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Entonces también le fue dirigida a Abraham la palabra de Dios en una visión130. Prometiéndole este su protección y una gran recompensa, preocupado él por la posteridad nombró como su futuro heredero a un tal Eliecer, siervo suyo, y al instante le fue prometido un heredero, no aquel siervo, sino el que habría de nacer del propio Abraham, y a su vez una descendencia innumerable, no como la arena de la tierra, sino como las estrellas del cielo; donde, a mi modo de ver, más bien parece que le fue prometida la posteridad sublime por la felicidad celeste. Pues en lo que respecta a la cantidad, ¿qué son las estrellas del cielo frente a la arena de la tierra? a no ser que alguien diga que esta comparación es similar en tanto en cuanto las estrellas tampoco pueden contarse, ya que debe creerse que ni siquiera pueden verse todas. En efecto, con cuanta mayor agudeza visual se las contemple tantas más se ven. De ahí que también con razón se piensa que algunas están ocultas incluso a quienes las escudriñan con vista más penetrante, sin contar aquellas estrellas que se dice que salen y se ponen en otra parte del orbe alejadísima de nosotros. Finalmente, cualesquiera que se jacten de haber abarcado y puesto por escrito todo el número de estrellas, como Arato131 o Eudoxo132 o si existen otros, la autoridad de este libro los desdeña. Aquí ciertamente se sitúa el pensamiento que recuerda el apóstol a fin de hacer valer la gracia de Dios: Abraham creyó en Dios y le fue computado a justicia133; para que no se gloriase la circuncisión y no se quisiera admitir en la fe de Cristo a los pueblos incircuncisos. Pues cuando se hizo esto: reconocérsele la fe para justificación a Abraham que creía, todavía no había sido circuncidado.

La ciudad de Dios. Libros XVI-XXII

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