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Mientras Dios le hablaba en la misma visión, le dijo también lo siguiente: Yo soy Dios, quien te sacó de la región de los caldeos para darte esta tierra, para que seas su heredero134. Y habiéndole preguntado Abraham bajo qué signo sabría que iba a ser su heredero, le dijo Dios: toma para mí una novilla de tres años, una cabra de tres años y un carnero de tres años, una tórtola y una paloma. Por su parte, tomó para él todas estas ofrendas, las partió por la mitad y colocó estas mitades una frente a otra; pero no partió las aves. Y descendieron, como está escrito, las aves sobre los cuerpos que estaban divididos, y Abram permaneció sentado ante ellas. Pero hacia la puesta del sol el miedo se apoderó de Abram y he aquí que un oscuro e intenso temor lo invadió, y le fue dicho a Abram: has de saber que tu descendencia será peregrina en tierra ajena, y los reducirán a la esclavitud y los oprimirán durante cuatrocientos años; pero a la nación a la que hayan de servir yo la juzgaré. Pero después de esto saldrán de allí con muchas riquezas. Tú, por tu parte, irás en paz junto a tus padres satisfecho en una buena vejez. Pero a la cuarta generación retornarán aquí. Pues todavía no se han consumado los pecados de los amorreos. Y cuando ya el sol estaba a punto de ponerse, surgió una llama y he aquí que un horno humeante y antorchas de fuego pasaron en medio de las víctimas divididas. Aquel día el Señor Dios selló una alianza con Abram diciendo: daré a tu descendencia esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río Eufrates, los territorios quenitas, quenicitas, cadmonitas, hititas, fereceos, refaítas, amorreos, cananeos, eveos, guirgaseos y jebuseos135.

Todas estas predicciones se realizaron y se anunciaron en una visión por intervención divina. Discutir acerca de cada una de ellas en detalle resulta largo y excede el propósito de esta obra. Por tanto, debemos saber lo que es suficiente: después de que se dijo que Abraham creyó en Dios y le fue computado a justicia, no fue por falta de fe el que dijese: Señor Dios, bajo qué signo sabré que voy a ser tu heredero136 (sin duda se le había prometido la herencia de aquella tierra) —no dice, en efecto: ¿cómo lo sabré? Como si aún no lo creyese, sino que dice: ¿bajo qué signo lo sabré?, a fin de obtener alguna señal de aquello con la que reconocer su carácter. De igual modo, no son falta de fe de la virgen María las palabras: ¿cómo se hará eso, puesto que no conozco varón137? Pues estaba segura de que iba a suceder; preguntaba el modo en que sucedería, y lo escuchó después de haberlo preguntado—: finalmente la señal también se dio aquí a través de los animales, la novilla, la cabra, el carnero y las dos aves, la tórtola y la paloma, para que bajo dicho signo supiera que iba a suceder lo que ya no dudaba que iba a suceder. Por consiguiente, ya mediante la novilla sea simbolizada la población puesta bajo el yugo de la ley, mediante la cabra la propia población que habrá de ser pecadora, mediante el carnero también la misma población que habrá de reinar (se dice que estos animales eran de tres años porque, como eran tres los periodos de tiempo reseñables desde Adán hasta Noé, de ahí hasta Abraham y de ahí hasta David, quien, tras la reprobación de Saúl, fue el primero en ser establecido en el trono del pueblo de Israel por la voluntad de Dios, aquel pueblo, alcanzando su tercera edad, por así decirlo, se desarrolló en este tercer periodo que se extiende desde Abraham hasta David), ya estos elementos representen un significado más conveniente, de ninguna manera, sin embargo, pondría en duda que en esta están prefigurados los hombres espirituales, con el añadido de la tórtola y la paloma. Y por esto se dice: pero no partió las aves, porque los carnales se dividen entre sí, los hombres espirituales, en cambio, de ninguna manera, ya se aparten del fatigoso trato humano como la tórtola, ya pasen su vida en medio de él como la paloma. Ambas aves, sin embargo, son simples e inofensivas, simbolizando también en el propio pueblo de Israel, al que había de entregarse aquella tierra, que iban a ser hijos indivisibles de la promesa e iban a permanecer como herederos del reino en una felicidad eterna. Por su parte, las aves que descendían sobre los cuerpos que habían sido divididos no significan nada bueno, sino los espíritus de ese aire que buscan algún alimento suyo en la división de los hombres carnales. Y el hecho de que Abraham permaneció sentado ante ellas simboliza también que entre aquellas divisiones de los hombres carnales los verdaderos fieles perseverarán hasta el final. Y el que hacia la puesta del sol el miedo se apoderó de Abraham y un oscuro e intenso temor lo invadió simboliza que hacia el final de este tiempo se producirá una gran perturbación y tribulación de los fieles, de la cual dice el Señor en el Evangelio: Pues habrá entonces una gran tribulación como no la hubo desde el principio.

Por otra parte, lo que se le dice a Abraham: has de saber que tu descendencia será peregrina en tierra no propia, y los reducirán a la esclavitud y los oprimirán durante cuatrocientos años, es profetizado con total claridad respecto al pueblo de Israel, que habría de ser esclavizado en Egipto. Y no porque aquel pueblo hubiera de pasar cuatrocientos años en la misma esclavitud bajo la opresión de los egipcios, sino que se anunció de antemano que esto sucedería en los mismos cuatrocientos años. Pues como está escrito sobre Taré, el padre de Abraham: Y los días de Taré en Jarán fueron doscientos cinco138, no porque los pasó todos allí, sino porque los terminó allí, así también se introduce lo siguiente, y los reducirán a la esclavitud y los oprimirán durante cuatrocientos años, porque ese número es completado en la misma opresión, no porque transcurrió todo allí. Se dice sin duda cuatrocientos años a causa de la perfección del número, aunque sean algunos más, ya se computen desde aquel tiempo en el que se le hacían estas promesas a Abraham, ya desde el que nació Isaac, a causa de la descendencia de Abraham, respecto a la cual se realizaron dichas promesas. En efecto, se computan, como ya dijimos más arriba, desde el año septuagésimo quinto de Abraham, cuando se le hizo la primera promesa, hasta la salida de Israel de Egipto cuatrocientos treinta años. El apóstol los recuerda del modo siguiente: Dice: Y esto digo: una ley promulgada después de cuatrocientos treinta años no invalida el testamento otorgado por Dios para anular la promesa139. Por consiguiente, esos cuatrocientos treinta años bien podían citarse como cuatrocientos, porque no son muchos más, y aún más después de haber pasado ya algunos de esta cifra cuando aquellas cosas se le mostraron visualmente y se le dijeron a Abraham, o cuando Isaac le nació a su padre centenario, veinticinco años después de la primera promesa, quedando ya cuarenta y cinco de estos cuatrocientos treinta a los que Dios quiso llamar cuatrocientos. Y las restantes profecías que siguen en las palabras de la predicción de Dios, nadie pondría en duda que se refieren al pueblo de Israel140.

Por otra parte, lo que se añade: Y cuando ya el sol estaba a punto de ponerse, surgió una llama y he aquí un horno humeante y antorchas de fuego que pasaron en medio de las víctimas divididas141, significa que ya al final de los tiempos los hombres carnales deberán ser juzgados por el fuego. En efecto, como la aflicción de la ciudad de Dios cual no se dio antes jamás, que se espera que tendrá lugar bajo el Anticristo, es representada mediante el oscuro temor de Abraham a la puesta del sol, es decir, aproximándose ya el fin de los tiempos: así a la puesta del sol, es decir, ya hacia el final mismo, es representado mediante ese fuego el día del juicio que separará a los carnales que deben ser salvados por medio del fuego y a los que deben ser condenados en el fuego142. Después el testamento otorgado a Abraham designa propiamente la tierra de Canaán y menciona en ella once pueblos desde el río de Egipto hasta el gran río Éufrates. Por tanto, no desde el gran río de Egipto, es decir, el Nilo, sino desde el pequeño que fija la frontera entre Egipto y Palestina, donde se ubica la ciudad de Rinocorura143.

La ciudad de Dios. Libros XVI-XXII

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