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2. Modelo de desarrollo urbano en el sistema urbanístico español A) Qué entiende el sistema urbanístico español por modelo de desarrollo urbano

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Uno de los rasgos que caracteriza a nuestro sistema urbanístico es que ha sido muy tardía la preocupación del Derecho urbanístico estatal por convertir el desarrollo sostenible en un principio jurídico esencial para la actividad urbanística, en general, y para el planeamiento urbanístico, en particular. Desde la Ley del Suelo de 1956, el planeamiento proponía un modelo de ciudad. Pero la evolución de nuestro sistema hizo que cada vez el urbanismo se ocupara menos del modelo y más de otras cuestiones relacionadas con el régimen del suelo, la especulación y el contenido del derecho de propiedad.

Será el artículo 2176 –Principio de desarrollo territorial y urbano sostenible– de la Ley de Suelo de 2007 la primera norma estatal que sitúe este principio en la cúspide del sistema urbanístico y que supedite toda actuación en el territorio al mismo. Esto supone un evidente cambio de nuestra tradición urbanística, derivado de una nueva lectura de principio constitucional –art. 45 CE– que mandata la utilización racional de los recursos naturales177. La plasmación de la preocupación ambiental –surgida en las últimas décadas del siglo XX– y de la influencia del derecho débil europeo que analice en el capítulo precedente, han desplazado nuestro tradicional sistema hacia otro que haga más sostenible el desarrollo urbano178. Pero no podemos olvidar que desde el Texto refundido de la Ley del Suelo de 1976 las distintas leyes urbanísticas han situado la protección medioambiental y la utilización racional de los recursos naturales como objetivos del planeamiento urbanístico. Será el rango constitucional de este principio el que inspire esa interpretación y preocupación, que se vio recogida en la temprana STC 64/1982 de 4 de noviembre. Pero será en la STC 102/1995 de 26 de junio (FJ 4.°) la primera vez que nuestro Alto Tribunal aborde el significado jurídico-constitucional del medio ambiente y el desarrollo sostenible, concluyendo así con la necesidad de “armonizar desarrollo y medio ambiente, para lograr un desarrollo sostenible, equilibrado y racional”. De este modo, el modelo territorial y la utilización del suelo van a tener una componente ambiental muy importante desde 1978. Pero no será hasta los primeros años del siglo XXI cuando esa influencia ambiental defina un nuevo modelo territorial y lo haga reconocible como modelo urbano sostenible179.

Por consiguiente, en los siguientes capítulos voy a estudiar cómo las distintas leyes de suelo estatales, y las legislaciones autonómicas, han tratado el modelo de desarrollo urbano, la relación de la planificación urbanística con el desarrollo sostenible, o utilización racional de los recursos naturales, así como qué importancia ha tenido todo esto en el sistema urbanístico español. Analizare si ha tenido una configuración legal, o si más bien ha sido una cuestión reservada al planeamiento general, de la que se ocupaba en la fase inicial del mismo pero muy condicionada por otros factores y necesidades. Y del mismo modo prestare atención a qué grado de incidencia ha tenido en la práctica urbanística. Es preciso destacar una idea, a mi juicio nuclear en todo el desarrollo del presente trabajo. La ciudad es una construcción humana muy compleja que debe distinguirse de la mera trasformación o urbanización del suelo para dotarlo de condiciones que lo hagan edificable. Una cosa es la ciudad y otra la urbanización. Y por desgracia en décadas pasadas nuestras leyes, nuestra práctica urbanística, y muchos ayuntamientos parecían mucho más preocupadas por urbanizar que por hacer ciudades, por posibilitar suelo urbanizado para edificar que por definir un modelo de convivencia territorial. Cada ciudad y cada territorio es distinto y responderá, como expondré a continuación, a realidades y circunstancias distintas a lo largo de la historia del urbanismo. Pero ya en el siglo XXI, –y más en los países de la Unión Europea– hay factores de homogenización evidentes. Estos factores como expuse en el capítulo Primero, ya plenamente integrados en nuestro sistema jurídico, hacen que las “propuestas que el planeamiento urbanístico y territorial pueden realizar […] están condicionadas en muchos casos por factores, normativas y principios básicos, muy especialmente en lo que a los límites del crecimiento se refiere”180. El crecimiento urbano no es solo, ni principalmente, la urbanización de suelo. No es un fin en sí mismo, sino que ese crecimiento deberá responder a una estrategia a medio y largo plazo, a unas necesidades y a unas realidades sociales y culturales. De no ser así, como ha resultado muy frecuentemente, se trasformará suelo, se perderá un recurso valioso y no renovable, se urbanizará y se llenará el territorio de infraestructuras, –costosas y muchas veces innecesarias–, pero no se creerá ciudad, pues no habrá comunidad, diversidad ni densidad suficiente para crear un ecosistema humano inteligente.

A lo largo de los siglos la construcción de la ciudad responde a distintas culturas, tradiciones o estrategias que creemos necesario repasar de forma sintética. Todo esto con el objeto de poder entender cómo y con qué herramientas el urbanismo les ha dado forma, y cómo se ha manifestado la vida urbana de cada época “en unos valores y aspiraciones que cabe sintetizar como modelo de ciudad”181. Son ejemplos de ello: la ciudad cerrada o abierta de la Antigüedad; la ciudad fortaleza, mercado o episcopal de la Edad Media, dominante en función de la seguridad personal o espiritual; la ciudad ideal del Renacimiento como organización laica y civil de la convivencia a la que sustituirá la ciudad barroca propiciada por el Absolutismo… Para dar paso ya todo esto en el siglo XVIII a una ciudad ilustrada “con sus edificios útiles para la higiene y el recreo el vecindario y el avance del conocimiento”. Pero será en las últimas décadas del siglo XIX, debido a las trasformaciones derivadas de la revolución industrial y a las consecuencias del laissez-faire, cuándo la preocupación por la ciudad adquiera carta de naturaleza. Se hace necesario superar la ciudad histórica, concebida como ciudad defensiva, pero también las consecuencias de la ciudad industrial sin orden, insalubre y de densidades imposibles. La racionalización y reorganización de la ciudad se convierte en una cuestión de Estado182. La lectura de El mapa fantasma de S. JOHNSON nos muestra como la salud pública, –el brote de cólera de Broad Street (Londres) en el verano de 1854 y los trabajos de John Snow– supusieron un poderoso factor para la trasformación de las ciudades183. Supondrá la aparición de los ensanches –ciudad burguesa–, de los suburbios o de las ciudades jardín, del trasporte público –metrópolis–, así como la preocupación por ordenar esta nueva realidad, con el nacimiento del urbanismo moderno, y la proliferación de distintos modelos de entender el crecimiento urbano. Optar por uno u otro modelo es una decisión de gestión política en la que van a confluir múltiples variables e intereses económicos, sociales y ambientales. El urbanismo no será más que un instrumento técnico para dar forma al modelo elegido, una técnica de creación184 y desarrollo de las ciudades, y el Derecho urbanístico será la ordenación jurídica de esa técnica. Sin olvidar que no son las leyes o las regulaciones normativas las que definen el modelo y la ciudad, sino más bien al revés: las leyes y normas sirven a un modelo urbanístico, que a su vez responde a realidades sociales, económicas, culturales y sociológicas de cada tiempo y lugar, y que evoluciona en función de la realidad, necesidad y pensamiento185.

Volviendo al breve recorrido histórico186 por el origen de la ciudad y sus modelos, debemos ponerlo en relación con las ideas sociales, religiosas, económicas o políticas de cada momento, y con cómo la sociedad se ve reflejada en la ciudad de su tiempo187. Así, L. Benevolo relaciona el nacimiento del urbanismo moderno con las profundas trasformaciones sociales y económicas que supone la industrialización, y en concreto los desequilibrios que conlleva la primera industrialización en las ciudades. Como ya dije, será en la Inglaterra de 1848, con la Public Health Act, donde podamos situar el nacimiento del urbanismo moderno. Será la intervención de lo público en un campo hasta la fecha privado, por razones higiénicas y de salud pública, para corregir los excesos de un nuevo tiempo. Esta idea de regeneración de la ciudad como una forma de trasformación social o como visión global de los problemas urbanos y sociales, está muy relacionado con el pensamiento utópico de la primera mitad del siglo XIX188. Para P. Hall189 muchas de las cosas que han pasado en las ciudades desde entonces se deben a las ideas de unos pocos visionarios. A su juicio, “las primeras visiones del urbanismo nacieron dentro del movimiento anarquista” de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, de la mano de pensadores utópicos, preocupados por el progreso social y por la mejora de la calidad de vida de las clases más humildes, con visiones idealistas basadas en la cooperación voluntaria en pequeñas comunidades, respetuosas con la naturaleza. Estos pensadores tuvieron una clara idea de las posibilidades de la civilización urbana. Estas visiones cuando adquirieron forma real lo fueron de la mano de burocracias estatales o interiorizadas por el mismo capitalismo al que se proponían como alternativa –por ejemplo, el movimiento de la City Beautiful–.

Pero estas ideas, ya en 1848, se verán desplazadas por una visión de los especialistas y técnicos, menos trasformadora socialmente. Y precisamente esto dará origen a la legislación urbanística moderna con el resultado de convertir el urbanismo en una técnica reformadora al servicio del poder establecido. A juicio de Benévolo, en el siglo XX resultaba necesario volver a establecer un vínculo entre el urbanismo como técnica y la idea política colectiva de ciudad. Ello significa priorizar la idea de la ciudad, del territorio; preguntarse cómo se quiere utilizar ese territorio, para qué y para quiénes. Pero antes del cómo hacerlo, de lo que se preocupan las técnicas urbanísticas es de una suerte de “urbanismo utópico versus urbanismo científico”. Por tanto, el modelo urbano no debe ser solo una cuestión técnica, o reservada a los técnicos. Debe ser esencialmente una propuesta colectiva de ordenar la convivencia en el territorio favoreciendo la igualdad y el derecho de todos sus habitantes a disfrutar por igual manera y responsablemente de un territorio de calidad en un entorno saludable.

Pero la realidad más relevante del urbanismo moderno en España, como ya expusimos en el capítulo Primero, es la dialéctica entre ensanche-suburbio y/o reforma interior, con claro predominio de los primeros. La preferencia por el ensanche de la ciudad, en el siglo XIX, y posteriormente del suburbio, inclinó la política urbana, y la forma de entender el desarrollo de la ciudad, hacia un urbanismo expansivo. Ello significó la ocupación de nuevo territorio, necesidad de infraestructuras de transporte y la transformación de suelo rural en urbanizado. Este modelo de ciudad y sus variantes, ya en el siglo XX, van a responder ya no solo a principios teóricos y arquitectónicos, sino a cuestiones económicas, sociales e ideológicas. Estas verán su concreción en las distintas leyes urbanísticas, que ofrecen variantes de un modelo urbano hegemónico. Así en la segunda mitad del siglo XX se produce la incorporación a nuestro sistema urbanístico de las ideas del urbanismo funcionalista (LS56) y la trasformación masiva de suelo para responder a las nuevas necesidades de alojamiento. Todo ello para evolucionar hacia un modelo en que se atiende a la morfología urbana, la recualificación de lo construido y la renovación de la ciudad histórica a través de los estándares urbanísticos (LS76), con la proliferación de proyectos urbanos. En el nuevo siglo se volverá a la urbanización masiva, la fragmentación de la ciudad y su dispersión mediante urbanizaciones diseminadas en el territorio como resultado de la legislación liberalizadora de 1998. Para concluir, por el momento, en el nuevo paradigma legal, la ciudad cohesionada del desarrollo sostenible que propugna la LS07190.

El modelo de desarrollo urbano en nuestro Derecho tiene desde 1956 una íntima relación con el plan de urbanismo y su idea de ordenación de la ciudad. Desde el origen de las leyes de Ensanche de Poblaciones, la actuación sobre el territorio y la ciudad siempre ha respondido a un modelo. Muchas veces no buscado, sino surgido de la necesidad, o más bien de dar respuesta a necesidades de nuestro país, unas veces endémicas y otras puntuales191. Desde su inicio nuestro Derecho urbanístico centró sus preocupaciones en tres ideas: garantizar el derecho de propiedad del suelo y casi el monopolio de su trasformación; frenar o impedir la especulación del suelo que “malogra toda ordenación urbana” –a juicio del Preámbulo de la Ley del Suelo de 1956–; y favorecer el acceso a la vivienda. No iba a importar tanto el cómo se lograsen estos objetivos, sino que se lograsen, aunque ello supusiese un elevado consumo de suelo y recursos naturales. Pues no se olvide que hasta 1978 el suelo se entendía solo como un recurso socioeconómico y no como un bien ambiental merecedor de protección y conservación. Tampoco importaba tanto cómo se urbanizaba y qué ciudad se construía –con qué servicios y dotaciones se contaba–, pues la realidad social, económica, demográfica y migratoria desde los años sesenta impuso políticas de vivienda que no iban a encontrar en el urbanismo y el planeamiento un freno a sus aspiraciones y demandas192.

La Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1956 –LS56– no mostró una especial atención por el modelo urbano que debería diseñar el planeamiento, pues como dijimos otras eran sus principales preocupaciones. Pero ya en su Exposición de Motivos hacía un certero diagnóstico del problema de la expansión urbana: “la irradiación desmesurada del perímetro de extensión de las ciudades en las que al constituirse arbitrariamente se crean superficies de urbanización desproporcionadas…”.

Apunta una idea que debería haber sido un hilo conductor ideológico de nuestro urbanismo a lo largo de toda su historia:

“La acción urbanística ha de preceder al fenómeno demográfico, y en vez de ser su consecuencia, debe encauzarlo hacia lugares adecuados, limitar el crecimiento de las grandes ciudades y vitalizar, en cambio, los núcleos de equilibrado desarrollo, en los que se armonizan las economías agrícolas, industrial y urbana, formando, unidades de gran estabilidad económico-social”.

El legislador de 1956 –en su Exposición de Motivos– propone un modelo urbano de desarrollo equilibrado, cohesionado y estable económica y socialmente. Pero autores como F. GONZÁLEZ-BERENGUER (1969) ya a finales de la década de los sesenta manifestaban una opinión crítica del desarrollo urbano de nuestras ciudades durante la vigencia de la Ley de 1956, por lo que parecía más que necesaria una reforma de esta193. En 1975, la Exposición de Motivos de la Ley 19/1975, de reforma de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, volvía a hacer un diagnóstico muy crítico y pesimista:

“el proceso de desarrollo urbano se caracteriza, en general, por la densificación congestiva de los cascos centrales de las ciudades, el desorden de la periferia, la indisciplina urbanística y los precios crecientes e injustificados del suelo apto para el crecimiento de las ciudades”

y adoptaba una serie de novedades que pretendían dar respuesta a las principales preocupaciones del urbanismo de la época. No estaba entre ellas el modelo de desarrollo urbano, pero sí cuestiones tan importantes para definir el mismo como la concepción de los Planes Generales Municipales de Ordenación, más abiertos, evolutivos y no homogéneos, en los que se plantearán estrategias de ordenación a largo plazo junto con acciones concretas programadas –”Las propuestas de estructura urbana constituyen así la trama de referencia física para la realización temporal de programas de desarrollo”–. O la formulación con carácter general de las dotaciones mínimas que van a garantizar la calidad urbana –parques y jardines públicos, centros docentes y culturales o aparcamientos–. Esta revisión legal tendrá su importancia en la manera de enfrentar desde el urbanismo la realidad urbana. A partir de la misma, intervendrá la preocupación por la forma urbana –morfologismo–, y se producirá la evolución del plan al proyecto urbano de los años 90, sumándose a una corriente de pensamiento europeo que pone en cuestión la idea del plan.

F. CHOROT NOGALES (1977:13-15) opinaba que España disponía de una excelente Ley –LS56– y un urbanismo desastroso. Pues los urbanizadores, promotores urbanísticos y propietarios “procuraron burlarla abierta o subrepticiamente con afán especulativo casi generalizado”, en un crecimiento desmesurado de las ciudades, que iban haciéndose solas, “sin que los planes consiguiesen estabilizar los hechos y ajustarlos al planeamiento”. A ello no fueron ajenos unos permisivos e incapaces ayuntamientos que “llevados por su afán de desarrollo urbano e industrial, transigieron en muchos casos con iniciativas y promociones carentes de los más elementales servicios y dotaciones”194 y que durante años parecieron desconocer la LS56.

Como vemos, ya las primeras leyes que regulan de forma integral el suelo en España afrontan un debate permanente entre lo que se legisla y el resultado de su aplicación, así como entre la planificación y ordenación de la ciudad, y la edificación como satisfacción de necesidades colectivas o como actividad económica y de desarrollo. La preocupación expresa por definir y concretar un modelo urbano como primera obligación y competencia del urbanismo no aparece en nuestro sistema hasta momentos recientes. Aun así, sigue resultando muchas veces dificultoso, y a veces imposible, que el planeamiento urbanístico195 trascienda de lo operativo y sea realmente directivo y/o estratégico suponiendo la cúspide real de un sistema legal jerarquizado. Nuestro urbanismo del siglo XX se caracteriza por ser técnico, operativo y muchas veces aséptico; cargado de normas y principios, regulador de derechos y deberes relacionados con la propiedad privada. Se enfrenta a la tarea de ordenar lo existente y favorecer el desarrollo –principalmente económico–. No está carente de buenas intenciones y aspira a resolver problemas sociales, pero no cuestiona, por lo general, un modelo de ciudad expansiva y consumidor de recursos. Con el nuevo siglo parece que asistimos a un nuevo urbanismo que aspira a ser directivo, estratégico, político y que responde a principios más generales y públicos. Incluso este debate podemos considerarlo muy parcial, pues se viene limitando a la confrontación de dos modelos de ciudad: ciudad compacta-ciudad difusa. No obstante, cada vez se van introduciendo nuevos, más variados y complejos elementos derivados de la sostenibilidad y del cambio climático, igualdad, accesibilidad universal, multiculturalidad o género, que reclaman una sostenibilidad social del urbanismo, y de la ciudad, entendida como la respuesta que se debe dar a las demandas de bienestar en términos de igualdad196.

Para algunos autores como H. Lefebvre o M. Gaviria, la actividad urbanística no es un sistema sino una ideología, una actividad política, en la que se pueden materializar conceptos tan atractivos como el derecho a la ciudad197. Y pensamientos como el de Jane Jacobs, expuesto en la década de los 60 y olvidado durante largos años por el pensamiento dominante, comienzan hoy a ser recuperados y traídos al debate público con plena vigencia. Del mismo modo comienzan a tener un intenso reflejo y presencia en la legislación, y en la práctica urbanística, la idea de comunidad democrática y participativa que, supeditando la técnica a la idea, crea un espacio de convivencia y desarrollo para satisfacer sus necesidades y lograr su felicidad.

Nuestro sistema legal no ha definido un concepto jurídico urbanístico de “modelo”. Tampoco en la definición que el Diccionario de la Lengua Española198 hace de la palabra encontramos ninguna acepción propia para definir modelo urbano. Quizás la acepción 4.ª: “Esquema teórico, generalmente en forma matemática, de un sistema o de una realidad compleja…” sea la que más se aproxima. El término limita su utilización sobre todo en instrumentos de planeamiento y de ordenación territorial, para definir un modelo ideal de la ciudad, o del territorio, en el futuro que se pretende lograr mediante los instrumentos de planeamiento general y las técnicas de gestión urbanística. Generalmente donde se plasma el modelo es en el plan general municipal, o en un instrumento de ordenación territorial de ámbito regional (Estrategias o Directrices Territoriales de una CCAA) o de ámbito subregional (provincia, comarca, etcétera). La idea de modelo territorial la encontramos asociada a la ordenación del territorio desde los documentos europeos como la Estrategia Territorial Europea, Potsdam, 1999, que introducen y reiteran la idea de definir un “modelo” que sirva al desarrollo integrado y que sea seguido por las políticas sectoriales. La ordenación del territorio utiliza con amplitud la expresión “modelo territorial”, tanto en sus normativas como en los documentos derivados de ellas.

Si bien encontramos distintas aproximaciones al concepto de modelo urbano, en general coinciden en entender el modelo como: una propuesta ideal de futuro para una ciudad, superadora de los problemas del presente y configuradora de una realidad ideal o deseable, que se expresa en cualquier plan de ordenación urbana. La planificación responde siempre a un modelo al que aspira la colectividad como modelo ideal de asentamiento y convivencia, en función de su geografía, topografía, paisaje, climatología, accidentes naturales, medios tecnológicos, preexistencias culturales e ideología. Nuestro interés se centra en la escala urbana propia del urbanismo, y más en concreto del planeamiento urbanístico municipal. En él se plasmará un modelo para cada ciudad –de forma implícita o explícita– mediante el conocimiento de un modelo de comportamiento –problemas urbanos– al que se ofrecen alternativas de mejora o corrección mediante medidas a corto, medio y largo plazo. Este modelo debería responder a la aspiración (modelo ideal u óptimo) que el colectivo humano que conforma la ciudad tiene para su futuro común. La ciudad es una construcción muy compleja, quizás la más compleja –y perfecta– creación de la humanidad. Pero es un hecho no solo físico sino –sobre todo y, ante todo– social, pues lo crean, trasforman y reinventan cada día las personas. En la misma se encuentran intereses muy diversos, actividades aparentemente contradictorias que deben coexistir, y de cómo se articulen e interrelacionen dependerá el crecimiento, equilibrio o estancamiento de cada ciudad. Es en cada plan urbanístico municipal donde se plasmará ese compromiso social y colectivo de presente y sobre todo de futuro. Se tratará de cómo articular la convivencia y la diversidad de actividades, personas e intereses en un espacio que necesita de constante renovación, mejora, y adaptación a unas demandas y necesidades cambiantes, a la vez que de preservación y conservación de su patrimonio.

Así, hoy los planes generales deben partir de definir o proclamar un modelo de ciudad constituido por unos principios, metas y objetivos. Unas veces son la asunción, mimética y meramente repetitiva, de los principios y objetivos que las legislaciones autonómicas establecen con carácter general; y otras son una construcción colectiva, elaborada de forma participativa con la ciudadanía, a modo de visión, aspiración o modelo ideal de la ciudad que se quiere construir en el futuro199.

Urbanismo para una nueva ciudad

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