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3. CONTEXTO HISTÓRICO DEL NACIMIENTO DEL COPYRIGHT

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En Inglaterra, al igual que en el resto de Europa, la protección inicial que se dio a la industria editorial fue a través de privilegios. Este mecanismo operaba con análoga naturaleza, e inclusive respondía a la misma motivación, de protección de la inversión e industria67. Pero como puede extraerse con sencillez, existían otros incentivos para los gobernantes en mantener una supervisión de todo lo que se publicaba. Los privilegios, por su naturaleza de lex privata, se concedían caso por caso. Ello permitía a los gobernantes mantener una estrecha vigilancia de los contenidos que entraban en circulación en sus Estados68.

Nótese que la imprenta era una novedosa forma de transmisión de conocimiento e ideas, que podía resultar una amenaza para las estructuras de poder69. Por tanto, los privilegios, además de por las razones económicas e industriales expuestas en el apartado anterior, eran útiles como una importante herramienta de control.

La rápida expansión de la imprenta, que demostró ser además un floreciente modelo de negocio70, provocó que los privilegios comenzasen a devenir ineficientes debido a su propia naturaleza de gracia, habida cuenta el meritado carácter de lex privata al que hacíamos mención. Por ello, empezaron a aparecer las primeras normas destinadas a regular con carácter general71 la profesión de impresor. Con ello, los intereses de los editores se convertían en objeto principal de protección. Esto dejaba a los autores en un segundo plano, en una situación de indefensión.

En conclusión, atendiendo a lo expuesto, podemos colegir sin grandes dificultades que la aparición de una revolución tecnológica dio lugar a un nuevo modelo de negocio72: el editorial. El mismo, se sustentó en caracteres que se han mantenido inalterados hasta ahora: la concesión de permisos de impresión –reproducción– de obras –en este caso, literarias–, por medios mecanizados, a una fracción del precio, en gran cantidad y a gran velocidad, en tanta cantidad como el mercado pudiese absorber73; y todo ello dentro de un régimen de exclusividad respecto de la explotación de la concreta obra, puesto que quedaba prohibido que terceros no autorizados efectuasen copias de la misma obra para su venta y consecuente lucro.

A la vista de estos caracteres, cabría plantear en este punto una cuestión. Que tal facultad viniese determinada por una autorización gubernamental o por un contrato con el autor, ¿supone una variación en el fondo o en la forma de la explotación del negocio? La respuesta es que no, puesto que, en esencia, tanto derecho de autor como copyright (cada uno con su propio prisma ideológico74) perpetuaban la identidad de aquel modelo, tanto en lo referente a su explotación económica, como a los efectos jurídicos para el editor (exclusividad en la producción y venta de ejemplares), respecto a los que se producían como consecuencia de los privilegios75.

Este estancamiento e inmovilismo puede apreciarse observando el desarrollo histórico que se produjo durante los siglos XVI y XVII en Inglaterra. La doctrina apunta a que el primer privilegio76 –First Royale Printer– fue concedido en 1485 por Enrique VII a Peter Actors, garantizándole licencia de por vida para importar libros a través del puerto de Londres y disponer para su venta sin pagar aduana ni rendir ningún tipo de cuenta77. Anteriormente, en 1483, el rey Ricardo III había promulgado su Ninth Statute (noveno estatuto), en cuya virtud se establecieron una serie de excepciones para la importación de libros y de imprentas en relación con otros objetos de comercio, facilitando la llegada y expansión del nuevo invento en Inglaterra, lo que ayuda a sostener la conclusión alcanzada en el párrafo anterior.

Esta regulación flexibilizadora de la actividad comercial relacionada con la imprenta tuvo dos consecuencias importantes. La primera, el establecimiento de una industria floreciente, que incluso atraía impresores y autores de otras partes de Europa, donde las condiciones de mercado o legislativas no eran tan favorables. La segunda, en parte derivada de la primera, fue que con el tiempo se instalase en los poderes públicos ingleses la percepción de que la llegada masiva de extranjeros podría ahogar la producción propia de los nacionales ingleses, lo que unido a la situación socio-económica del Reino en aquel momento, preocupada por su capacidad de competir comercialmente con otros países de la Europa continental, motivó la promulgación por Enrique VIII de dos normas que establecieron reglas de tipo proteccionista. La primera fue “The Act concerning the taking of Apprentices by Strangers”78, en 1523 en cuya virtud se restringía a los extranjeros la facultad de emplear a otros extranjeros, ni tampoco tener más de dos empleados de nacionalidad diferente a la inglesa. La segunda fue “An Act ratifying a Decree made in the Star Chamber, concerning Strangers and Handycraftsmen inhabiting the Realm of England” en 1529, amplia en su contenido, pero que a efectos de explotación económica de la propiedad intelectual79 afectó a los extranjeros que quisieran abrir nuevas imprentas –en general industria alguna–, lo que detuvo el flujo inmigratorio80. Producto de la referida norma promulgada por Enrique VIII en 1529 se obligó a los impresores a acuñar en sus obras impresas “Cum privilegio regali ad imprimendum solum”81, lo que constata que para aquel entonces ya estaba totalmente establecido el sistema de privilegios.

Para terminar de comprender el contexto inglés, debemos introducir el papel que desempeñaba la Stationers Company, agente clave en la creación del copyright inglés, anteriormente conocida como Worshipful Company of Stationers. Fundada en 140382, durante el siglo XV y primera mitad de XVI sufrió una importante transformación. En un primer momento, se trataba de una organización gremial que se dedicaba a la reproducción de ejemplares de libros, que incluía a los trabajadores de los múltiples estadios de la producción de copias: escritores, ilustradores, libreros, etc. Con la llegada de la imprenta, paulatinamente se fue adaptando al nuevo invento, no sin dificultades, pues proliferaban ejemplares no autorizados de obras que estaban dañando el negocio del gremio.

Por ello, en 1542 la Stationers Company elevó una propuesta a la Corona: si se les concedía protección para su industria mediante decreto real, atribuyéndoles mayor control sobre la misma, esta organización gremial llevaría a cabo una labor de supervisión de contenidos (censura) perjudiciales para la Corona83. Esta petición no prosperó en aquel momento, sino hasta 1556, cuando María Tudor les encomendó la supervisión del contenido de los textos contrarios a la fe: “sediciosos y heréticos libros, rimas y tratados [que] se publican todos los días y se imprimen por personas bajas, herejes, difamatorias, maliciosas y cismáticas”84, monarca que mostraba claramente el potencial daño que podía causar la circulación de textos no controlados y contrarios a sus intereses85. Esta función de censura durante el Siglo XV había venido siendo desempeñada por el arzobispado de Canterbury a raíz de las “constitutions” de 1408 del arzobispo Thomas Arundel, confirmadas por el Parlamento en 1414, según las cuales ningún libro podía ser leído en Canterbury si previamente no había sido examinado por las universidades de Oxford o Cambridge y expresamente aprobado y permitido por el arzobispado, tras lo cual se permitía el envío a los “stationers” para su copia86.

A partir de entonces la Stationers Company empezó a acumular poder87 económico, cultural, político e industrial, en mayor medida si cabe a partir de la patente concedida por el rey James I en 160388, en cuya virtud se les concedía el monopolio en la impresión de los textos de educación básica, oraciones o almanaques en inglés89. Así pues, en esta situación de dominio, aparece por primera vez el término “copyright” en el año 1701, en los registros de la Stationers Company, aunque de modo tímido, pues solo se hallan dos menciones al mismo, de acuerdo con PATTERSON90. Sin embargo, como dice este mismo autor, el hecho realmente destacable no es la aparición del término exacto (aunque también importante, sin duda), sino que la organización había venido ejerciendo esta potestad de facto desde 1554.

Este argumento abona la tesis aquí sostenida de que el ejercicio de control de copia es un modelo de negocio y de protección jurídica del siglo XVI, basado en las convenciones de la época, nacido necesariamente como fruto de la revolución tecnológica de la imprenta, y cuya adecuación al medio digital resulta, cuanto menos, discutible. No en vano, recuerda FORNS91 que “esta entidad [la Stationers’ Company] reclamó reiteradamente un privilegio exclusivo y hereditario y al expirar en 1694 las antiguas Licensing Acts –pues Inglaterra fue el primer país en suprimir los privilegios– acudió ante el Parlamento en demanda de una ley que protegiese a perpetuidad sus pretendidos derechos contra posibles piraterías. El resultado de su gestión fue el famoso Estatuto de la Reina Ana, de 10 de abril de 1710, primera disposición legal que en el mundo reconoce el derecho de autores”.

La supresión formal de los privilegios –como dice ROGEL VIDE, el privilegio como fórmula jurídica se había vuelto una forma de concesión impopular a ojos de la ciudadanía92–, no significó en modo alguno un cambio de modelo de protección objetivo. El mérito del Estatuto de la Reina Ana fue el cambio de modelo subjetivo, que otorgaba mayor protección a los autores93 en detrimento de los editores. Pero la forma de protección que se seguía dispensando era idéntica: conceder monopolios para evitar la reproducción y venta por terceros no autorizados. Este modelo se encuentra anclado en el estado de la técnica de la época: la venta de copias era la única forma de explotación económica94. Por tanto, lógicamente, toda copia efectuada en aquel momento tenía un destino necesariamente mercantil pirata, pues la creación de cada reproducción conllevaba un coste marginal –es decir, material, personal, transporte, almacenamiento, etc.–, consumos, mano de obra y una instalación industrial en funcionamiento. En otras palabras, la reproducción de obras conllevaba costes, y solo se encontraba al alcance de quienes habían realizado una importante inversión en tal equipamiento. Así, quien creaba reproducciones, lo hacía con un único objetivo: la venta de los ejemplares.

Finalmente, para terminar con la referencia histórica al copyright anglosajón y sus génesis –que se revela en su protección idéntica al del resto de derechos europeos en los siglos XV y XVI– el Estatuto de la Reina Ana destaca también por su intitulación: “An Act for the Encouragement of Learning, by Vesting the Copies of Printed Books in the Authors or Purchasers of such Copies, during the Times therein mentioned”95.

De su tenor literal se ha deducido un amplio reconocimiento por toda la doctrina como uno de los elementos diferenciadores del copyright frente al derecho de autor96: la fundamentación de la protección en el bien común representada por la “promoción del aprendizaje” que reza la propia ley. Acreedores de la cultura anglosajona97, los Estados Unidos de América también recogerían con posterioridad este mismo objeto en su propia Constitución98 en el Article I, Section 8, Clause 8, convirtiéndose en pionera al introducir la protección de derecho de autor en una norma de carácter constitucional –y que posteriormente sería también incluido en la Constitución Francesa de 1791–.

De acuerdo con SAUNDERS99, el Estatuto de la Reina Ana sirvió no solo para reequilibrar los intereses de autores y editores, sino que influyó de forma determinante a la entonces colonia británica norteamericana. Esto se observa no solo en su Constitución, sino también en la primera Copyright Act estadounidense, de 1790. Resulta llamativo que aquella norma, que seguía el recientísimo mandato recibido por el legislador constitucional de 1787, compartía en su articulado que su finalidad era la de “promocionar la enseñanza”, tal y como demuestra expresamente el propio título de la ley: “An Act for the encouragement of learning, by securing the copies of maps, Charts, and books (…)”100. Es decir, aquel mandato original tenía una finalidad que obtener: la promoción de la enseñanza.

Para alcanzar tal finalidad educativa, se articulaba la protección de determinadas obras y documentos. Por consiguiente, conceptualmente el copyright no pensaba únicamente en autores y editores, sino que, entre los bienes jurídicos merecedores de protección a través de esta figura, se encontraba también el conocimiento y la enseñanza, como dice OLIAR101.

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