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7. 2004-2007. DE LA FRACASADA “CONSTITUCIÓN PARA EUROPA” AL TRATADO DE LISBOA

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1. Como ya he señalado, el Tratado de Niza era, en realidad, un Tratado de transición para preparar la ampliación. Pero allí se contemplaba también la necesidad de un debate más amplio y profundo sobre el futuro de la Unión Europea; debate en el que se deseaba participaran los representantes de los Parlamentos Nacionales y el conjunto de la opinión pública. Ese proceso, debería abordar las siguientes cuestiones:

• La forma de establecer una delimitación más precisa de las competencias entre la Unión y los Estados miembros, que respete el principio de subsidiariedad.

• El estatuto de la Carta de los Derechos Fundamentales, proclamada en Niza.

• La simplificación de los Tratados con el fin de y facilitar su comprensión.

• El papel de los Parlamentos Nacionales en la arquitectura europea.

De esa idea surge la llamada Declaración de Laeken-Bruselas, en diciembre de 2001. Y el encargo de iniciar los trabajos para un Tratado que finalmente se llamaría “Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa”, que, aunque no se tratara propiamente una Constitución, en el contexto de las originalidades institucionales de la historia pasada de la Comunidad, pretendía parecérsele. Para afrontar esa tarea se adoptó un modelo de trabajo novedoso, pero ya ensayado para redactar la Carta de Derechos Fundamentales aprobada en Niza: una Convención Europea en la que estuvieran representados los Parlamentos y Gobiernos de los Estados miembros, la Comisión y el propio Parlamento Europeo, encargándose la Presidencia de dicha Convención a una personalidad independiente, el ex-Presidente francés Valery Giscard d’Estaing.

Se trataba de un trabajo arduo para el que había, no obstante, algunos escasos precedentes. Uno de ellos, que merece la pena recordar, fue el propiciado por el Parlamento en 1994 y en cuyos trabajos previos tuvieron destacado protagonismo eminentes profesores como R. Dehousse, E. García de Enterría, Jean Victor Louis, Yves Meny, F. Snyder o G. Tesauro. El proyecto llegó a ser aprobado por el Parlamento el 10 de febrero de 1994, publicándose el 28 del mismo mes. Pero no prosperó. A pesar de la solvencia del trabajo faltaban seguramente las condiciones políticas para hacerlo viable.

Así, pues, la Convención inició sus trabajos dividida en grupos, abrió vías de debate y participación, y culminó su tarea en junio de 2003. En el otoño de ese año se abrió la Conferencia Intergubernamental que habría de discutir un texto que hallaba en la estructura de poder, esto es, en el peso específico de cada Estado miembro en las Instituciones de la Unión, sus mayores escollos. La Cumbre europea de diciembre de ese año fracasó. Y, en contra de lo previsto, no se pudo firmar el texto de lo que se dio en llamar un tanto impropiamente “la Constitución Europea”.

Tras nuevos debates y negociaciones se logró un principio de acuerdo y el texto obtuvo luz verde, procediéndose a su firma solemne el 29 de octubre de 2004 eligiéndose simbólicamente la ciudad de Roma, el mismo lugar en que se había firmado el Tratado de 1957.

Comenzó entonces el lento proceso de ratificación de todos los Estados. Por lo que hace a España, el Gobierno decidió someter el texto a referéndum, aunque no estaba obligado a ello; referéndum que no era tampoco jurídicamente vinculante, aunque políticamente era obvio que vinculaba. Antes, sin embargo, y tras un Dictamen del Consejo de Estado que sugería la posible contradicción entre el Tratado y el texto constitucional, el Gobierno hizo uso de la posibilidad prevista en el art. 95.2 de la Constitución y requirió al Tribunal Constitucional sobre si el nuevo Tratado era compatible con la Constitución. En particular, en dos ámbitos: a) en relación con el art. I-6 que plasmaba expresamente la prevalencia del Derecho Comunitario (Constitución y Derecho derivado) sobre todo el Derecho de los Estados miembros; y b) los arts. II-111 y 112, ambos dentro de la Parte relativa a la Carta de Derechos Fundamentales. El primero precisa que los derechos de la Carta respetan el principio de subsidiariedad y se refieren a los Estados cuando apliquen el Derecho de la Unión, sin que ello suponga ampliar el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión más allá de sus competencias. El segundo tiene, tenía, una operatividad más compleja pues se refería a las eventuales limitaciones de derechos y a las relaciones entre los derechos de la Carta y los garantizados en el Convenio Europeo de Derechos Humanos o en las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros.

El TC en Declaración del Pleno 1/1992, de 13 de diciembre, aunque con algún voto particular, estimó que no era necesario reformar la Constitución por cuanto el Tribunal entendía que no había contradicción entre los preceptos cuestionados y el texto constitucional. En concreto, el TC razonó diciendo que el principio de primacía del Derecho Europeo no invalidaba el Derecho nacional sino que solamente lo desplazaba a efectos de su aplicación y que la previsión de ese desplazamiento podía entenderse ínsito en el art. 93 CE cuando en este precepto se afirma que “mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución ”. Por tanto, el citado art. 93 CE era suficiente para prestar el consentimiento, como efectivamente así se hizo.

La verdad es que el aspecto más destacado (el principio de prevalencia del Derecho Comunitario) era y es un criterio o principio consustancial a la Unión que está vigente desde hace más de cuarenta años, aunque por vía jurisprudencial. La jurisprudencia del Tribunal de Justicia ha declarado de forma reiterada dicho principio del Derecho Comunitario, que se impone incluso a las Constituciones de los Estados miembros. De ahí, por cierto, que la firma de estos Tratados, a diferencia de otros que implican sólo la vinculación bilateral propia de los criterios convencionales, suponga una verdadera cesión de soberanía (parte de la potestad legislativa) a una organización supranacional. Lo novedoso era que se explicitaba en el art. I-6, pero nada más.

Tras la Declaración del TC el Gobierno, como he adelantado, convocó el referéndum consultivo al que se había comprometido. Tuvo lugar el 20 de febrero de 2005 con resultado ampliamente favorable, aunque quizá sin el entusiasmo europeísta de otros tiempos, lo que se tradujo en una relativamente escasa participación. El Gobierno presentó entonces el correspondiente proyecto de Ley orgánica que autorizara la ratificación; proyecto que se convirtió en la LO 1/2005, de 20 mayo.

Sin embargo, como es sabido, ese mismo mes de mayo se produce un acontecimiento de primera magnitud. Francia, también en referéndum, dice “no” al Tratado. En seguida, en junio, Holanda hizo lo propio. La Comunidad entra en una crisis. Y todo ello supuso la paralización del Tratado no obstante haber sido ratificado, en 2006, por 15 de los entonces 25 Estados miembros.

Entre tanto, el proceso de ampliación culmina con la entrada de Rumanía y Bulgaria, prevista para 2007, tras la firma del Tratado de Adhesión en Luxemburgo, el 25 de abril de 2005. Tras él, y por lo que hace al Derecho interno, las Cortes Generales autorizaron la ratificación de dicho Tratado de Adhesión de los dos nuevos miembros mediante la posterior LO 6/2005, de 22 diciembre.

2. No es éste el momento para analizar el texto completo del “Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa”. Me limitaré, pues, a unas breves referencias.

Se trataba, porque hay que hablar en pasado, de un texto amplio, aunque único. Y diré también que era un texto poco novedoso porque apenas si constituía otra cosa que una refundición de los Tratados vigentes. Se intentó “venderlo” políticamente como algo más, pero realmente, jurídicamente al menos, no era mucho más. Unificaba y sustituía a los Tratados constitutivos, de la Comunidad y de la Unión Europea, le atribuía a ésta personalidad jurídica y, sobre todo, dotaba de fuerza normativa a la Carta de Derechos aprobada en 2000.

La Exposición de Motivos de la LO 1/2005, que autoriza su ratificación, sin embargo, lo presenta con énfasis optimista que, a pesar de todo, importa retener. Dice así:

“Este texto, como su propio nombre indica, tiene a un tiempo características propias de un tratado internacional y de una Constitución, consagra la Unión Europea como una auténtica comunidad política que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común.

La Constitución Europea pone de relieve en este contexto que el proceso de integración supranacional de Europa se construye sobre el fundamento de los valores en los que se asienta la civilización de nuestro continente: la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías, en el marco de una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre hombres y mujeres”.

3. En cuanto al contenido del texto propiamente dicho se dividía en las cuatro siguientes Partes:

• La Primera Parte, quizá la más importante desde el punto de vista político e institucional, se dedicaba, justamente, a las instituciones de la Unión y a los valores, objetivos y principios que las sustenta y al reparto de competencias entre la Unión y los Estados.

• La Parte Segunda reproducía, sin más, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, de 2000, que se incorporaba así formalmente al ámbito jurídico y solemne de los Tratados.

• La Tercera Parte venía a ser el núcleo central del Tratado Constitutivo: la enumeración y desglose de las políticas comunitarias, incluyendo las políticas del TUE de 1992.

• La Parte Cuarta recogía las Disposiciones Finales y previsiones sobre la revisión del Tratado.

El texto se completaba con dos Anexos y 36 Protocolos, sobre los más diversos temas, que formaban parte integrante del mismo.

4. Hay que lamentar que casi lo único que trascendió a los medios de comunicación y casi en lo único en lo que incidieron los responsables políticos en la campaña electoral para las elecciones europeas y luego en el referéndum fuera la cuestión de las cuotas de poder de los Estados, los cómputos para las mayorías o para las minorías de bloqueo. Una visión en el fondo nacionalista, que ha obviado la precisa identificación de lo que el Tratado era y de lo que no era. No era una Constitución, propiamente dicha. Refundía lo anterior, aunque ponía las bases para una reforma más ambiciosa, de manera que un día pudiera haber una auténtica Constitución política, breve y legible.

Con todo, el texto contenía algunas novedades. Entre ellas, estaba el intento de clarificar la estructura del propio Tratado y el sistema de fuentes. Así, Reglamentos y Directivas desaparecían para ser sustituidos por las Leyes europeas y las Leyes marco europeas, aunque a la postre, con algunos matices que no hacen al caso, venían a significar lo mismo que hoy. Se pretendía también clarificar las competencias, ampliar la transparencia, implicar a los Parlamentos nacionales en el proceso de construcción europeo atribuyéndoles ciertas funciones de vigilancia y denuncia. Se creaba la figura del Presidente del Consejo como figura estable, con un mandato temporal, aunque se mantenían también las Presidencias rotatorias. En el Consejo se suprimía el sistema de votación ponderada por la exigencia de la doble mayoría (de Estados y de población), un asunto en cuyos números y porcentajes residió parte de las dificultades de la aprobación del texto final. La Comisión se reducía y se preveían los llamados “Comisarios sin cartera” como forma indirecta de integrar a más miembros sin romper la necesaria unidad de acción. Se preveía, además, que el Vicepresidente de la Comisión fuera el responsable de los asuntos exteriores de la Unión o, dicho de otra manera, que el responsable de los asuntos exteriores de la Unión, especie de Ministro sucesor de “Mr. Pesc”, se vincule al cargo de Vicepresidente de la Comisión.

Pero lo más importante, quizá, era la misma existencia del texto y su aprobación final. Por eso el “no” francés (por razones complejas que tuvieron que ver también con la política interna) supuso un gran fracaso e inauguró una crisis; una crisis del crecimiento, que la otra crisis, la crisis económica, no hizo luego otra cosa que ahondar.

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