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Capítulo II Construcción y evolución del modelo de desarrollo urbano 1. Un nuevo paradigma para un nuevo tiempo. Del urbanismo de ensanche al desarrollo urbano sostenible A) El urbanismo de ensanche, paradigma del modelo urbanístico español

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Las vigentes legislaciones que voy a analizar, en cuanto a la producción de suelo urbanizado, constituyen una importante innovación para el sistema urbanístico español. Como expuse en el apartado precedente este nuevo modelo ha venido a sustituir al urbanismo desarrollista del siglo XX. En nuestra legislación estatal del suelo será la Ley de Suelo de 2007 la que introduzca plenamente el nuevo modelo urbanístico. Esta legislación vino a sustituir a las leyes del suelo precedentes, en las cuales la preocupación por la sostenibilidad no era predominante. El evidente reflejo de este cambio lo encontramos –con una rotundidad poco habitual y a modo de declaración de principios–, en la Exposición de Motivos de la citada Ley de Suelo de 2007157, que proclama un cambio radical del paradigma del urbanismo español que arrancó con las leyes de Ensanche de 1864 y ha durado más de 150 años.

Este nuevo modelo va a asumir el principio de desarrollo urbano sostenible158 como principio rector de todas las políticas públicas relativas al suelo, y, por tanto, al urbanismo y la producción de viviendas. Esto supone ir mucho más allá de concretas medidas relacionadas con la evaluación ambiental o evaluación estratégica de los planes, como se había introducido ya en nuestro Derecho urbanístico, o en el tratamiento de determinados suelos rurales con elevados valores naturales y que serían objeto de protección. Se trata de un cambio de sistema y de una forma de hacer ciudad y mejorar la ciudad159 que conlleva unos hábitos y formas de vivir, de tal modo que se pueda adoptar otro más relacionado con los países de nuestro entorno y con la idea de un urbanismo europeo al que ya hice referencia, y que parece comenzar a ser asumido por los ciudadanos160.

Desde su inicio en el periodo del liberalismo moderado y durante el resto del siglo XIX (1864–1895) el Derecho urbanístico español161 ha tenido como principales objetivos el ensanche de la ciudad y el saneamiento y reforma interior de las poblaciones: la expansión de la ciudad y la reforma de la existente. Y este objetivo se caracteriza porque fue el primero, porque fue el rasgo principal y más característico al que nuestra legislación urbanística ha respondido. Así, el siglo XIX será el siglo de la ciudad liberal e industrial, la ciudad moderna a juicio de F. CHUECA GOITIA (1968:165). Ya en el siglo XIX confluyen distintos hechos históricos en nuestro país que hacen que los límites de la ciudad barroca se vean superados y se produzca la necesidad de una profunda reordenación y renovación urbana. Tendrán lugar acciones tales como la desamortización eclesiástica (1863), que permite a las ciudades disfrutar de nuevos espacios y edificios de uso público; como la revolución industrial, el pensamiento liberal con la ilusión de un futuro basado en el progreso y la razón así como el triunfo de la economía capitalista; como la desmilitarización de las ciudades y el derribo de las murallas que sirvieron para su protección pero que ya en el siglo XIX eran una limitación a su necesario crecimiento; como la revolución demográfica que obliga a acoger excedentes de población que acuden a la ciudad en busca de un futuro mejor pero que se encuentran con una realidad de hacinamiento e insalubridad en muchos casos… Y así la idea de ciudad del siglo XIX, auspiciada por la clase social ascendente y la ideología liberal burguesa, se basa en la idea de un cambio radical de la ciudad medieval, renacentista y barroca162.

Será ya con la Real Orden de 25 de julio de 1846 cuando para ordenar las operaciones de crecimiento de las poblaciones se requiera a los Ayuntamiento de “crecido vecindario” que levanten un plano geométrico de la población que prevean alineaciones futuras obligatorias de calles, plazas, etcétera, para los propietarios. Este primer intento de ordenación de las ciudades supone un cambio de mentalidad que se verá concretado en la Ley de Ensanche de Poblaciones de 1864. Esta Ley fue precedida del importante e innovador, aunque fracasado, Proyecto de Ley de Posada Herrera (1861) y por las experiencias del Plan Cerdá en Barcelona (1854–1860) y el Plan Castro en Madrid (1860), primeros Planes de ensanche en nuestro país y que tanta influencia habrían de tener en nuestro urbanismo. La Ley de 1864 sirve de base legal a las operaciones urbanísticas en las que participan los propietarios a través de las juntas de ensanche, concibiéndose ya las operaciones de urbanización como hoy las seguimos entendiendo: la justa distribución de cargas y beneficios derivados de la actuación entre los propietarios del suelo.

El ensanche significa la nueva idea de ciudad que responde al orden racional-liberal. Se exaltaba la nueva civilización maquinista y donde el progreso se identifica con las formas jurídicas y económicas de promoción privada. De este modo, el interés privado va a entender la ciudad y el nuevo orden urbano como negocio derivado de la creciente demanda de viviendas para una nueva población urbana. Esto dispara las expectativas sobre el aprovechamiento rentable del suelo y da origen a la esperanza especulativa, tanto por las rentas de alquiler como por el plusvalor a obtener de la transformación del suelo163. El urbanismo se entiende básicamente desde la óptica de la creación y urbanización de nuevos espacios públicos –calles, plazas, mercados, paseos, jardines…– como obras de utilidad pública que legitima la expropiación (Ley de Expropiación Forzosa de 1879). La construcción y financiación del espacio público debería correr a cargo de los Ayuntamientos164, pero nuestro sistema transfiere a los propietarios esta obligación a cambio del aprovechamiento urbanístico del suelo. Esta realidad contrasta, ya desde el siglo XIX, con una cierta tendencia europea de preocupación por la reforma de las ciudades, haciéndola compatible con una expansión planificada mediante zonas exteriores a la ciudad –suburbios– donde inicialmente alojar a los trabajadores. La obra teórica más importante sobre el ensanche165 resulta ser sin duda La Teoría de la Construcción de las Ciudades de I. Cerdà (1859), que concluye con una propuesta de ensanches “ilimitados o indefinidos”. Cerdà desecha cualquier idea de limitar el crecimiento, aunque sea progresivo en función de las necesidades, siendo a su juicio necesario desentenderse de la ciudad antigua, que solo serviría para aprender de sus defectos.

Este concepto de ensanche ilimitado tiene un trasfondo ideológico evidente en el liberalismo. Es acogido de forma entusiasta por la burguesía urbana –propietarios de suelo– que verán satisfechos sus interese económicos. Conciben el ensanche como forma de crecimiento de la ciudad y de fomento de la nueva edificación que genera un nuevo valor al suelo y que lo va a convertir, durante décadas, en una de las principales fuentes de riqueza y de acumulación de capital166. Las teorías de I. Cerdà vieron su plasmación práctica, además de en Barcelona, en una serie de planes de extensión o proyecto de ensanche en distintas ciudades como: Madrid (1860), Bilbao (1863), San Sebastián (1864), Sabadell (1865) o Elche (1867).

Tras el fracaso –sobre todo financiero– de la legislación de ensanches y de esa práctica urbanizadora que fue precaria y limitada, y tras la aparición de una corriente cultural que introduce la perspectiva sanitaria de las poblaciones, será con la Ley de Saneamiento y Reforma Interior de Poblaciones (1895) cuando en nuestro país se legisle la otra línea de actuación del urbanismo español. Se trata de completar o reformar las previsiones de la Ley de Expropiación Forzosa de 1879 para la concesión de las obras de reforma interior de las poblaciones. Esta apuesta por la vía concesional –convertida en gran innovación de nuestro Derecho urbanístico casi 100 años después con el Agente Urbanizador– suponía la aparición de la inactiva empresarial en la reforma interior con el objetivo de favorecer la circulación rodada. Se afrontaba, mediante expropiación, operaciones de apertura de nuevas vías como la Gran Vía en Madrid (1910), Vía Layetana en Barcelona (1908) o Gran Vía en Granada. Estas nuevas arterias mejoraron durante años la circulación, y cambiaron la idea de la ciudad con la creación de nuevos espacios urbanos lineales mediante derribos selectivos de manzanas enteras de casa que eran sustituidas por nuevas edificaciones que ocupaba la burguesía como nueva clase hegemónica. Estas operaciones no suponían la renovación integral de los barrios y edificaciones antiguas que no se veían afectados directamente, algo que también ocurría en el urbanismo de otras grandes ciudades europeas167.

Durante la primera mitad del siglo XX, nuestro urbanismo seguirá siendo heredero de esa dualidad ensanche-reforma interior, así como de la higiene urbana. Pero se introduce una nueva preocupación: la necesidad de dar respuesta a la demanda de vivienda social. Será con la legislación de Casas Baratas (Ley de 1911 y Ley de 1921) como se produzca esa respuesta que seguirá muy presente a lo largo de todo el siglo XX. Por distintas razones, y con distintas denominaciones y estrategias, la necesidad social de vivienda buscará respuesta en el urbanismo, o se logrará a pesar del urbanismo, teniendo una gran influencia en los desarrollos urbanos de nuestras ciudades a lo largo de todo el siglo XX168. La legislación de fomento de vivienda social tenía como objetivo regular y dirigir la producción de vivienda para una nueva clase obrera producto de la industrialización, desde la óptica de políticas sociales y de la legislación laboral. Esta necesidad se vería reforzada e incrementada tras la Guerra Civil por las consecuencias del conflicto. Se trataría de dar respuesta a la misma mediante la construcción de viviendas protegidas por el Instituto Nacional de la Vivienda (1939). En la década de los 60 sería un nuevo fenómeno, la emigración masiva del mundo rural hacía determinas ciudades, lo que generó una elevada demanda de nuevas viviendas sociales. Esta necesidad propició un modelo de crecimiento expansivo del parque residencial mediante una planificación especial que no atendía al planeamiento urbanístico municipal existente, sino que más bien se desvinculaba del mismo. Las lógicas urbanísticas cederían ante otras razones más propias de las necesidades económicas del país, en una grave y repetida tendencia a disociar –en beneficio de la segunda– urbanismo y construcción de vivienda pública o protegida169.

En cuanto a la legislación urbanística, será la normativa municipal de la Dictadura de Primo de Rivera, Estatuto Municipal y su Reglamento de Obras Municipales (1924), la que la contenga. Esta norma aporta algunas de las notas más propias de nuestro sistema urbanístico, tales como: la exclusividad del urbanismo como competencia municipal propia del régimen local; la técnica de la zonificación y los estándares urbanísticos mínimos; un nuevo tipo de planeamiento urbanístico de ensanche o extensión; un nuevo tipo de obras urbanísticas localizadas fuera del casco y no unidas a él… Y, en definitiva, conceptos que veremos recogidos en la Ley de Régimen Local de 1950 –y su Texto Refundido de 1955–, que incorpora por primera vez a nuestro ordenamiento la técnica del “Plan General de Urbanización”; y en la Ley del Suelo de 1956, texto fundacional de nuestro Derecho urbanístico y que garantiza un concreto modelo y sistema urbanístico durante medio siglo y tres sucesivas legislaciones estatales170.

Nuestro urbanismo muestra una tendencia de crecimiento acelerado de la ciudad, no ya a nuevos ensanches ordenados sino a un nuevo fenómeno de extensión urbana: la ciudad dispersa. Esto en parte se debe a la necesidad social de nuevas viviendas a partir de la década de los 60, así como al hecho de ser la construcción un fuerte motor económico. Inicialmente la ciudad crece mediante la creación de impersonales barrios periféricos, alejados del centro urbano tradicional o histórico y carentes de servicios y dotaciones. Y ya a partir de la década de los 80 y hasta finales del siglo XX, lo hace por la proliferación de urbanizaciones de baja densidad y vivienda unifamiliar, de zonas suburbanas que permitan un símil de vida en el campo y que consumen mucho territorio.

Este último fenómeno, tan relevante para este trabajo por ser el producto y ejemplo del modelo sustituido, no es característico solo de nuestro país, ni se produce por una importación de la ciudad norteamericana que proyectaba el cine a partir de los años sesenta. El nacimiento del urbanismo moderno –Public Health Act, Inglaterra (1848)– ya se asienta en una preocupación higienista171 que denotaba una opinión negativa de la ciudad densa y abigarrada que la revolución industrial iba configurando. La idea de suburbium es tan antigua como la propia ciudad. En Roma el suburbium era lo que estaba fuera de las fortificaciones en donde se ubicaba lo que no tenía cabida en la ciudad. Las familias más pudientes de las ciudades de Gran Bretaña abandonaban el centro de la ciudad como residencia habitual para instalarse en los suburbios o exurbios de la periferia. Este fenómeno se intensifica con la mejora del transporte, y a comienzos del siglo XX se produce un doble fenómeno en las grandes ciudades industriales de Europa y EE. UU.: aumento de densidad urbana en el centro y nuevos ensanches para nuevos residentes; y dispersión suburbana hacia el campo de los antiguos residentes. La dispersión residencial, asociada al automóvil privado, es un fenómeno de todo el siglo XX172. Se manifiesta con mayor intensidad en los años 20, tras la Segunda Guerra Mundial, y en los años 70, en Europa, pero sobre todo y, ante todo, en Norteamérica. El ejemplo paradigmático de este fenómeno sería la ciudad de Los Ángeles, pero ciudades como Londres o Hamburgo son también ejemplos muy significativos de este fenómeno de la época de entreguerras. Pero la dispersión urbana en la posguerra sí es un fenómeno esencialmente estadounidense, pues allí las ciudades no habían sufrido la devastación de la guerra, ni tuvieron que ser reedificadas como en Europa. Por el contrario, el nivel económico y de riqueza de la población creció de tal forma que se identificó el sueño americano con un determinado modelo de vivir en el que prosperidad era sinónimo de automóvil y vivienda unifamiliar con jardín en un suburbio residencial. En los años 70 a este fenómeno se une el inicio de la especialización comercial, dotacional y después turística, de los centros urbanos. Y después la ocupación cada vez mayor del centro por población marginal, extranjera o alternativa. Este fenómeno, sin embargo, comenzó a remitir a final del siglo XX. La tendencia hoy parece invertirse y comenzar a superarse el modelo, casi incuestionado, de dispersión urbana, por una vuelta de la ciudad construida, con nuevos problemas –gentrificación o turistificación–, usos y realidades. Durante las últimas décadas del siglo XX se generalizaron en nuestro país –con una demanda ciudadana muy elevada sobre todo por las clases medias y profesionales– la proliferación y el abuso de desarrollos urbanos discontinuos y difusos. Su principal característica era la baja densidad residencial, con un consumo excesivo de suelo, territorio y un gasto inasumible de infraestructuras y servicios para el futuro (como se desprende de las cifras aportadas por el Observatorio de la Sostenibilidad que he citado en apartados precedentes). Y pese a que algunas voces tempranas alertaran de lo insostenible de ese modelo173, el mundo financiero, político, profesional y social lo alentaba, impulsaba, demandaba, consumía y aplaudía.

Este modelo fue investigado por el Parlamento Europeo –por el impacto de las urbanizaciones extensivas en los derechos individuales de los ciudadanos europea y el medio ambiente–, y finalmente mereció la reprobación de las instituciones europeas (Informe de la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo n.° A6-0082/2009, de 2 de febrero de 2009, Ponente: Margrete Auken), solicitando a las autoridades regionales la suspensión y revisión de “todos los planes urbanísticos nuevos que no respetan los criterios rigurosos de sostenibilidad medioambiental y responsabilidad social,…”174. No podemos olvidar que esas actuaciones que denunciaba el Parlamento Europeo y ese modelo de crecimiento eran respaldados sociales, económica y políticamente, casi de forma unánime y entusiasta, durante los años finales del siglo XX y primeros años del siglo XXI. Buena parte del crecimiento económico español se basaba en ese modelo y en la actividad del sector de la promoción-construcción –su peso en el PIB nacional superaba en esas fechas el 10 %–, con las consecuencias dramáticas que ello supuso tras la explosión de la “burbuja inmobiliaria”175.

Urbanismo para una nueva ciudad

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