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1. LOS DERECHOS DE AUTOR ANTES DE LA INVENCIÓN DE LA IMPRENTA

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Parte de la doctrina se ha esforzado por extraer las más antiguas referencias a la propiedad intelectual –incluso en la Edad Antigua–, donde cabe destacar trabajos como los de DOCK23, POUILLET24, FORNS25 o el propio YZQUIERDO TOLSADA. No resultaría útil en esta sede profundizar en los pormenores, pero sí debe servir para puntualizar una premisa esencial: la tecnología26 influye de manera directa en el aprovechamiento del producto del intelecto del hombre.

Algunos autores proponen la existencia de una primitiva conciencia de respeto a la obra de los autores. Ésta se asemejaría a una proyección de los derechos morales en su concepción actual. Parece fácil reconocer el derecho a la paternidad de la obra, en el sentido de obtener el reconocimiento social de su época a poetas, dramaturgos o historiadores a partir de su trabajo. DOCK renuncia a un análisis serio sobre el estado de la cuestión en épocas anteriores a Grecia, pero sí que deja constancia de algunos estudios relativos a diferentes civilizaciones. Según esta autora, en la Antigüedad griega sí existen pruebas de un cierto germen del derecho de autor en la línea apenas comentada: “En la Antigüedad encontramos en Vitrubio la relación de un hecho notable que parecería probar que las leyes áticas no eran del todo impotentes para reprimir la piratería literaria. Aristófanes el gramático, contándose entre los jueces de un concurso literario instituido en Alejandría en honor de las Musas y de Apolo, se pronunció en favor de aquél de entre los concursantes que todo el mundo consideró como el menos apto. Interrogado sobre las razones de su determinación Aristófanes demostró que las obras de todos los otros atletas eran copias serviles de obras preexistentes. A partir de entonces éstos fueron condenados ante el areópago por robo y expulsados de la ciudad”27. La citada autora profundiza en su trabajo sobre otras casuísticas de la cultura grecoromana, donde se pone de manifiesto la existencia de esa primitiva forma reconocimiento en el ámbito moral.

También se manifiesta en esta línea BAYLOS CORROZA28 para quien: “no puede decirse que la antigüedad clásica desconozca total y absolutamente el derecho de autor. Aquella época posee la convicción de que, desde un punto de vista personal y espiritual, la obra pertenece al autor y son ilícitas la usurpación de la paternidad, la publicación contra su consentimiento y el plagio. Éstas parecen ser las tres manifestaciones fundamentales de una conciencia del derecho del autor sobre su obra, que llega a traducirse incluso en una protección jurídica propiamente dicha”.

Perteneciente a esta misma corriente, cabe citar asimismo a YZQUIERDO TOLSADA, que se apoya en los escritos de la literatura clásica del periodo Augusto para demostrar la existencia de una cierta noción de reconocimiento a los autores. Este autor sostiene que en Roma existía una: “clara convicción de que la obra, bien que desde el punto de vista espiritual, pertenece al autor. (…) Existía así una clara conciencia de la ilicitud de todo acto de usurpación de la paternidad y de toda publicación contra la voluntad del autor”. Incluso, plantea que la defensa de estos intereses encontraba un cauce procesal a través de la “actio injuriarum” y de la “actio furti” para la defensa de este reconocimiento a la paternidad, así como al de elegir el momento de publicación de la obra –actualmente reconocido como derecho perteneciente a la esfera de los derechos morales del autor–29, a lo que se adhiere LATORRE30. Sin embargo, por aquel entonces, debe concluirse que se trataba de una protección o vocación de reconocimiento y defensa a la persona del autor, no como verdadera propiedad intelectual concebida como especialidad –en aquel momento desconocida–; sino como parte del honor y prestigio reconocido como creador de la obra.

Otra parte de nuestra doctrina se ha mostrado en sentido contrario, como ÁLVAREZ ROMERO31, quien indica que no existen casos en la jurisprudencia que puedan probar el planteamiento apenas expuesto. Se suman a este sector crítico GARCÍA GARRIDO32, RIBERA BLANES33 y MIRÓ LLINARES34. A ello responde YZQUIERDO TOLSADA apoyándose en textos del poeta (y jurista) latino MARCIAL35, y también DOCK –por todos–, citando la carta36 de Marco Tulio Cicerón a Ático, felicitándole por las ventas conseguidas en su obra “Ligario”, y transmitiéndole que de ahora en adelante será a él a quien conceda la explotación de sus futuras obras37.

Sin perjuicio de lo anterior, respecto de la actio furti sí que tenemos que alinearnos con la posición crítica38, puesto que parece correcto entender que mediante la actio furti lo que se defendía era el robo del corpus mechanicum, del soporte material al que se adhería la obra o, más concretamente, el robo del libro, no el robo (o atribución de la autoría) de la obra en sí misma –el corpus mysticum–. No se opone a esta consideración, al menos abiertamente, ROGEL VIDE, quien a este respecto manifiesta: “Acciones al margen –de hurto o de injuria que sean–, en Roma estaba muy mal visto plagiar, fustigando duramente los autores –Quintiliano, Virgilio y Marcial, entre otros– a quien tal hacía”. El citado autor continúa este razonamiento, afirmando: “En Roma, ciertamente, no había un derecho subjetivo de propiedad intelectual, a favor del autor de obras del espíritu, porque, en Roma, no había derechos subjetivos propiamente dichos, categoría cuya paternidad se atribuye a Dabin, que escribió en la Segunda Mitad del Siglo XIX”39.

A la luz de todo lo expuesto, cabría puntualizar que tal vez la falta de acuerdo entre autores en esta materia se deba a que están afrontando la cuestión desde ópticas diferentes. Parece claro que existía conciencia sobre el mérito del autor y el reconocimiento de ciertas consideraciones que encajan en nuestras concepciones actuales de derecho de autor –principalmente, el reconocimiento de la paternidad de la obra–, siquiera, naturales. Es consustancial al hecho de la creación que, cuanto menos, merezca el autor el reconocimiento a la paternidad de la obra, producto de su esfuerzo y genio creativo. Pero otra cosa bien distinta es que existiese una regulación positiva que configurase las situaciones derivadas de la creación artística, científica o literaria. Debemos concluir que no existía una normativa específica, pero ello no implica que no pudiera defenderse su buen nombre en base a fundamentos jurídicos más generales.

Otro sector de la doctrina ha abogado por un punto de vista intermedio entre las posiciones expuestas. Por ejemplo, LÓPEZ QUIROGA concluye: “[…] Lo que demuestra que ya los autores en la antigüedad sentían algo que pudiéramos calificar de su derecho; pero el reconocimiento jurídico de tal derecho exclusivo sobre la explotación e industrialización del producto de su inteligencia, es moderno. […] Es cierto que se producían obras, pero eran ejemplares únicos; el reproducirlos suponía un verdadero lujo, que sólo se podían permitir los privilegiados, y precisamente el derecho [de explotación] de autor arranca de la posibilidad de la multiplicación del original, dado que sólo entonces puede ponerse en condiciones de llegar a su difusión. Fue, pues, necesario que se descubriesen la imprenta, el grabado y demás medios reproductores; que la física y la química facilitasen hasta el infinito la multiplicación de las obras del pensamiento, para que brotase una fuente de riqueza que obligó al legislador, no solo a garantir los provechos económicos de la venta de dichas reproducciones, sino también a defender la producción original de los ataques que contra su integridad pudiera perpetrar […]”40.

En similares términos se pronuncia RODRÍGUEZ PARDO: “De ahí que en la sensibilidad de la época calase una interesante conciencia que afirmaba que la propiedad intelectual es una de las propiedades más íntimamente ligadas a la persona humana […]. Sin embargo, esto no significó la existencia de un reconocimiento jurídico formal del derecho de autor, ni tan siquiera de un registro por el que se salvaguardase la paternidad de las obras –cuestión ésta negada, en parte, por DETIENNE cuando afirma que los poetas trágicos guardaban, tras su representación, sus manuscritos en los archivos de la ciudad–. Sí existe, en cambio, constancia de que la sociedad poseyó una noción clara acerca de la correspondencia de ciertos derechos a los autores sobre sus obras, frente a los de aquéllos que intentaban imitar sus creaciones”41.

En definitiva, parece que sí podríamos aceptar la existencia de esa conciencia de ciertos derechos de autor en estado embrionario, pero sin un verdadero desarrollo normativo42. En cualquier caso, el paulatino desmoronamiento del Imperio Romano acabó con cualquier atisbo de desarrollo en esta materia43.

Centrándonos ahora en lo atinente al derecho de reproducción, donde el estado de la tecnología es un elemento clave para la explotación de la obra, debe concluirse que no existía un verdadero reconocimiento al mismo en sentido estricto técnico-jurídico. Sin embargo, en la práctica, mediante la venta o concesión de la edición de la obra a los editores, ya se estaban produciendo los esquemas de monetización de la obra que conservamos hasta nuestros días. Eran estos quienes se encargaban de llevar a cabo la elaboración de los ejemplares o reproducciones, pues contaban con los medios industriales –esclavos y amanuenses– para llevar a cabo las mismas, como apunta RODRÍGUEZ VALCÁRCEL44. De acuerdo con este autor, no puede hablarse de cifras aproximadas, pero se trataba de una forma de explotación de la obra bien instaurada en Roma.

Tras la caída del Imperio Romano, de acuerdo con DE AZCÁRATE Y MENÉNDEZ45, el prolongado contacto de los pueblos invasores con las instituciones romanas46 sirvió a aquellos para impregnarse de parte de su derecho, pero ello no impidió la instauración de normas propias de los invasores, así como la fragmentación territorial de los anteriores territorios del imperio, donde comenzaban a promulgarse normas locales. En consecuencia, al retroceso técnico y cultural debemos adicionar que el derecho de Roma sufrió una importante desintegración durante este periodo47.

Por tanto, cualquier atisbo de desarrollo de esa primaria conciencia48 acerca de la propiedad intelectual y su reconocimiento normativo y moral quedaron prácticamente abandonadas49. El analfabetismo reinante generó dos circunstancias contrarias a cualquier interés en esta línea. La primera de todas, la sobrevenida incapacidad de la sociedad para leer y escribir, que aparejaba como consecuencia la ausencia no solo de mercado para la venta de libros-ejemplares, sino también de mano de obra cualificada –amanuenses– para llevar a cabo la reproducción de los mismos. La segunda, el confinamiento del conocimiento en los monasterios, donde aún se mantenía viva la llama de la cultura clásica, pero donde no podía tener cabida un derecho de autor ni de propiedad, habida cuenta los necesarios votos de pobreza y de humildad, por lo que era imposible concebir la atribución a una única persona de un mérito que, además, no solía corresponder a un solo hombre, sino a una comunidad religiosa50.

A modo de cierre, podemos afirmar que antes de la imprenta no existió normativa específica de derecho de autor, pero que sí podían observarse ya los dos efectos más inmediatos: reconocimiento al autor y capacidad de explotación económica. Los atisbos mostrados por el derecho romano respondían a una situación tecnológica que permitía la monetización de las obras literarias mediante la reproducción de ejemplares, con una industria de trabajadores manuales que creaban las copias a mano, y gracias a cuya venta el autor podía obtener ganancias al producto de su intelecto. En cuanto a la Edad Media, no puede destacarse ningún progreso –más bien todo lo contrario–, pero sí que puede efectuarse una lectura respecto del imprescindible rol que juega la sociedad cuando hablamos de derecho autor. Es impensable introducir noción alguna al respecto en la sociedad de la Edad Media, donde la mayoría de la población adolecía de un analfabetismo grave, que redundaba a su vez en una falta de público para la adquisición de obras literarias.

Todo ello arroja una reflexión final determinante. El cambio tecnológico que introdujo Gutenberg con su imprenta de tipos móviles, y el mercado que se abrió como consecuencia de este revolucionario medio para la creación de ejemplares de forma rápida y a bajo coste, es evidente que no podían seguir rigiéndose por las normas anteriores a su invención. Resulta en este punto evidente la analogía con la aparición de la tecnología digital.

Propiedad y patrimonio en el medio digital

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