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2. REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN EN EL LEGISLADOR ESPAÑOL

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La figura del legislador es siempre esencial en todo momento revolucionario, pues el Derecho es el gran instrumento de cambio del que se dispone para cambiar la realidad con cierta vocación de permanencia. Por eso, una comprensión cabal del Trienio liberal, especialmente a la hora de ver en qué grado satisfizo las expectativas que había generado, pasa necesariamente por el estudio previo de éste.

No se trata de una labor sencilla. Si por legislador entendemos sólo al creador de leyes, la Constitución de 1812 atribuía la competencia legislativa conjuntamente a las Cortes y al Rey, pero si por legislador entendemos al creador de normas, lo que resulta adecuado si queremos valorar realmente la producción jurídica del periodo, entonces también la atribuía individualmente a las Cortes y a los diversos Gobiernos26.

La creación del derecho durante el Trienio, en este esquema, estuvo marcada por el conflicto entre revolución y contrarrevolución. Diseñada la Constitución para un sistema en el que hubiese un claro entendimiento entre las Cortes y el rey, mantener en el esquema del nuevo sistema liberal a un monarca que evidentemente no lo era, supuso una dificultad añadida (cuando no directamente una imposibilidad) para la consolidación del nuevo régimen27.

Los conflictos entre el Rey y las Cortes, y también entre ambas y el Gobierno, fue una constante durante el periodo. Lo fue en un momento inicial del Trienio, pero sobre todo aumentó cuando la situación fue haciéndose más compleja (independencia americana), la reacción extranjera e interna se agravaba (confabulada con Fernando VII) y los liberales exaltados fueron ganando terreno28.

Los primeros conflictos se produjeron en 1820, cuando por decisión del Gobierno se disolvió el “Ejército de la Isla” y los diputados exaltados, aún minoría en las Cortes, exigieron infructuosamente poder controlar políticamente al Ejecutivo para evitar su actuación contrarrevolucionaria. Pero luego se mantuvo a lo largo del tiempo, entre otras cosas, por la inicial negativa del Rey a sancionar algunas leyes (como la de monacales), o nombrar, mediante su Gobierno, a autoridades de poca impronta liberal cuando no directamente absolutistas29.

Pero fue sobre todo a partir de 1822, con unas Cortes con mayoría parlamentaria exaltada, cuando el enfrentamiento entre reacción y contrarrevolución se plasmó de forma más clara en las instituciones, especialmente a partir de julio cuando partidarios “realistas” y exaltados se enfrentaron en las calles y se produjo en 1823 la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis. La decisión de las Cortes, en junio de ese año, de considerar al Rey incapaz y nombrar una “regencia” fue, no obstante, la culminación de la desafección entre el Monarca y los liberales30.

El elemento distorsionador que supuso permitir que a la cabeza del legislativo se mantuviera la principal fuerza contrarrevolucionaria supuso también un constante motivo de fricción entre los propios liberales: por una parte, porque pronto permitió constatar a los exaltados que la tan mitificada Constitución de Cádiz era en realidad un texto con grandes concesiones al conservadurismo (especialmente a favor del Rey y de la Iglesia), mientras a algunos moderados les resultaba en exceso avanzada. Por otra parte, porque las dificultades de lidiar, en dicho marco, con la reacción, hizo que el propio cuerpo liberal se fraccionase aún más impidiendo no sólo la defensa del texto constitucional sino, en general, la configuración de un programa jurídico liberal más unificado.

El modo en que debía interpretarse la Constitución dio lugar así a todo un debate que se tradujo en formas muy diferentes de entenderla31. Para gran parte de los moderados (porque siempre hubo excepciones) el texto de 1812 debía interpretarse de forma “literal” entendiendo que debía mantenerse una rígida separación entre el legislativo (las Cortes) y el poder Ejecutivo (el Gobierno), pero, como dicha interpretación “en clave presidencialista” era discrepante con el propio texto de la Constitución, terminaron planteando (al menos el ala más conservadora) una reforma del mismo a favor de un marco que potenciase más al Rey y sobre todo moderase los impulsos revolucionarios de una única cámara creando una segunda. En definitiva, amoldando la Constitución al marco moderado del Reino Unido o incluso al del doctrinarismo francés32.

Para los exaltados en general (y algunos moderados), pronto convencidos del carácter contrarrevolucionario del Rey, “las Cortes debían convertirse en el centro del Estado constitucional, legislando y gobernando (esto es, ejerciendo la dirección política del Estado), mientras que el Rey y los Ministros debían limitarse a ejecutar las directrices jurídicas y políticas de las Cortes”33. Una visión “parlamentarista” (incluso “asamblearia”) que creía que el parlamento era el auténtico representante de la Nación y que según Varela Suanzes-Carpegna era “una interpretación de impronta roussoniana, que ya habían mantenido algunos Diputados en las Cortes de Cádiz”34.

La falta de un programa jurídico liberal uniforme fue, no obstante, el gran problema en este momento. Aunque obviamente es normal la discrepancia en un sistema liberal democrático, que dicha discrepancia fuera tan temprana terminó por hundir este joven sistema parlamentario amenazado interna y externamente por fuerzas contrarrevolucionarias.

Un folleto escrito en enero de 1822 y publicado en Salamanca con el título de “Apuntes sobre lo que deben hacer las Cortes Ordinarias de 1822 y 1823”, es paradigmático de todo ello, tanto porque propone a estas un auténtico programa político-jurídico progresista, como porque deja claro la desconfianza que existe, al menos en los sectores más avanzados, hacia el Rey, los Gobiernos e incluso los liberales moderados: hacia el primero, porque a veces se niega a sancionar lo decretado en Cortes haciendo uso de su derecho de veto; hacia los segundos, porque éstos no siempre ejecutan lo aprobado (“de nada sirve” –dice el folleto– “que las Cortes decreten muchas cosas, si el Ministerio ejecuta pocas”); y hacia los liberales moderados, porque los identifica sin más con los “serviles” y, por tanto, como agentes de la contrarrevolución35.

Revolución y contrarrevolución son realidades contrapuestas que tienen difícil encaje. De intentarlo una de ambas vencerá a la otra. Los revolucionarios del Trienio, especialmente los moderados, cometieron el error de creer que la unión de ambas era posible. Creyeron inocentemente que el rey se daría cuenta de las virtudes del nuevo sistema. Claramente se equivocaron.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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