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3. EXCURSO: CONCEPTOS INSTRUMENTALES QUE SE RELACIONAN CON LOS TIPOS DE ENTES. LOS CONCEPTOS GENÉRICOS DE CEN-TRALIZACIÓN Y DESCENTRALIZACIÓN
Оглавление1. Aunque, de nuevo, nos separemos un tanto del hilo del discurso sobre la Administración me parece que este es el lugar apropiado para referirme a un par de conceptos estructurales de los Estados modernos en relación con sus respectivas Administraciones Públicas. Me refiero a los conceptos de centralización y descentralización; dos conceptos anfibológicos que se mueven en el plano político pero también –y es el que ahora interesa– en al administrativo porque ambos, sobre todo el segundo, tienen como un elemento referencial la idea de personalidad y por eso me parece oportuno traerlos aquí a colación.
En el fondo estos dos conceptos, al menos desde el punto de vista político y sociológico, hacen referencia a la distribución territorial del Poder, una cuestión sobre la que ya se ha dicho algo en el Capítulo II de esta obra y se volverá sobre más adelante en este mismo Capítulo y en los específicamente dedicados a las Comunidades Autónomas y a los entes locales (Capítulos VIII y IX). Pero aun así no me parece impertinente una referencia elemental a la cuestión en este momento.
En términos políticos y constitucionales, que se traducen después de alguna manera en el plano administrativo, se puede hablar de Estados de estructura centralista y de Estados descentralizados. La evocación de esas palabras admite, sin embargo, muchos matices.
La centralización en el plano administrativo supone concentrar las funciones ejecutivas, de gestión y aplicación de la ley en un centro de poder personificado (la Administración del Estado) sin perjuicio de que éste se articule en órganos (centrales y periféricos) que actúan todos ellos sobre la base del principio de jerarquía. Ese modelo de centralización completa no ha funcionado del todo así, puesto que, aunque sin verdadera autonomía, desde la aparición del Estado constitucional siempre han existido los entes locales con competencias propias por más que esas competencias se redujeran al ámbito doméstico de las pequeñas cosas y, además, estuvieran sometidas al control más o menos intenso del Estado.
La descentralización es una palabra anfibológica porque evoca o puede evocar contenidos diferentes. Pero hay un dato o elemento consustancial a la denominación: la existencia de entes personificados distintos del Estado central o, si se quiere una mayor precisión desde la óptica administrativa, entes distintos de la Administración del Estado. Pero esos entes pueden tener contenido político, es decir, se les puede atribuir la potestad de aprobar normas con fuerza de ley y entonces hablamos de una descentralización política o pueden asumir simplemente competencias de gestión y aplicación de las leyes estatales y entonces se puede probablemente hablar sólo de descentralización administrativa de mayor o menor intensidad en función de la existencia o no de controles previos por parte de la Administración del Estado.
La descentralización política implica la existencia de un Parlamento que apruebe Leyes, pero la descentralización administrativa a la que acabo de aludir no presupone un Parlamento, ni siquiera la existencia de entes intermedios entre el Estado y los municipios o entes locales. Pueden existir, sí, y entonces hablamos de un Estado que ha asumido una descentralización de carácter regional (aunque no se utilice en todos los casos este adjetivo), pero también se puede hablar de una descentralización administrativa cuando, sin esos entes intermedios, se atribuyen competencias administrativas a los entes locales a los que se les dota de autonomía de gestión suprimiendo los controles administrativos previos.
Así, pues, centralización y descentralización como conceptos lábiles; sobre todo el segundo. Pero más allá de ese carácter impreciso lo que importa destacar ahora es que cuando hablamos de descentralización, sea cual sea su contenido, estamos presuponiendo la existencia de relaciones entre entes, entre sujetos; en definitiva, entre personas jurídicas.
Por eso es importante, a efectos simplemente instrumentales y para no caer en equívocos fácilmente presentes distinguir entre descentralización y otra palabra cercana pero que tiene un contenido y un significado diferente: desconcentración. Cuando hablamos de desconcentración no nos referimos a relaciones intersubjetivas, a la presencia de dos personas jurídicas, de dos Administraciones. Estamos dentro de una Administración y estamos hablando de una técnica de relaciones interorgánicas, no intersubjetivas. La desconcentración supone, en definitiva, descargar de competencias a los órganos centrales superiores y ampliar el ámbito competencial de los jerárquicamente inferiores o de los órganos periféricos, pero siempre dentro de la misma persona jurídica, de la misma Administración. Es, pues, una variante de la delegación orgánica. La única diferencia visible es que la delegación supone atribuir la gestión de una determinada competencia a un órgano inferior pero sin entregarle la titularidad de esa competencia, mientras que cuando hablamos de desconcentración más que de una técnica hablamos de un resultado, el que se deriva de modificar la competencia del órgano superior para atribuir la competencia –su titularidad y su gestión– a un órgano inferior.
2. Volvamos por un momento a la centralización administrativa para recordar que fue una de las obras fundamentales de la Revolución francesa que suponía incidir en el principio de igualdad, imponer la racionalización del poder y romper las viejas estructuras de los antiguos Reinos. Como dijera Sebastián Martín-Retortillo al referirse a esa etapa histórica: “Frente a situaciones de privilegio y de desigualdad, fue la centralización la gran bandera de los derechos fundamentales y de las libertades públicas; incluso la bandera de la Revolución. La centralización estuvo unida tanto al dogma de la voluntad general como al principio de igualdad”.
En la tumba de Napoleón, en los Inválidos de Paris, hay un frontispicio que dice simplemente: Centralización. Y debajo una fecha del calendario revolucionario: 28 pluvioso del año VIII, es decir, el 7 de febrero de 1800. Se trata de la fecha de la Ley que plasma esa idea de centralización napoleónica según la cual todas las decisiones del centro han de llegar a todos los rincones del país como llega la sangre a todos los alvéolos del cuerpo humano. Francia se divide en Departamentos y en cada Departamento habrá un Prefecto, delegado del poder central, que garantizará la aplicación por igual en todas partes de las decisiones del Poder central. Es el modelo que, con alguna variante, será imitado luego en España a partir de 1833 cuando Javier de Burgos cree la figura paralela: los subdelegados de Fomento, antecedente inmediato del Gobernador civil que estuvo en vigor en España hasta hace bien poco y ha sido sustituido, con diferente nombre pero no muy distintas funciones representativas del Poder central, por el Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas y el Subdelegado del Gobierno en las provincias.
Pero volviendo a los antecedentes franceses, hay que recordar que con la Revolución desaparece la organización estamental de la sociedad. Y con ella nace la centralización. El 4 de agosto de 1789 es la fecha que se suele considerar que pone fin al Antiguo Régimen. Ese día la Asamblea Nacional francesa aprobó el Decreto que abolió el feudalismo y desaparecieron los privilegios y desigualdades territoriales o de clase. “Se declara que todos los privilegios particulares de las provincias, principados, regiones, cantones, ciudades y municipalidades, ya sean pecuniarios o de cualquier otro tipo, quedan abolidos definitivamente y se someterán al derecho común de todos los franceses”, decía el art. 10 de esa norma. Poco después, el mismo mes de agosto, se aprobaría la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que acabaría colocada como Preámbulo de la Constitución de 1791.
Así, pues, la nueva realidad política del Régimen constitucional, presidido por uno de los lemas o ideales de la Revolución –la igualdad– halla en la centralización el instrumento para llevarla a cabo. Es lo que años después, en 1843, expresó en un libro titulado precisamente así, De la centralización, un jurista muy citado en los orígenes del Derecho Administrativo: Cormenin. En realidad, él firmaba con el seudónimo de “Timon” y su nombre verdadero era el de Louis Marie de la Haye, Vizconde de Cormenin (1788-1868). Pues bien, en un pasaje de este texto, muy citado y fácilmente accesible, se puede leer:
“Una sola noche, la de 4 de agosto de 1789, apagó el último brillo de la nobleza. Las superioridades fundadas en el nacimiento fueron abatidas y la sociedad se aniveló como el suelo. La división de Francia en 86 departamentos borró las demarcaciones de las provincias, cortó los ríos, abrió las montañas, rompió los portazgos, los pontazgos y las líneas interiores de aduanas, demoliéronse los palacios y fueron vendidos los feudos (...). No hubo ya consejo de partes, de despachos de hacienda, ni gran consejo; solo hubo el consejo de ministros”.
Y como admirador de Napoleón que era, más adelante dirá que “si la centralización no hubiese existido, Napoleón la habría inventado”, para exponer luego lo que, con un lenguaje ampuloso y barroco, pero muy solemne, él denomina los agentes de la centralización, desde el ejército a la instrucción pública, desde los pueblos a las nuevas Administraciones dependientes del poder central (como la idea napoleónica de los nuevos departamentos, los prefectos y los Consejos de prefectura). Se acabaron los privilegios de nacimiento, de clase y de ciudad. Ricos y pobres, nobles y plebeyos, moradores de la ciudad, aldeanos o campesinos iguales son ante las cargas públicas. Es el inicio de una nueva era que se proyectará por media Europa tanto desde el punto de vista ideológico como práctico y en algunos casos como consecuencia indirecta, precisamente, de las guerras napoleónicas.
3. Pero la Historia cambia. La máquina administrativa se fue haciendo más pesada y más lenta y, como suele suceder, los excesos de la centralización generaron, con distinta intensidad y diversas formas, el proceso opuesto genéricamente denominado descentralización con el que se pretendía, de un lado, limitar el poder central y ensanchar la base de la libertad individual y, de otro, favorecer la eficacia por la cercanía con la que se tomarían muchas decisiones que afectan a los ciudadanos y antes se tomaban en la capital del Estado. La descentralización supondrá, así, adjudicar competencias a personas jurídicas distintas de la que representa el Estado central. Y se hablará entonces de descentralización territorial si esa adjudicación tiene lugar y se lleva en beneficio de entes territoriales existentes (municipios) o nuevos (regiones), pero también de descentralización funcional que sería aquella que supone asignar competencias a entes nuevos no territoriales (lo que hemos llamado entes de carácter institucional o base fundacional).
En realidad, la única descentralización verdadera es la territorial. Y ésta puede ser política (si los entes territoriales afectados, nuevos o preexistentes, tienen potestades legislativas) o simplemente administrativa (si los citados entes se limitan a gestionar con autonomía competencias administrativas, esto es, a aplicar leyes que ha aprobado el Parlamento estatal).
Aplicando estos criterios a nuestro caso, podemos decir y recordar, como ya se ha dicho en el Capítulo anterior, que España es un Estado fuertemente descentralizado, políticamente descentralizado en la medida en que unos entes de nuevo cuño previstos en la Constitución de 1978 –las Comunidades Autónomas– van a tener Parlamento y van a poder aprobar leyes con carácter exclusivo o compartido en el ámbito de unas competencias que constarán en sus Estatutos en el marco genérico de la Constitución. La importancia del modelo obliga a dedicarle un Capítulo entero en esta obra y a él me remito ahora.