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C) La globalización, la sociedad del consumo y la urbanización

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Ya en 1989, la caída del Muro de Berlín supone el final del siglo XX y el principio de una nueva era, ya no solamente en la geopolítica europea, sino que conlleva también una revolución tecnológica, social y cultural en la que todavía estamos inmersos. Nacen nuevas potencias, desplazándose al Pacífico lo que durante siglos había sido el predominio del Atlántico como área de influencia y poder económico dominante. En lo económico esa primera revolución del siglo XXI se corresponde con la victoria de la democracia de mercado y el pensamiento neoliberal como único modelo posible, y la globalización como referente absoluto de este nuevo tiempo. En lo político, la última década del siglo XX conocerá el avasallador triunfo de la revolución conservadora, impulsada por el presidente Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher.

El multilateralismo y el poder blando de los Gobiernos y los Estados frente al poder económico multinacional y las grandes corporaciones trasnacionales vinieron acompañados del auge de la democracia liberal, de un pensamiento desregulador en lo económico, apoyado en la promoción de la innovación tecnológica, que favorecía el comercio mundial y la menor presencia del Estado en la sociedad y en la economía, al tiempo que reducía la solidaridad social propia del modelo de Estado de Bienestar europeo de las décadas anteriores. Será la “Tercera vía” del laborismo británico la que termine de dar carta de naturaleza a este cambio en la vieja Europa al asumir, en algunos casos negándolo, este agresivo ideario.

La globalización es un proceso dinámico de integración de las economías locales en una economía de mercado mundial (Consenso de Washington, 1989). Conlleva la implantación definitiva de una sociedad de consumo y la comunicación, e interdependencia, entre los distintos países del mundo uniendo sus mercados, sociedades y pautas culturales, cada día más homogénea –frente al que reaccionan fundamentalísmos fuertes que construyen una identidad de resistencia–. La globalización se ha servido de las nuevas tecnologías, la sociedad de la información (informacionalización) y un mundo multiconectado en red (sociedad red)17. Los Estados deben abrir sus mercados, uniformizar y simplificar sus regulaciones interiores con el objetivo de mejorar las condiciones de competitividad; de favorecer la libre circulación de capitales, bienes, servicios y personas18; y de universalizar el reconocimiento de derechos fundamentales de las personas, sobre todo los económicos. La revolución en los hábitos culturales, y sobre todo en la información producida de forma colaborativa –y ya no monopolizada por los medios de comunicación tradicionales– supone la interconexión y la conectividad humana (física, intelectual y emocional) superando cualquier barrera imaginable.

La globalización supone el retroceso de las políticas nacionales y la creciente importancia de las políticas transnacionales que se deciden lejos de los ciudadanos, y por quienes no han sido elegidos por ellos, pero que cada día tienen mucha más importancia en sus vidas cotidianas. Las decisiones económicas tomadas por organismos o corporaciones no democráticamente elegidas cada vez condicionan más las políticas nacionales y la vida de la gente. Por ello, la conciencia social fue cristalizando en un movimiento altermundista que defiende otro modelo de desarrollo, una globalización alternativa. En este movimiento tiene una especial relevancia la conciencia social y la conciencia ambiental, el movimiento ecologista, especialmente sensibilizado hoy con los efectos del cambio climático.

Uno de los resultados más evidentes de la globalización es la importancia de las ciudades, de la urbanización del territorio, como puerta de acceso a la economía global de millones de personas. Hablamos de ciudades que se conectan en red y pasan a ser un nodo de esa red general; de ciudades que compiten por atraer y captar talento, inversiones y turismo, siendo en algunos casos tan poderosas como los Estados, y sobre todo, siendo el lugar de innovación por excelencia. Pero estas características las convierten también en lugares de atracción para millones de personas que necesitan de alojamiento, transportes, y servicios en urbes ya de por sí colmatadas. Este proceso de concentración y crecimiento es propio de la historia de la ciudad, y más en los siglos XX y XXI, como pusieron de manifiesto autores clásicos como L. Munford19 o P. Hall20. De hecho L. Munford ya en los años 30 analizaba el continuo crecimiento de la ciudad y la formación de nuevos centros metropolitanos, mostrándose muy crítico con el gigantismo informe, la masificación o la desfiguración de la naturaleza. Esta tendencia se convirtió en el modelo dominante en la época de entreguerras y ha seguido siéndolo en las grandes concentraciones urbanas, cada día más pobladas y numerosas frente a un mundo rural cada día más abandonado21.

La pregunta que debemos hacernos hoy, como L. Munford hace casi un siglo, es si: “el tamaño, poder, equipamientos y riqueza”, han logrado mejorar la vida de los habitantes de las ciudades, o si más bien se ha subordinado la ciudad al mito capitalista –o socialista antes en los países del Este y hoy en China–. Y para ello se ha concentrado el poder y los negocios, pero también la cultura y el nuevo modelo de centros de consumo, en las grandes ciudades, despreciando, o subordinado a esos fines, el territorio y el mundo rural. En esta misma línea, se trata de reflexionar si los modelos urbanos que ha propiciado el siglo XX, y en nuestro país las leyes urbanísticas, han logrado una ciudad mejor y más habitable, un medio urbano más humano. Aquella visión crítica que expresaba L. Munford enlaza con las teorías urbanísticas de la época, y en concreto con Le Corbusier y el Movimiento Moderno, que se convertirá, tras la Segunda Guerra Mundial, en modelo dominante durante décadas, si bien ya desde los años 60 el pasado siglo tuvo importantes críticos y hoy es objeto de revisión plena por lo que supone de insostenible.

Para confirmar la teoría anterior de un modelo dominante consistente en un mundo urbano de grandes concentraciones, basta acudir a los datos que los informes de ONU Hábitat nos ofrecen año a año dibujando un panorama incuestionable, y no cuestionado. El 1950 el 30 % de la población mundial vivía en ciudades, hoy lo hace el 54 % (3,7 mil millones de personas) y para 2050 esta cifra se habrá duplicado. El 40 % de la población de la Unión Europea vive en grandes ciudades y el 27,8 % en el mundo rural22. En el mundo hoy existen más de 31 ciudades de más de 10 millones de habitantes (megacities) que suponen el 6,8 % de la población mundial. En 2030, se esperan que sean 41 ciudades y un 8,7 % de los habitantes del planeta (730 millones)23. La población urbana supondrá en 2030 el 60 % del total mundial. Tokyo, Delhi, Shanghai, Mumbai, Sao Paulo, Bejing, Ciudad de México, Osaka…, encabezan el ranking de megacities, en su mayoría en el área Asia-Pacífico. Pero no son solo las ciudades, sino que, en 28 países o áreas, más del 40 por ciento de la población urbana se concentrado en una sola ciudad de más de un millón de habitantes24.

Esta realidad de un mundo esencialmente urbanizado y de ese modelo de ciudades que sobrepasan cualquier límite o escala humana parece ser un proceso imparable e irreversible, a pesar de las advertencias de los organismos internacionales y expertos. La idea de ciudad global25 o la ciudad de la información global26 es muy propia del siglo XXI, pero debemos tener en cuenta que lo que más la caracteriza es que es algo globalmente insostenible para el planeta27. Nuestro país, sin embargo, parece escapar a esta realidad, pues nuestras ciudades siguen manteniendo una escala racional. Las consecuencias de esta situación constituyen una verdadera preocupación en la agenda de distintos organismos internacionales. Pero la presión económica y social para favorecer la concentración de actividades y la generación de riqueza y conocimiento que conlleva, hacen que esa preocupación no se vea traducida en acciones transformadoras. En los mejores supuestos, se queda solo en recomendaciones, declaraciones de intenciones más o menos grandilocuentes de los organismos internacionales, o catálogos de buenas prácticas. La cara más negativa de estas concentraciones urbanas es el mantenimiento, y proliferación, de los conocidos como slum o barrio marginal28 en los que viven millones de personas; la cada día más evidente polarización social –ciudad dual– propia de la globalización; y la tematización de la ciudad contemporánea –ciudad del espectáculo–29.

La globalización de la economía, de la tecnología y de los medios de comunicación, así como la visualización del indudable poder de las minorías elitistas, ha supuesto que los movimientos sociales, como respuesta de la sociedad civil frente al nuevo orden global, tengan mayor visibilidad. Estos movimientos –“la globalización del descontento”–30 han globalizado los problemas, poniendo en lugar preferente los medioambientales derivados de este modelo e impulsando un renacimiento del movimiento ecologista.

Urbanismo para una nueva ciudad

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