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1.8. ARBITRAJE ADMINISTRATIVO 1.8.1. PARTICIPACIÓN DEL ESTADO Y DE LOS ENTES PÚBLICOS

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121. Sostiene el demandante que la cláusula arbitral obrante en el convenio de 1931 debe considerarse inexistente pues no cabe que una controversia entre dos Administraciones públicas sobre un bien demanial sea sometida a un árbitro al estar sujeta a Derecho público, amén de las serias dudas existentes alrededor de la vigencia del negocio jurídico original. Partiendo de la base de que la LA/2003 sólo autoriza a rechazar la petición de nombramiento judicial del árbitro cuando se aprecie que de los documentos aportados no resulta convenio arbitral (art. 15.5.° de la Ley) no cabe acoger ninguna de estas alegaciones, en primer lugar porque no existe impedimento en la Ley de Arbitraje para que dos Entes Públicos con capacidad para contratar puedan someter las controversias derivadas de los contratos de naturaleza privada –como es la transacción suscrita en el año 1931– a arbitraje y, en segundo lugar, porque la controversia que se pretende someter a arbitraje versa sobre una materia de libre disposición conforme a derecho. n efecto, tampoco cabe aducir que la hipotética naturaleza de la finca que según el demandante forma parte del Monte de Utilidad Pública 711–B, impida la sumisión al arbitraje, pues en virtud de la misma se halla sujeta a normas imperativas habida cuenta que, como declaró la STS 21 marzo 1985, el carácter imperativo de las normas no convierte a las controversias surgidas en torno a un derecho en no susceptibles de arbitraje y, en consecuencia, el límite de lo que puede ser objeto de arbitraje debe situarse en aquellas materias que contraríen el orden público, objeción que en el presente caso, ni siquiera, se ha traído a colación por parte de la demandada. A ello ha de añadirse que la materia controvertida es, sin lugar a dudas, de libre disposición y consecuentemente susceptible de arbitraje al amparo del art. 2.1.° de la Ley, en tanto en cuanto opera sobre un contrato de naturaleza privada aún cuando haya sido suscrito por una entidad de carácter público [STSJ Castilla y León 25 julio 2012, (JUR 2012, 263595), (AC 2012, 1388)].

122. El motivo (...) también se va a rechazar. En este caso, por lo que se expone en el propio laudo, que argumenta sobre la cuestión de forma exhaustiva y, a nuestro juicio, con gran acierto y altura jurídica, por lo que procede asumir sus razonamientos, añadiendo tan solo y muy brevemente, con la única finalidad de responder a las cuatro conclusiones del “informe jurídico” en el que se apoya el motivo que estamos examinando, las cuatro siguientes y correlativas consideraciones: i) El contrato al que nos estamos refiriendo, otorgado por una entidad que tenía el carácter de poder adjudicador, pero no la consideración de Administración Pública, constituye, atendido su propio contenido, así como lo establecido por los arts. 3, 13, 14, 20, 21 y 320 de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público (LCSP), en la redacción dada a la misma por la Ley 35/2010, de 17 de septiembre, que es la que resulta de aplicación, un contrato privado, sujeto a regulación armonizada, que se rige en cuanto a su interpretación, efectos, cumplimiento y extinción por el Derecho privado, y que queda sometido, respecto de cuantas cuestiones litigiosas afecten a su preparación y adjudicación, al orden jurisdiccional contencioso-administrativo, y al arbitraje ante la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Bilbao, de acuerdo con su normativa reguladora, en lo relativo a las controversias que surjan entre las partes en relación o con ocasión de su ejecución y cumplimiento, así como sobre su eficacia y resolución. Pues bien, de lo establecido en el contrato (que nada previene al respecto) y de lo dispuesto en la LCSP (que tampoco contempla ni regula tal eventualidad) no es posible colegir, como dice y hace el “informe”, en la primera de sus conclusiones, que “tras la sucesión de la posición contratante y la asunción de la misma por el Ayuntamiento de Leioa ‘el contrato deba considerarse como administrativo’ y sometido en sus efectos, interpretación y extinción al Derecho administrativo y al control de la jurisdicción contencioso administrativa”. ii) Si por algo no puede alcanzarse la segunda conclusión es, precisamente, por el principio que encierra: “porque los contratos son lo que son y no lo que las partes dicen que son”. El contrato de nuestro caso, cotejado su contenido con la normativa de aplicación –la dispuesta por la LCSP– es lo que hemos señalado en la consideración anterior, por lo que resulta infundado concluir, tal y como hace el “informe” en la conclusión a la que respondemos, “que el órgano de contratación ha llevado a cabo una calificación inadecuada” y, por ello, que sea necesario modificarla, pues no lo es, dado que la efectuada, y que el propio contrato establece, resulta legalmente adecuada, no siendo de aplicación en este punto ninguna de las sentencias que son traídas a colación. iii) La tercera conclusión del “informe” no puede considerarse necesariamente válida, pese a formularse de modo abiertamente apodíctico. La aplicación del Derecho administrativo por parte de una Administración Pública no siempre resulta obligatoria en el marco de contratación regulado por la LCSP. Así lo demuestra el contenido del art. 20, que atribuye carácter privado a determinados contratos celebrados por las Administraciones Públicas y somete su regulación, en materia de efectos y extinción, al Derecho privado. De otra parte, y también conviene reseñarlo, una cosa es celebrar un contrato y otra, muy distinta, ocupar la posición jurídica de una de las partes contractuales en un contrato ya celebrado. iv) Y por último, sostener, tal y como hace el “informe” en su cuarta conclusión, que el art. 39 LCSP (el que consideramos de aplicación es el art. 320, pero como ambos tienen la misma redacción, la diferencia, en lo que ahora hace a la argumentación, resulta intrascendente) “prohíbe a las Administraciones ser parte en un procedimiento arbitral”, nos parece demasiado grueso. Lo que resulta, indudablemente cierto, a tenor de lo establecido por el art. 320 LCSP (o el 39, que, como hemos dicho, lo mismo da a estos efectos), es que los entes, organismos y entidades del sector público que, a los efectos de la ley, tienen el carácter de Administraciones Públicas no pueden remitir a un arbitraje, conforme a las disposiciones LA/2003, la solución de las diferencias que puedan surgir sobre los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos que celebren. Ahora bien, siendo esto cierto, también lo es, que se produce un salto lógico cuando se deduce de ello que la cláusula arbitral contenida en un contrato celebrado por una entidad del sector público que no tiene el carácter de Administración Pública y que remite al arbitraje la solución de dichas diferencias ha perdido su validez o vigencia al subrogarse en su posición otra que sí lo tiene (el carácter de Administración Pública), pues no siendo esta, sino aquella, la que celebró el contrato y remitió al arbitraje, es claro que dicha conclusión, a la luz de la indicada norma, constituye un non sequitur (...). Al fracasar los motivos en que se basa, procede desestimar la demanda de anulación [STSJ País Vasco CP 1.ª 15 noviembre 2017 –n.° 11/2017–, (RJ 2017, 6077)].

123. Para desestimar el motivo, que es lo que a nuestro juicio procede, nos basta con constatar, en el marco estricto de control ejercido por la Sala, a través del proceso de impugnación que se inicia con la acción de anulación, que el laudo impugnado se dictó con anterioridad al acuerdo plenario del Ayuntamiento de Leioa aprobando definitivamente la revisión de oficio y declaración de nulidad de los acuerdos del Consejo de Administración de L.K., SAU por los que se procedió a adjudicar, de forma provisional y definitiva, el contrato de “redacción de proyecto, dirección de obra, coordinación en materia de seguridad y salud y ejecución de las obras del nuevo complejo deportivo de P.” a la UTE P. Un laudo interlocutorio en el que el árbitro decide en sentido afirmativo sobre su competencia puede y debe ser anulado cuando es dictado sin ella, pero no puede ni debe anularse cuando se dicta teniéndola. Y en este sentido, lo que cuenta, y lo único que la Sala puede y debe señalar, es que el árbitro era competente cuando dictó el laudo impugnado, y, por lo tanto, que este no puede ser invalidado. La ilación argumentativa que conduce el proceso inferencial de la parte actora es simple: como quiera que la competencia del árbitro deriva de la cláusula arbitral, si la declaración de nulidad de los acuerdos de adjudicación lleva aparejada la del contrato (como sostiene), y la de este determina a su vez la de cláusula arbitral (como sostiene igualmente), entonces el árbitro carece de competencia. Ahora bien, no es necesario analizar la corrección sustancial del argumento, ni discurrir si se produce o no una quiebra lógica cuando se deduce la nulidad de la cláusula arbitral de la nulidad del contrato, para determinar que la conclusión no puede alcanzarse en el caso de eliminarse la primera condición; pues si no se ha declarado la nulidad de los acuerdos de adjudicación (cosa que no había ocurrido el 24 abril 2017, que es cuando se dicta el laudo), ya no puede sostenerse que el contrato es nulo y tampoco entonces que lo sea la cláusula, por lo que ya no cabe concluir que el árbitro carece de competencia. En este orden de cosas, es necesario dejar claro que la oposición al arbitraje y a la competencia del árbitro por el Ayuntamiento de Leioa no se fundamentó, en el procedimiento arbitral, en el acuerdo de revisión en el que se fundamenta ahora la acción de anulación ¿que no se había adoptado–, sino en el hecho, distinto y de muy diferente significación ¿del mismo no era posible deducir que el árbitro careciese de competencia, sino en su caso, y todo lo más, siguiendo el discurso de la parte actora, que podría dejar de tenerla–, de haberse iniciado un procedimiento de revisión de oficio que podía conllevar la declaración de nulidad del acuerdo de adjudicación del contrato a la UTE P. que acarrease la de este y la de la cláusula arbitral contenida en él. Lo que pone de manifiesto, que el alegato rechazando la competencia del árbitro y oponiéndose al arbitraje se fundamentó en un juicio hipotético y especulativo sustentado en una eventualidad, y, por lo tanto, que, dado su carácter extemporáneo, por prematuro, no podía prosperar. Frente a lo anterior no cabe objetar que la LA establece la carga de que las cuestiones relativas a la competencia de los árbitros sean planteadas a limine, tal y como se establece en el art. 22.2.°: “a más tardar en el momento de presentar la contestación”, dado que, como la propia ley señala en su EM y después dispone normativamente en el párrafo segundo del art. 22.2.°, la regla de la alegación previa de las cuestiones atinentes a la competencia de los árbitros tiene una razonable modulación en los casos en que la alegación tardía está, a juicio de los árbitros, justificada, en la medida en que la parte no pudo realizar esa alegación con anterioridad y que su actitud durante el procedimiento no puede ser interpretada como una aceptación de la competencia de los árbitros. Y tampoco cabe oponer por contraste, y dado que el argumentario del árbitro en este punto no se ciñe a la señalada extemporaneidad, sino que se extiende, en correspondencia con el debate propuesto por el Ayuntamiento de Leioa en el procedimiento arbitral, a otro tipo de consideraciones, que la Sala incurre en falta de motivación o la que ofrece se queda corta, pues, tal y como nosotros lo vemos, aquilatar las facultades de control arbitral que tiene atribuidas la Sala, enjuiciando la validez del laudo interlocutorio en función de la situación jurídica existente al momento de su dictado y desechando el enfrentamiento dialéctico de naturaleza especulativa al que se prestó el árbitro, no supone incurrir en una falta o defecto, sino evitar un exceso [STSJ País Vasco CP 1.ª 15 noviembre 2017 –n.° 11/2017–, (RJ 2017, 6077)].

124. Tampoco el primer motivo de casación puede tener favorable acogida (...). La parte recurrente insiste en que los terrenos litigiosos no tienen la naturaleza de bienes demaniales sino que se trata de bienes patrimoniales, y de tal afirmación extrae tanto la consecuencia de la necesaria sumisión a arbitraje de la contienda suscitada en torno a ellos, como la inviabilidad de la recuperación posesoria promovida por la Administración, como, en fin, el derecho que dice ostentar al desarrollo industrial de la planta productiva litigiosa; pero las razones que da a tal efecto no pueden ser acogidas. En primer lugar, la recurrente hace una lectura parcial e interesada del Convenio de 2003 suscrito entre las partes procesales. La cláusula 7.ª de dicho Convenio, ciertamente, como indica la parte, contemplaba un pacto de sumisión a arbitraje de las eventuales diferencias que pudieran surgir en su aplicación, pero puntualizando que el procedimiento de arbitraje sólo podría ser utilizado en los supuestos legalmente admisibles para la Administración, y tal es justamente el caso que nos ocupa, pues la determinación del carácter demanial de unos terrenos es cuestión que por definición no puede dilucidarse a través de un procedimiento de arbitraje privado. Al contrario, con carácter general, el desenvolvimiento del arbitraje en la relación jurídica de Derecho público tropieza con un obstáculo difícilmente salvable cuando se enfrenta a los principios de legalidad e indisponibilidad de las potestades administrativas. La Administración Pública, vinculada constitucionalmente a una regla de sometimiento pleno a la Ley y al Derecho (arts. 9, aps. 1.° y 3.°, y 103 CE) no puede disponer ni transigir sobre la aplicación de las normas que rigen su actuación salvo en la medida que esas mismas normas lo permitan. Es en este sentido como deben interpretarse las distintas normas que han venido introduciendo el arbitraje en el ámbito del Derecho administrativo, como cauce de resolución de controversias alternativo al recurso jurisdiccional contencioso–administrativo. Centrándonos en las normas más recientes, la Ley 47/2003, General Presupuestaria, en su art. 7.3.°, dispone literalmente lo siguiente: “Sin perjuicio de lo establecido en el ap. 2 del art. 10 de esta Ley, no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública estatal, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante RD acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”. Y en similares términos, el art. 31 Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas (sobre el que volveremos infra), establece que: “No se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los bienes y derechos del Patrimonio del Estado, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten sobre los mismos, sino mediante RD acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del de Hacienda, previo dictamen del Consejo de Estado en pleno”. Plasmando así lo que puede considerarse una regla general que sólo ha admitido excepciones puntuales. Cierto es, no obstante, que la Ley de Contratos del Sector Público 30/2007 preveía en su art. 39 (luego art. 320, tras la reforma operada por Ley 34/2010) una cláusula de arbitraje en los siguientes términos: “Los entes, organismos y entidades del sector público que no tengan el carácter de Administraciones Públicas podrán remitir a un arbitraje, conforme a las disposiciones de la LA/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, la solución de las diferencias que puedan surgir sobre los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos que celebren”. Manteniéndose la misma redacción en el art. 50 RD Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público. Pues bien, partiendo de la Caracterización de las “Administraciones Públicas” del art. 3.2.° de la misma Ley contractual, puede aceptarse que no son “Administraciones públicas” a efectos de dicha Ley las entidades públicas empresariales y las sociedades públicas, esto es, lo que se entiende habitualmente se entiende por sector público empresarial, en el que se incluye la entidad Puertos del Estado y las Autoridades portuarias. Desde esta perspectiva, a las autoridades portuarias les resulta extensible esa posibilidad de someterse a arbitraje, y de hecho así lo ha confirmado la Orden FOM 4003/2008 por la que se aprueban las Normas y Reglas Generales de los procedimientos de Contratación de Puertos del Estado y las Autoridades Portuarias, que tras señalar que “los contratos celebrados al amparo de la presente Orden tendrán la consideración de contratos privados, de conformidad con lo dispuesto en el art. 20 Ley de Contratos del Sector Público”, precisa en su regla 45.4.°, referida a las reclamaciones y recursos, lo siguiente: “4. En todo caso, la solución de las controversias se podrá someter a arbitraje si así se prevé en los pliegos y en el documento contractual”. Esto no obstante, la referida previsión del arbitraje en el ámbito contractual, y más específicamente en el ámbito contractual portuario, debe situarse en sus justos términos, pues de esa regla general que se acaba de apuntar no resulta en modo alguno una universalización de la técnica arbitral para cualesquiera controversias, sino sólo para aquellas sobre las que cabe transigir por no estar costreñidas por la necesaria observancia del principio de legalidad. Esto es así porque el principio dispositivo (inherente a la transacción y el arbitraje) termina donde comienza la vinculación indisponible al Derecho imperativo al que la Administración no puede dejar de sustraerse (expresión gráfica de esta regla es, v.gr., el art. 86 Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, que establece gráficamente que las Administraciones Públicas podrán celebrar acuerdos, pactos, convenios o contratos con personas tanto de Derecho público como privado, “siempre que no sean contrarios al ordenamiento jurídico ni versen sobre materias no susceptibles de transacción”). Por consiguiente, cuando en un contrato o convenio se introduce una cláusula de sometimiento de controversias a arbitraje, la aceptación de la viabilidad jurídica de esa cláusula no puede entenderse en modo alguno como una remisión incondicionada de cualesquiera controversias al arbitraje, sino como solución mediante arbitraje de las contiendas que versen sobre materias susceptibles del mismo; como, de hecho, así se pactó –en el presente caso– en el convenio de 2003 que la recurrente tanto cita, pues, como resalta la sentencia de instancia, su cláusula 7.ª preveía la resolución de las discrepancias que pudieran surgir en la interpretación y aplicación del mismo mediante arbitraje, ahora bien, sólo en aquellos supuestos legalmente admisibles para la Administración; que son precisamente aquellos en los que no están en juego potestades y normas sobre cuya vigencia y operatividad no hay margen de disposición. Y esto que se acaba de decir también no es sólo predicable de la relación jurídica de Derecho Público, sino que también se proyecta sobre las relaciones de Derecho Privado de la Administración, porque también en dichas relaciones la presencia e intervención de la Administración impone la toma en consideración de principios y reglas específicos, no extensibles al régimen común, como los de interdicción de la arbitrariedad y consiguiente control de la actuación discrecional (art. 9.3.° CE); servicio a los intereses generales, objetividad y legalidad (art. 103.1.° CE) [STS CA 3.ª 20 diciembre 2017 –n.° 2039/2017–, (RJ 2017, 5900)].

125. Toda actividad administrativa –también la que se desenvuelve en régimen de Derecho privado– se encuentra siempre y por principio teñida por la finalidad del interés general, y eso determina que la definición y la dinámica de esa relación no puede ser nunca idéntica a la que se aplica en las relaciones estrictamente particulares. Al contrario, la intervención de la Administración Pública en el tráfico jurídico, tanto público como privado, precisará siempre de un substrato jurídico que salvaguarde eficazmente la subsistencia de esos principios generales constitucionalmente garantizados, que, en otro caso, podrían no verse suficientemente protegidos, con perjuicio último para la sociedad a la que la Administración sirve. Así ocurre, por ejemplo, con la contratación pública o con las relaciones patrimoniales sobre los bienes públicos. Por mucho que se distinga entre contratos administrativos y contratos privados, o entre bienes demaniales y patrimoniales, siempre existirá, tanto en unas como en otras modalidades, un fondo de Derecho Público indisponible (recuérdese sin ir más lejos la clásica teoría de los llamados actos separables), sobre el que no es posible ni la transacción ni el compromiso o el arbitraje privado. Más concretamente, por lo que respecta al Derecho de los bienes públicos, no ha de perderse de vista, ante todo, que el demanio es una institución jurídica constitucionalmente garantizada, en cuanto que expresamente reconocida conforme a su Caracterización dogmática clásica en el art. 132 CE. Hallándonos, pues, ante una garantía institucional que el legislador ordinario está obligado a preservar en los principios estructurales que la hacen reconocible como tal, queda fuera de duda que esos principios estructurantes, y en general la institución jurídica del dominio público, está fuera de cualquier clase de composición particular. Desde esta perspectiva, se explica la regulación incorporada al art. 31 Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas, a cuyo tenor “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los bienes y derechos del Patrimonio del Estado, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten sobre los mismos, sino mediante RD acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del de Hacienda, previo dictamen del Consejo de Estado en pleno”. Se ubica este precepto en un capítulo de la Ley intitulado “de las limitaciones a la disponibilidad de los bienes y derechos” (a continuación de un artículo, el 30, que declara que “los bienes y derechos de dominio público o demaniales son inalienables, imprescriptibles e inembargables”); fluyendo con evidencia de esta ubicación sistemática del art. 31 que se limita con severidad el sometimiento a arbitraje de las contiendas sobre los bienes públicos precisamente por tratarse de un ámbito en el que no rige el principio dispositivo. En relación con este art. 31 conviene hacer las siguientes precisiones: –que cuando se restringe tan drásticamente el recurso al arbitraje, eso se hace en relación con “los bienes y derechos del Patrimonio del Estado”: expresión esta que por la amplitud con que está redactada no puede entenderse constreñida a los bienes de dominio público sino que, precisamente por referirse globalmente a los bienes y derechos integrantes de ese patrimonio, se proyecta también sobre los patrimoniales. Ha de tenerse en cuenta, en este sentido, que el patrimonio del Estado “está integrado por el patrimonio de la Administración General del Estado y los patrimonios de los organismos públicos que se encuentren en relación de dependencia o vinculación con la misma” (art. 9.1.° LPAP); siendo así que el patrimonio de las Administraciones Públicas “está constituido por el conjunto de sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y el título de su adquisición o aquel en virtud del cual les hayan sido atribuidos” (art. 3.1.°); siendo por tanto evidente que dichas limitaciones al poder de disposición del art. 31 se refieren tanto a los bienes demaniales como a los patrimoniales; –que de la propia noción de “patrimonio del Estado” del art. 9.1.° resulta que este se configura como un patrimonio de patrimonios, o por decirlo en términos descriptivos, un superpatrimonio, que engloba tanto el patrimonio de la Administración General del Estado propiamente dicho como el patrimonio peculiar de la constelación de organismos personificados encuadrados en la llamada “Administración instrumental” que se hallan bajo su dependencia o tutela, los cuales se encuentran también, por consiguiente, bajo el ámbito de aplicación del precepto; y –que incluso concurriendo los presupuestos y requisitos del art. 31 (aprobación por RD previo dictamen del Consejo de Estado en pleno) no por ello cabe remitir a arbitraje cualquier cuestión, sino solamente aquellas sobre las que exista poder de disposición; y eso, desde luego, no ocurre en ningún caso con cuanto concierne a la misma determinación o afirmación de la naturaleza jurídica de los bienes públicos como demaniales o patrimoniales (arts. 5 a 7 LPAP), pues la identificación de la naturaleza jurídica demanial o patrimonial de un bien es fruto de la aplicación de unos criterios reglados (que no dejan de serlo porque en su definición se utilice la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados) para cuya individualización no existe discrecionalidad ni disponibilidad de la Administración. Del mismo modo, no existe poder de disposición sobre los principios de inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad del demanio, ni en general sobre las reglas de ius cogens de la LPAP y demás leyes sectoriales de las distintas categorías de bienes de dominio público. Pues bien, estas notas resultan extensibles también a la actividad convencional y al régimen patrimonial de las autoridades portuarias, organizaciones personificadas (Caracterizadas –ex art. 24.1.° Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante aprobado por RD–Leg 2/2011 de 5 de septiembre– como entidades estatales de Derecho Público) cuyos bienes y derechos se integran, en el sentido expuesto, dentro del conjunto del patrimonio del Estado. Así se proclama en términos explícitos en la disposición adicional 5.ª LPAP, que establece que el régimen patrimonial de las autoridades portuarias “se sujetará a las previsiones de esta ley, considerándose integrado en el Patrimonio del Estado el patrimonio de estos organismos, en los términos previstos en el art. 9 de esta ley”; lo que ha de ponerse en relación con el art. 67 Ley de Puertos de 2011 (antes art. 93 Ley 48/2003), a cuyo tenor “los puertos de interés general forman parte del dominio público marítimo–terrestre e integran el dominio público portuario estatal”, reforzando así la incardinación de esos bienes públicos dentro del concepto amplio del patrimonio del Estado. En definitiva, por mucho que la Ley de Puertos dispone (art. 24.2.°, que recoge la redacción del art. 35 Ley de Puertos de 1992) que “las Autoridades Portuarias ajustarán sus actividades al ordenamiento jurídico privado, incluso en las adquisiciones patrimoniales y contratación” (por cierto que “salvo en el ejercicio de las funciones de poder público que el ordenamiento les atribuya”), tal regla general de sometimiento al Derecho privado no excluye la funcionalidad del substrato indisponible de Derecho Público al que antes se hacía referencia. En la misma línea, el hecho indiscutido de que las autoridades portuarias disponen de un patrimonio propio (art. 42 de la Ley de Puertos de 2011, que mantiene la regulación del art. 46 Ley 48/2003, de Régimen Económico y Prestación de Servicios de los Puertos de Interés General) no impide en modo alguno su inclusión dentro del supra– concepto de patrimonio del Estado, tal como se define en el precitado art. 9.1.° LPAP y se clarifica en la D.A. 5.ª de la misma Ley (...). A tenor de cuanto se ha vendido exponiendo, forzoso resulta concluir que una eventual controversia sobre la Caracterización jurídica de un bien de propiedad de una autoridad portuaria, como patrimonial o demanial, no es cuestión que pueda diferirse a un arbitraje. Ahí nos hallamos ante una potestad administrativa indisponible, por lo que si la Administración considera que el bien en cuestión es demanial, no es esta cuestión que pueda abandonarse al juicio de un árbitro en virtud de pacto entre las partes enfrentadas, sino que una vez resuelta en tal sentido por la propia Administración que así lo afirma, únicamente podrá discutirse, en su caso, ante la Jurisdicción por los cauces impugnatorios oportunos. Partiendo de esta base, puede anticiparse que el laudo arbitral de 16 junio 2015 últimamente aportado por la parte recurrente, excede manifiestamente de su ámbito propio cuando se adentra en consideraciones sobre la naturaleza jurídica de los terrenos en liza para afirmar que no son bienes demaniales sino patrimoniales y que además no forman parte del patrimonio del Estado [STS CA 3.ª 20 diciembre 2017 –n.° 2039/2017–, (RJ 2017, 5900)].

126. El supuesto del que se trata en el caso: sucesión de una Administración Pública en la posición jurídica que ocupaba la entidad otorgante, que tenía el carácter de poder adjudicador, pero no la consideración de Administración Pública, en un contrato privado y sometido a arbitraje en lo relativo a las controversias que surjan entre las partes en relación o con ocasión de su ejecución y cumplimiento, así como sobre su eficacia y resolución, no es el que contempla y regula el art. 39 (cuyo contenido pasó, con idéntica redacción, al art. 320 añadido por la Ley 34/2010, de 5 de agosto) de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público (LCSP); ni el que recoge el art. 31 Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas; ni tampoco el que constituye la hipótesis normativa del art. 7.3.° Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria. Por lo tanto (...) (no)o cabe concluir que la imposibilidad del arbitraje en el caso que analizamos sea mera aplicación de una ley prohibitiva que así lo establece categóricamente (...). Ni, como consecuencia de lo anterior, que deba aplicarse el art. 6.3.° Cc, deduciendo que el laudo deviene nulo (...). Ni, como precipitado final e inexorable, que la Sala haya de declararlo así sin más remedio, so pena de vulnerar el art. 24 CE (...). En el supuesto de autos, la Administración Pública no adjudicó ni celebró el contrato, sino que sucedió en él, pasando a ocupar su posición jurídica, con los mismos derechos y obligaciones, a la entidad que lo había formalizado y que tenía el carácter de poder adjudicador, pero no la consideración de Administración Pública. Por lo tanto (...) (n)o cabe deducir directamente y sin más, a partir de lo establecido en el art. 19.1.° LCSP, el carácter administrativo del contrato, pues, como se ha dicho, no es un contrato celebrado por una Administración Pública (...). Y tampoco se puede afirmar que de la “novación subjetiva del contrato” se pasa a la “novación objetiva” por imperativo legal, y que la ley es tajante al respecto, sin más respaldo o fundamento legal que el representado por la cita del señalado art. 19.1.°, cuya simple lectura pone de manifiesto que no existe identidad entre el supuesto de autos y el que forma parte de la norma que se plasma en su enunciado (...). Por último, los efectos extraordinarios y las consecuencias exorbitantes derivados de la “novación objetiva” consecuencia de la “novación subjetiva” aludidas en la demanda no se pueden justificar con la simple aseveración de que “la Administración Pública tiene un status jurídico singular que se proyecta en todas las relaciones jurídicas en las que es parte tiñéndolas en una u otra medida con su propio color” (...). En el caso, la conversión del contrato que defiende la parte actora, que dejaría de ser privado para pasar a ser administrativo, con las consecuencias de todo orden que ello conllevaría, y que irían más allá de la procedencia o improcedencia de someter al arbitraje las divergencias surgidas entre las partes a consecuencia de la relación contractual, no se fundamenta en el mutuo acuerdo; ni en la voluntad unilateral cubierta por lo pactado o autorizada por la ley; ni en el automatismo de lo que, en atención a lo contemplado y previsto en una norma, se produciría simplemente ex lege (...). La sucesión del Ayuntamiento de Leioa en la posición contractual de la sociedad L.K., SAU tuvo lugar en un contexto caracterizado: (...) Por la discrecionalidad, dado que la disolución de la sociedad no era indefectible, puesto que cabía como alternativa tramitar un plan de corrección (...). Por la unilateralidad, dado que fueron el Ayuntamiento y la sociedad los que decidieron por su propia cuenta que esta fuera disuelta y sucedida por aquel en el contrato (...) Y por la confianza suscitada en la otra parte del contrato de que no se produciría, a consecuencia de tal circunstancia, ninguna alteración sustancial en el contenido de la reglamentación contractual, entre otras razones, “por haberse declarado por la sociedad sucedida y la corporación sucesora que esta sucedía a aquella”en todos sus derechos y obligaciones (...). Pues bien, con ese contexto y en ausencia de las condiciones señaladas, la tesis de la parte actora, concretada en la idea de que, tras la sucesión de la posición contratante de L.K., SAU y la asunción por la misma del Ayuntamiento de Leioa, el contrato debe considerarse como administrativo y sometido en sus efectos, interpretación y extinción al derecho administrativo y al control de la jurisdicción contencioso administrativa, resulta inasumible. La Sala no puede aceptar, en un caso como el de autos, que el “status jurídico singular” de una Administración Pública signifique que esta, por el mero hecho de serlo, tenga el poder de alterar, por su exclusiva y libérrima voluntad, la naturaleza y contenido de la relación contractual, lo que vulneraría principios básicos de derecho, entre otros, el que el proclama que la validez y cumplimiento del contrato no puede dejarse al arbitrio de uno de los contratantes (art. 1256 Cc) [STSJ País Vasco CP 1.ª 30 mayo 2018 –n.° 5/2018–, (RJ 2018, 3186STSJ)].

127. Otra peculiaridad que, como tal, no debemos dejar sin examinar en este caso la constituye la naturaleza jurídica de la entidad demandada (...). Y esta suerte de preocupación por tal cuestión trae causa del contundente mandato contenido en el art. 7.3.° Ley 47/2003, General Presupuestaria, el cual, a través de rígidos esquemas de autorización, excluye el sometimiento a arbitraje de los derechos pertenecientes a la Hacienda Pública. Literalmente, dice que “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública estatal, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante RD acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”. De esta norma se puede extraer una primera conclusión que, como se verá, allana el camino que conduce a sostener, en supuestos como el enjuiciado, la validez y consiguiente plenitud de efectos del laudo arbitral en el orden procesal administrativo: El art. 7.3.° de la Ley citada excluye de su ámbito subjetivo a las entidades del tipo de la aquí demandada, es decir, a las mencionadas en el art. 2.2.° b) LPAC de 2015 y 2.2.° Ley 30/92, a saber “las Entidades de Derecho Público con personalidad jurídica propia vinculadas o dependientes de cualquiera de las Administraciones Públicas tendrán asimismo la consideración de Administración Pública”. Que, además, según este último precepto, “sujetarán su actividad a la presente Ley cuando ejerzan potestades administrativas, sometiéndose en el resto de su actividad a lo que dispongan sus normas de creación”. Y, a mayor abundamiento, la posibilidad de acudir al arbitraje está expresamente prevista en el régimen jurídico de Correos y Telégrafos. La Ley 24/1998, de 13 julio, de Regulación del Servicio Postal Universal y de Liberalización de los Servicios Postales, disponía, y dispuso siempre, en su art. 1, n.° 2, inciso final, que “... tienen la consideración de servicio público o están sometidos a obligaciones de servicio público, los servicios regulados en el Título III”, cuyo enunciado era, precisamente, el de “Obligaciones de servicio público: el servicio postal universal y otros derechos y obligaciones de carácter público en la prestación de los servicios postales”. Disponiendo el primero de los preceptos de ese Título, art. 14, en su n.° 1, inciso final, tampoco modificado mientras aquella Ley estuvo vigente, que el operador al que se encomienda la prestación del servicio postal universal estará sujeto a las obligaciones de servicio público, de acuerdo con lo establecido en este Título; y el mismo precepto, en su n.° 2, inciso final, con igual continuidad que “En todo caso, corresponde al Ministerio de Fomento el control del cumplimiento de dichas obligaciones”. Por otra parte, el art. 58 Ley 14/2000 subrogó a la Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, Sociedad Anónima, en la condición de operador habilitado para la prestación del servicio postal universal, y su Disposición adicional vigésima primera atribuyó a la misma esa obligación, en los términos y condiciones previstos en el Título III. Disposición adicional vigésima primera que, si bien estaba dedicada a, precisamente, las modificaciones que introducía en aquella Ley 24/1998, sin embargo, no modificó el art. 5 de ésta; artículo, el indicado, que tras las sucesivas reformas llevadas a cabo por la Leyes 53/2002 y 23/2007, era del siguiente tenor literal en su enunciado y contenido: “Art. 5. Resolución de controversias. 1. Los usuarios podrán presentar reclamaciones ante los operadores postales en los casos de pérdida, robo, deterioro o incumplimiento de las normas de calidad del servicio, o cualquier otra cuestión relacionada con el régimen de prestación de los servicios postales. 2. Para la tramitación de las reclamaciones de los usuarios, los operadores postales establecerán procedimientos: a) Transparentes, de modo que en cada punto de atención al usuario sean exhibidas, de forma visible y detallada, las informaciones que permitan tener conocimiento de los trámites a seguir para ejercer el derecho a la reclamación. b) Sencillos, de modo que sean de fácil comprensión, y c) Gratuitos. 3. (derogado). 4. Los operadores postales y los usuarios podrán someter las controversias que surjan, en relación con la prestación de los servicios postales, al conocimiento de las Juntas Arbitrales de Consumo, con arreglo a la LGDCU26/1984, de 19 de julio. 5. Cuando se susciten controversias entre los operadores de los servicios postales y los usuarios que no se hayan sometido a las Juntas Arbitrales, será competente para resolverlas el órgano del Ministerio de Fomento que reglamentariamente se determine. La norma reglamentaria establecerá, asimismo, los requisitos para la formulación de la queja por el usuario y el procedimiento a seguir para su tramitación, que estará basado en los principios de celeridad y gratuidad. La resolución que se dicte, podrá impugnarse ante la jurisdicción contencioso–administrativa. 6. (derogado). 7. Reglamentariamente, se determinará la responsabilidad en la que incurrirán los operadores postales, en caso de destrucción o extravío de los envíos o incumplimiento de las condiciones de prestación de los servicios, reconociendo a cualesquiera usuarios, si procediere, el derecho a obtener la oportuna indemnización”. Esta Ley 24/1998 ha sido derogada por la Disposición derogatoria única de la Ley 43/2010, de 30 de diciembre, que si bien no es aplicable al recurso que resolvemos, sí nos proporciona un elemento de juicio sumamente revelador de la decisión que vamos a adoptar. En efecto, dispone el nuevo art. 10 lo siguiente: “1. Los operadores postales deberán atender las quejas y reclamaciones que les presenten los usuarios en los casos de pérdida, robo, destrucción, deterioro o incumplimiento de las normas de calidad del servicio, o cualquier otro incumplimiento relacionado con la prestación de los servicios postales. 2. Para la tramitación de las reclamaciones de los usuarios, los operadores postales establecerán procedimientos sencillos, gratuitos y no discriminatorios, basados en los principios de proporcionalidad y celeridad. En todo caso, las reclamaciones deberán ser resueltas conforme a derecho y notificadas a los interesados en el plazo máximo de un mes desde la fecha de su presentación, de la que el prestador del servicio deberá dar siempre recibo al interesado. En todas las oficinas o puntos de atención al usuario de los prestadores de servicios postales serán exhibidas, de forma visible y detallada, las informaciones que permitan conocer los trámites a seguir para ejercer el derecho a reclamar a que se refiere este artículo. 3. Asimismo, los usuarios podrán someter las controversias que se susciten con los operadores postales, en relación con la prestación de los servicios postales, al conocimiento de las Juntas Arbitrales de Consumo, con arreglo al RD Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias. 4. La Comisión Nacional del Sector Postal conocerá de las controversias entre los usuarios y los operadores de los servicios postales en el ámbito del servicio postal universal, siempre y cuando no hayan sido sometidas a las Juntas Arbitrales de Consumo. La reclamación podrá efectuarse en el plazo de un mes desde la respuesta del operador o desde la finalización del plazo para responder y deberá resolverse en el plazo máximo de tres meses desde su presentación. A tal efecto, la Comisión Nacional del Sector Postal pondrá a disposición de los usuarios los formularios adecuados. El procedimiento a seguir para su tramitación estará basado en los principios de celeridad y gratuidad, sin perjuicio de que la Comisión Nacional del Sector Postal pueda repercutir sobre el reclamante los gastos ocasionados en el procedimiento cuando se aprecie mala fe o temeridad en la presentación de la reclamación. Contra la resolución que se dicte podrá interponerse recurso contencioso– administrativo” (...). Por si no fuera suficiente con lo hasta aquí expuesto –y aunque no se trate de una misma cosa–, tenemos que el art. 8 del Reglamento del Procedimiento de la Administración sobre Responsabilidad Patrimonial, aprobado por RD 429/1993, de 26 de marzo, bajo la rúbrica “Acuerdo indemnizatorio”, establece que “En cualquier momento del procedimiento anterior al trámite de audiencia, el órgano competente, a propuesta del instructor, podrá acordar con el interesado la terminación convencional del procedimiento mediante acuerdo indemnizatorio. Si el interesado manifiesta su conformidad con los términos de la propuesta de acuerdo, se seguirán los trámites previstos en los arts. 12 y 13 de este Reglamento”. A propósito de ello, repárese en que cuando hablamos de arbitraje nos referimos al que aquí se llevó a cabo, que no debe confundirse con los medios alternativos a la resolución de recursos administrativos a que se refiere el art. 107.2.° de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1992 y que se mantiene en los mismos términos en el art. 112.2.° Ley 39/2015, de 1 de octubre, PACAP (...). Recapitulando, la previsión y consiguiente validez del arbitraje en el ámbito administrativo debe situarse en sus justos términos y sin pretensión de generalizar la técnica arbitral para cualesquiera controversias, sino sólo para aquellas sobre las que cabe transigir por no estar constreñida por la necesaria observancia del principio de legalidad, pues el principio dispositivo (inherente a la transacción y el arbitraje) termina donde comienza la vinculación indisponible al Derecho imperativo al que la Administración no puede dejar de sustraerse (expresión gráfica de esta regla es, por ejemplo, el art. 86 Ley 39/2015 PACAP, que establece gráficamente que las Administraciones Públicas podrán celebrar acuerdos, pactos, convenios o contratos con personas tanto de Derecho público como privado, “siempre que no sean contrarios al ordenamiento jurídico ni versen sobre materias no susceptibles de transacción”). Y cuanto hemos dicho, “incluida la exclusión” (permitásenos esta impropiedad de orden técnico–literario) de las sociedades públicas del ámbito subjetivo afectado por el mandato del art. 43 LA, es predicable no sólo de la relación jurídica de Derecho Público, sino que también se proyecta sobre las relaciones de Derecho Privado de la Administración, porque también en tales relaciones la presencia e intervención de la Administración impone la toma en consideración de principios y reglas específicos, no extensibles al régimen común, como los de interdicción de la arbitrariedad y consiguiente control de la actuación discrecional (art. 9.3.° CE); servicio a los intereses generales, objetividad y legalidad (art. 103.1.° CE). Toda actividad administrativa –también la que se desenvuelve en régimen de Derecho privado– se encuentra siempre condicionada por la finalidad del interés general, y eso determina, al margen del ropaje que la Administración utilice, que la dinámica de esa relación no puede ser nunca idéntica a la que se aplica en las relaciones estrictamente particulares. Al contrario, la intervención de las Administraciones Públicas en el tráfico jurídico, tanto público como privado, precisará siempre de un substrato jurídico que salvaguarde eficazmente la subsistencia de esos principios generales constitucionalmente garantizados, que, en otro caso, podrían no verse suficientemente protegidos, en detrimento del interés público al que se endereza la actuación de la Administración (art. 103 CE) (...). Por tanto, concurriendo en el presente caso los requisitos para que opere la función negativa o excluyente de la cosa juzgada, la Sala no puede sino estimar la excepción formalizada por la demandada (cuya obstinación en no reparar el daño ocasionado al Sr. C. no es fácilmente comprensible, sobre todo a la vista de la suma –insignificante– reclamada), pues, en efecto, es incuestionable que el recurso recae sobre cosa juzgada, lo que impone aplicar la causa de inadmisibilidad recogida en el art. 69 d) LJCA [STSJ Canarias CA 1.ª 19 marzo 2019 –n.° 180/2019–, (JUR 2019, 235080)].

Diez años de Jurisprudencia Arbitral en España

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