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I. LA ENTRADA DE LA REVOLUCIÓN DIGITAL EN NUESTRAS VIDAS

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Muchos de los lectores recordarán cómo era la vida a finales del Siglo XX, antes de que la revolución digital se instalase en nuestras vidas. Por aquel entonces, hablar por teléfono era algo fugaz, porque se cobraba por minutos. Tenía que darse la casualidad de que la persona con quien quisieses hablar se encontrase en el lugar al que estabas llamando, porque los teléfonos eran fijos. Si habías acordado encontrarte con alguien y no aparecía no podías localizarle; y si te movías, él a ti tampoco, pero teníamos soluciones. Siempre había una ruta de lugares de reunión, o alguien conocido que había visto a la persona en algún lugar. Los debates no podían terminarse buscando la información controvertida de manera instantánea, desde la palma de nuestra mano, y las conversaciones eran tan privadas (o públicas) como tu interlocutor fuese capaz de garantizar.

Hoy día, nuestra vida ha cambiado. Hablamos por teléfono sin cesar, miles de minutos de tarifa plana. Intercambiamos mensajes constantemente, muchas veces completamente fútiles. Estamos siempre localizados o localizables, siempre en línea, siempre atentos a las notificaciones. Tenemos toda la información al alcance de la mano, y muchas veces ni siquiera somos conscientes de la información que nosotros mismos ponemos a disposición de la red y de los demás. Esta es la realidad que nuestros hijos conocen a día de hoy. Desde que nacen, gozan de todas estas herramientas, y no conocen otra realidad.

Pero nosotros tuvimos la ocasión de asistir, en primera línea, al cambio radical que la revolución digital supuso en nuestras vidas. Ello nos permite conocer, de un lado, el modus vivendi previo al mundo hiperconectado. Un mundo sin ordenadores, sin teléfonos móviles ni smartphones, sin conexión permanente, sin mensajería instantánea, sin Facebook, Twitter o Instagram, VoIP (voice over IP) ni VoD (video on demand), nube, y otros tantos proyectos que, a lo largo de estos años, también hemos podido observar cómo vienen y van (MSN, MySpace, Tuenti, etc.).

Del otro lado, nos ha permitido contemplar y participar activamente, paso a paso, de la llegada de la revolución digital a nuestras vidas: la popularización de los ordenadores personales y su llegada a los hogares, los primeros módems, el correo electrónico, pantallas planas, las primeras comunidades en línea en forma de chat y foros, música, vídeo y juegos en discos compactos, videoconsolas con conexión a internet, la llegada del MP3, los programas que hacían de una tecnología hoy plenamente vigente como el P2P1 (o peer to peer2) un nicho de piratería3 (Napster, eMule, clientes bittorrent), teléfonos móviles que ya tenían aplicaciones (Apps) pero no se les llamaba smartphones, el streaming, los libros electrónicos, las videoconferencias, los servicios en la nube, y una larga sucesión de progresos técnicos que han entrado en nuestra vida para quedarse.

A día de hoy, el nivel de penetración en la población es tan alto que todos estamos en mayor o menor medida familiarizados con el uso de la tecnología digital. Whatsapp, videollamadas, correo electrónico, firma digital, compras en línea, etc. De acuerdo con las cifras oficiales facilitadas por el Ministerio de Educación4, en 2016 el 77’1% de los hogares españoles contaba con un ordenador, y el 97% de estos disponía de acceso a Internet. Es más, el 96’7% de los hogares españoles disponía de teléfono móvil, y el 80’1% de las viviendas tenía, al menos, una conexión móvil a internet de banda ancha. A pesar de estos porcentajes, nos encontramos en una posición intermedia si nos comparamos con los países de la Unión Europea, donde ocupamos el puesto decimoquinto, por detrás de Letonia y por delante de Portugal5. Las cifras muestran que estamos ante un fenómeno global y que se encuentra en constante evolución. Estos datos tan solo certifican una realidad plenamente observable: nos encontramos inmersos en la revolución digital.

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