero si era más compleja, se pasaba a la comisión, para que se le diese una forma adecuada, conforme a los términos que se hubiesen planteado en la discusión. No obstante, estas formalidades no siempre se respetaban, sobre todo cuando estábamos ante un proyecto extenso. Nuevamente Romero Alpuente se preguntaba: “¿Y en cuanto á las adiciones que estamos haciendo todos los dias, que sin sufrir las dos lecturas ocasionan alteraciones de la mayor importancia en una ley?”62.
Para poner fin a la discusión de cualquier punto, las Cortes debían decidir si la materia estaba suficientemente discutida. Si no fuera así, se volvería a la discusión, pero sería suficiente con que un diputado hablase a favor y otro en contra para volver a preguntar a las Cortes si el asunto se consideraba suficientemente discutido63. Si así fuera, se debía resolver si había lugar o no a la votación64 En cualquier caso, no podía darse por discutido un asunto sin que, al menos, hubiera tres intervenciones en cada sentido, siempre y cuando los diputados que hubiesen pedido la palabra fuesen más de seis, pues de lo contrario sólo hablarían los que la solicitasen65. Algunos diputados, como Zorraquín, defendieron que no debía coartarse la libertad de hablar de los diputados, sobre todo cuando se enfrentaban a negocios importantes, pidiendo que no se limitasen a seis las intervenciones para que “todos o los más diputados estén perfectamente enterados de la cuestión”, puesto que ese era su deber, invocando a Benjamin Constant. Giraldo, en nombre de la comisión, dijo que si el Congreso acordaba que un asunto estaba discutido tras la intervención de seis individuos, era evidente que se consideraba suficientemente ilustrado sobre la cuestión66.