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1. EL ORIGEN DEL SUJETO EN EL ESTADO Y EN EL DERECHO. CONFIGURACIÓN DEL ESTADO MODERNO Y CONSTITUCIONALISMO LIBERAL

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1.1. El punto «ciego» de partida: Estado-Sociedad/Mercado. La construcción del sujeto en el Derecho

Desde la perspectiva teórica de la que se parte5), el proceso de construcción de la subjetividad vendría determinado por unas causas de carácter material o real que, con el conveniente soporte teórico, legitimarán en el plano jurídico-positivo no solo la aparente separación del Estado y la sociedad, sino también la construcción de un sujeto abstracto que no se corresponderá con sus condiciones reales de existencia.

Las causas reales que hacen posible el origen del sujeto se inscriben en un doble plano: institucional y socioeconómico. En el plano institucional, el Estado moderno, que surge como consecuencia de la crisis de rentabilidad económica del feudalismo, supondrá la paulatina desaparición de la estratificación social estamental para sustituirse por la sumisión de todos los súbditos a un poder soberano, el del Monarca Absoluto, disolviéndose los demás vínculos y jerarquías y, por tanto, eliminándose el «privilegio» como elemento jurídico propio del sistema político6). Por lo que se refiere al plano socioeconómico, el cambio que se opera del modo de producción feudal al capitalista determinará la aparición del sujeto, pues sólo entre éstos es posible el intercambio económico. Como afirma De Cabo, «el capitalismo se va a diferenciar de los sistemas anteriores en la “separación” del trabajador de los medios de producción y su conversión en “individuo”, “libre” para participar en el mercado e “igual” a los demás, de manera que el formal intercambio (de mercancías) –aparentemente– equivalentes se corresponde con la formal (aparente) igualdad de quienes lo realizan. Capitalismo y sujeto (libre e igual) son, pues, inseparables» (De Cabo 2001, 119). La igualdad formal entre sujetos (que permite ocultar la desigualdad material) se manifiesta pues como exigencia, como requisito funcional del sistema capitalista.

El iusnaturalismo y el liberalismo proporcionarán el respaldo teórico necesario para la juridificación de ese sujeto. Tanto la construcción kantiana del Derecho como las tesis liberalistas de Locke supondrán que la idea de sujeto vaya inescindiblemente ligada a la de propiedad «como condición de autodeterminación de la existencia y de la relación con los otros (propietarios) de manera que la propiedad es una determinación necesaria del proceso de identificación del yo y del desarrollo de su individualidad» (De Cabo 2001, 120). Así, pues la identificación entre individualidad y propiedad (de sí mismo) será la piedra angular sobre la que pivota la teoría política de la modernidad, de tal forma que el Derecho y el Estado nacen de la propiedad para hacerla posible, para garantizarla, configurándose ésta como un «principio de organización social».

Las Declaraciones de Derechos y las primeras Constituciones liberales en las que éstas se insertan, configurándose como fines del Estado, supondrán, en primer término, la separación de dos ámbitos o esferas de actuación diferenciadas: la de la sociedad/mercado y la del Estado, el ámbito privado de los derechos y el ámbito público de los poderes del Estado, erigiéndose la representación política (a través del derecho de sufragio) como la instancia y línea de mediación entre ambas esferas. Eso tendrá su correspondiente reflejo en la distinción entre Derecho público y Derecho privado, construyéndose el sujeto de diferente forma. En el Derecho Público el sujeto será formalmente igual en derechos (de libertad y propiedad) e igualmente libre en el disfrute de los mismos, configurándose los poderes del Estado como garantes de tal condición a través de las leyes estrictamente indispensables a tal fin, quedando vedada por tanto cualquier intervención estatal que se desvíe de dichos fines; de esta forma, las leyes quedan materialmente definidas por los derechos. El hombre y el ciudadano, quedarán así conformados como sujetos en el espacio jurídico-político. Mientras, en el Derecho privado, será la codificación el correlato jurídico de las Declaraciones de Derechos, construyéndose el sujeto a través de la formulación abstracta de la personalidad, en su doble faceta de persona natural o física (cuya autonomía de la voluntad se reconoce a través de la capacidad jurídica de obrar y en la que, podríamos añadir, el cuerpo no importa, en el sentido que más adelante apuntaremos) y de persona jurídica (como la asociación de personas naturales). Así, este reconocimiento de la subjetividad jurídica supone «la igualdad formal, un concepto de propiedad “despersonalizada” (estrictamente económico en cuanto se configura al margen de todo vínculo personal y por consiguiente “libre” y objeto de cambio) y una disponibilidad sobre sí mismo (sobre su trabajo) de manera que su despliegue como sujeto le permite, sin dejar de serlo, ser también objeto». Formalizados objeto y sujeto de esta forma, la figura del negocio jurídico (contrato) aparece como expresión normativa de la relación, del acuerdo entre sujetos y se caracteriza principalmente por su permisividad en el sentido de valorar dicho acuerdo por su mera existencia, es decir, «con un carácter abstracto formal, que no tiene en cuenta ni la cualidad del sujeto ni la del objeto de la relación». Así se configura el sistema jurídico formal del mercado y «los códigos civiles adquieren el significado constitucional de garantía respecto de esa esfera privada globalmente considerada» (De Cabo 2001, 122).

Así, mediante estas abstracciones, rompiendo la correspondencia entre la realidad y la norma, se formaliza un sujeto que «no sólo oculta y elude las desigualdades y por tanto el conflicto real, sino que lo que hace fundamentalmente es impedir que la desigualdad, el conflicto (que es intersubjetivo) se traslade al orden jurídico político» (De Cabo 2001, 120-121). Pero en esta construcción del sujeto están presentes dos elementos contradictorios: «el de la igualdad de todos (aunque sea formal) y el de los intereses de cada uno, que hacen que en la subjetividad confluyan como elementos contrapuestos el del interés público7) (que hace referencia a la igualdad) y el privado (en el que se sitúan las contradicciones). De ahí precisamente la necesidad de mantener la separación entre ambas esferas, pues sólo reduciendo lo económico a un asunto privado es posible una esfera jurídico pública en la que los sujetos desiguales de las relaciones económicas devienen sujetos iguales, abstractamente titulares de todos los derechos y destinatarios de todas las normas» (De Cabo 2001, 123). Se conforma así el sujeto de los derechos (el que determina los fines del Estado), un sujeto que es «en sí y para sí», un sujeto egoísta. A partir de esta configuración del sujeto se crean las bases de un sistema estructuralmente insolidario porque el sujeto es «en sí y para sí», relegando el aspecto relacional entre sujetos en y a través del mercado.

De esta manera, las Constituciones del primer constitucionalismo, las constituciones liberales configuran un sistema jurídico sin contradicciones (y, por tanto, dotado de unidad y coherencia) en el que el ámbito de lo público, de lo político –del Derecho Público– se construye y funcionaliza en base a la prevalencia material del ámbito privado –del Derecho Privado–. Por tanto, en la medida en que los intereses en conflicto desaparecen con la abstracción, desaparece así también el propio conflicto, la contradicción, pudiéndose calificar a este constitucionalismo como el «constitucionalismo del capital» (De Cabo 2001, 130), que, aunque se le denomine como «constitucionalismo de la igualdad formal», está vertebrado sobre el principio de la insolidaridad (De Cabo 2006, 43-44).

1.2. El punto «situado» de partida: Familia-Sociedad/Mercado-Estado

Afirmábamos más arriba que el requisito para la construcción de la subjetividad jurídica, para la conformación del sujeto de los derechos, es la desaparición de la correspondencia entre realidad y norma. Sólo así es posible la igualdad formal. También resulta imprescindible para ello, como se ha dicho, mantener dos esferas separadas: el ámbito público y el ámbito privado.

Esta visión supone asumir que ciertas actividades, esferas y relaciones son, aparentemente, irrelevantes y, por tanto, apolíticas (o accesorias) Y, sin embargo, va a resultar un factor real de carácter institucional que posibilitará la configuración del sujeto (varón) protagonista de los espacios de relevancia pública: el Estado y la sociedad/mercado. La individuación de un sujeto independiente que niega la interdependencia y la vulnerabilidad inherente a la condición humana, lo que condicionará la determinación de los intereses que conforman la voluntad general, reproduciendo así las relaciones de dominación de los hombres sobre las mujeres.

Históricamente, independientemente de las más variadas formas de organización política (de la polis griega a la república romana o los feudos o reinos) y económica (esclavismo, feudalismo, mercantilismo), las mujeres únicamente formaban parte de la familia, constituida como una unidad bajo el poder jerárquico del jefe de familia, siempre varón.

Pero así como el constitucionalismo liberal va a suponer un cambio histórico al introducir la igualdad y la libertad como principios reguladores de las funciones en los ámbitos público y privado, reforzará la jerarquía del varón en la familia, donde la dominación/subordinación será el eje sobre el que se articulen las relaciones familiares. Veámoslo más detenidamente.

A. Lo doméstico como soporte de lo político: Familia-Estado

Ninguno de los más influyentes teóricos del Estado Moderno (Hobbes, Maquiavelo, Bodino, Locke o Rousseau, por no hacer la lista más larga) concebía la sociedad sin familias, pero todos consideraban que éstas estaban suficientemente representadas, a efectos de la configuración de la forma de organización política, por un varón cabeza de familia, por lo que el elemento del poder político del Estado, la soberanía, se definirá según ese modelo. En Los Seis Libros de la República (1576), Bodino considera que «la verdadera fuente y origen de la República», es decir, del Estado, es la familia, a la que califica como una institución de carácter natural8). La familia está, por tanto, presente en su definición de la soberanía, atributo del Estado por excelencia: «La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república… que es el recto gobierno de las familias y de lo que les es común, con poder soberano». Si la República –el Estado– es el recto gobierno de lo que «es común» a las familias –de lo público o que tiene relevancia pública o común–, debe quedar fuera lo que no es común, lo particular de cada una, lo privado/doméstico, lo que entra en las competencias del padre, cuya función en la familia la compara Bodino a la del soberano en su reino, de tal forma que el ámbito de la familia (madre, hijos, criados y propiedades) forma parte de la soberanía del Estado en el sentido de que éste lo somete a la exclusiva soberanía (poder que no reconoce superior y es absoluto y perpetuo) del varón paterfamilias o cabeza de familia. De esta manera, aunque la familia represente -aparentemente-un límite para el poder soberano del Estado, éste tiene como finalidad su conservación, pues ello significa «conservar el orden»9). Y dado que la familia constituye garantía de estabilidad y orden, debe permanecer inmutable, es decir, sometida totalmente al varón y el Estado debe controlar que así sea.

Este orden de dominación del «paterfamilias» (otra construcción del sujeto) no sólo permanecerá inmutable en el Estado liberal, sino que es constitutivo del propio concepto de soberanía que encarna el poder en esa forma de Estado que inaugura el constitucionalismo de la igualdad formal. Libertad e igualdad formales en todos los espacios, pero dominación en la familia, reforzada a través del Derecho mediante la institución del matrimonio, que establecerá un orden estamental, justificado en la teoría de la complementariedad de los sexos, que será reforzada en el siglo XIX por el ideal de domesticidad y por el mito del amor romántico.

En este sentido, una definición aproximada del matrimonio como institución implicaría considerarlo como «las normas o valores que formal o informalmente señalan a los sexos diferentes derechos de posesión y obligaciones, concernientes al acceso a los poderes vitales de la persona del otro» (Jónasdóttir 1993, 326). Estas normas y valores están respaldadas por el poder regulador que reside en la colectividad masculina y por el Estado.

El matrimonio –heterosexual, en principio– se revela de esta manera como la estructura central del patriarcado, puesto que esta institución regula también directa e indirectamente las relaciones de género que se establecen en toda la sociedad y no sólo en lo doméstico/familiar. Así, la esfera doméstico/familiar no sólo se impermeabilizará frente a las transformaciones operadas en el espacio público del Estado como en el privado de la sociedad/mercado –presididas por los principios formales de libertad e igualdad–, sino que proyectará la jerarquía de los varones en dichos espacios desplegando una especie de efecto irradiación reproductor de dichas relaciones de dominación y subordinación10).

En palabras de Kate Millet (1969, 23) «la familia constituye una unidad patriarcal dentro del conjunto del patriarcado».

B. Lo doméstico como soporte de lo privado: Familia-Sociedad/Mercado

Todas las actividades necesarias para la sostenibilidad de la vida humana funcionarán como condiciones socioreproductivas del ámbito privado Sociedad/Mercado –regida por el principio de libertad– y, sin embargo, la lógica que presidirá estas actividades es el principio de necesidad. Por eso las mujeres simbolizan lo doméstico, no lo privado. En ese sentido lo doméstico no es un espacio, sino una función (Rubio 2013, 44 y 53-54).

Finalmente, si respecto de las causas socioeconómicas, se señalaba que es la aparición del capitalismo la que posibilita el surgimiento del sujeto, en la medida en que un sistema basado en el intercambio necesita de sujetos entre los que se produzca el mismo, y el requisito para ello es la separación del trabajador de los medios de producción a fin de que pueda convertirse en un individuo libre e igual a los demás –un sujeto en sí y para sí–, esto es especialmente iluminador si atendemos al hecho de que las mujeres son biológicamente las reproductoras de la vida humana. Desde esta perspectiva, en la medida en que producen la vida humana en sentido estricto, es decir, producen seres humanos, podría considerarse a las mujeres como medios de producción (Jónasdottir 1993, 321), pero en este caso es obvio que es imposible la separación de la «trabajadora» del medio de producción, que era el requisito para que el individuo fuese libre e igual en el mercado11).

C. La imposibilidad de las mujeres para ser sujetos políticos: la desigualdad constitutiva que sostiene las raíces del pacto originario

El discurso sobre la inferioridad natural de las mujeres o sobre su excelencia y su adscripción a las funciones de crear y sostener la vida, los discursos legitimadores del sistema patriarcal, son una invariable en el curso de la historia desde la Antigüedad. En el constitucionalismo liberal este discurso estará presente en el iusnaturalismo racionalista, tanto por lo que se refiere a los nuevos presupuestos sobre los que asentar el Derecho natural –la creencia en unas leyes o principios universales deducidos de la razón humana (sin cuerpo) como principal cualidad natural del hombre– como en la vertiente contractualista para sostener la legitimidad del origen y de las funciones de la comunidad política, del Estado. La afirmación de que todos los hombres nacen libres e iguales es la que sustenta la hipótesis del estado de naturaleza previo al contrato o pacto civil del que surgirá el pacto político, de acuerdo con las teorías contractualistas.

Y en el estado de naturaleza las mujeres, simplemente, son naturaleza. Y en la naturaleza rige la violencia que pueda ejercer el más fuerte para apropiarse de ellas. Es el contrato sexual (Pateman), por el que todos y cada uno de los hombres pactan reconocerse entre sí el «derecho»12) a disfrutar de un igual acceso sexual a las mujeres: todas para todos (prostitución) y cada uno su propiedad legítima (matrimonio).

Todo ese contenido va a ser clausula fundante del Poder Constituyente. El Uno, el principio, la Norma.

Este sentido, lo más relevante de ese pacto no sólo es el contenido de lo que en él se establece –pues excluye lo doméstico/familiar como una realidad sustraída a la esfera política y subordinada a la económica y social, como hemos expuesto–, sino el «reconocimiento y pertenencia» que el propio pacto construye. Ese pacto, del que las mujeres quedaron excluidas, «está reconociendo a los iguales, a los sujetos con igual poder y autoridad para decidir sobre los asuntos políticos»; es el propio pacto constituyente el que construye un concepto de comunidad política que revela la exclusión de ella de las mujeres (Rubio 2006, 28-29) como sujetos.

Todos los ciudadanos –varones– son llamados, en origen, a la conformación de la ley, de la voluntad general, directamente o por medio de representantes. La articulación de las relaciones entre la sociedad y el Estado se efectuará a partir de entonces únicamente a través del mecanismo de la representación parlamentaria mediante el sufragio censitario. El que algunos varones, como consecuencia de ello, fueran excluidos de la ciudadanía pasiva no implicaba una exclusión definitiva (la propiedad se puede conseguir), ni, especialmente, del pacto constituyente, del que sí habían participado. La exclusión de los varones, por tanto, no se realiza en el nivel constituyente (poder constituyente, que constituye la comunidad), sino a través de la ley electoral, en el poder constituido.

D. La negación de la subjetividad jurídica de las mujeres: cuerpos sin sujeto

Decíamos que en el Derecho privado el sujeto se construye a través de la formulación abstracta de la personalidad. La persona natural lo es por el simple hecho del nacimiento, lo que lleva aparejada la capacidad jurídica, es decir la aptitud que tiene la persona para ser titular de derechos y obligaciones. Así, pues, de acuerdo con esta construcción, hombres y mujeres serían jurídicamente iguales. Pero no deben serlo. Aunque que la autoridad marital y paterna se consideren conformes al Derecho natural, y así se consagre en los códigos civiles, había que conjurar el peligro que suponía que a la mujer se le ocurriese hacer uso de esa capacidad jurídica, poniendo en cuestión dicha autoridad. Y ello no podía hacerse más que mediante otra abstracción jurídica: la capacidad de obrar. Ésta se define como la aptitud para realizar actos jurídicos con validez. El Derecho exige que quien pretenda realizar dichos actos debe contar con un nivel de conciencia y responsabilidad que le permita conocer y ejercer su voluntad con razonable autonomía.

Por tanto, no todas las personas podrán tener capacidad de obrar ni quienes la poseen la tienen con la misma intensidad. Menores, locos o dementes y mujeres no la tendrán o la poseerán reducida. Al ser la «dependencia el estado natural de las mujeres», como afirmaba Rousseau, son incapaces de comportarse como sujetos autónomos de sus actos, lo que, a sensu contrario, significa la imposibilidad de ser consideradas como plenos sujetos de derecho (Sledziewski 2000, 55). Para todo necesitarán la autorización del padre o, cuando contraigan matrimonio, del marido13). Su estatus se definirá como hijas, esposas o madres, es decir, «en relación con el hombre, único verdadero sujeto de derecho» (Arnaud-Duc 2000, 109) configurando a la mujer como propiedad del hombre cuya tarea fundamental es la producción de hijos y de sus condiciones de bienestar (Käppeli 2000, 523). Las mujeres mayores de edad y solteras, sí existen jurídicamente en este orden privado, pero ello carece de relevancia porque, aisladas y erigidas en excepciones, no desafían al poder de ningún varón ni al poder de todos los varones. Lo importante es guardar el «orden» y eso se consigue, como hemos visto, a través del matrimonio. Aparece aquí la figura del contrato para respetar la libre y autónoma voluntad entre dos personas, hombre y mujer, aparentemente -que no formalmente- libres e iguales. Pero, a diferencia de otros contratos, cuyo objeto y contenido queda al libre acuerdo de los sujetos en uso de su autonomía de la voluntad, el de matrimonio ya viene prefijado por la ley, que fija las cláusulas por las que el varón ya puede controlar a «su» mujer, pues establece para ésta el deber de obediencia y para él el de representarla y mantenerla (Martín Vida 2004). Un remedo o subespecie de Estado hobbesiano en el que la mujer renuncia a su libertad a cambio de seguridad. Mediante este «contrato» o negocio jurídico no sólo uno de los sujetos puede ser, a la vez, objeto, sino que mediante el mismo deja de ser sujeto para ser sólo objeto, pues dispone el hombre no ya de la fuerza de trabajo de la mujer, sino de toda ella su cuerpo. Aquí no ha lugar para ese concepto de propiedad «despersonalizada». El control del cuerpo y la sexualidad de las mujeres resulta imprescindible para asegurar la paternidad y transmitir así la herencia a los legítimos herederos y el matrimonio cumple esa finalidad.

De ahí que todas estas cautelas se trasladen también al Derecho público mediante la codificación penal, que fue decisiva para dar cobertura jurídica a todas las limitaciones impuestas a las mujeres, y para reforzar los distintos estereotipos femenino y masculino, especialmente en lo relativo a la moral sexual.

En definitiva, es a partir de las normas de Derecho Privado, las verdaderas constituciones de la época, de donde se puede deducir la construcción jurídica de la subjetividad de las mujeres (Martín Vida 2004, 112), que no es otra que la de ser meros cuerpos sin sujeto. Y esta construcción aquí expuesta configura el principio de jerarquía sexual como un principio de organización social (al igual que sucedía con la propiedad), respaldado por el poder regulador que reside en la colectividad masculina y, por ende, por el Estado y el Derecho. Así, en el constitucionalismo liberal las mujeres no son sujetos, sino que están sujetas al poder masculino. Sus cuerpos sexuados son el reflejo del poder del Hombre. Del Soberano. Del Patriarca.

El derecho a la igualdad efectiva de mujeres y hombres

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